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El viaje a Nicaragua

Durante su estadía, Darío tuvo una experiencia teosófica. El 24 de enero fue su iniciación masónica en la Logia Progreso No.10

Tras quince años de ausencia

Mario Urtecho

9 de diciembre 2015

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Ruben DarioEn un feliz amanecer divisé las costas nicaragüenses, la cordillera volcánica, el Cosigüina, famoso en la historia de las erupciones; el volcán del Viejo, el más alto de todos, y más allá el enorme Momotombo… Por fin entró el vapor en la bahía, entre el ramillete de rocas que forman la isla del Cardón y el bouquet de cocoteros que decora la isla de Corinto. Había en mí algo como una nostalgia del Trópico. Del paisaje, de las gentes, de las cosas conocidas en los años de la infancia y de la primera juventud. La catedral, la casa vieja de tejas arábigas donde despertó mi razón y aprendí a leer; la tía abuela casi centenaria que aún vive; los amigos de la niñez que ha respetado la muerte… Sentí en la memoria el sol tórrido y vi los altos volcanes, los lagos de agua azul en los antiguos cráteres, así vastas tazas demetéricas, como llenas de cielo líquido. Y salí de París hacia el país centroamericano, ardiente y pintoresco, habitado por gente brava y cordial entre bosques lujuriantes y tupidos, en ciudades donde sonríen mujeres de amor y gracia.

Vía Nueva York, Rubén Darío llegó a Panamá. Allá, los intelectuales le ofrecieron un banquete en el Gran Hotel Central, y el poeta nacional, Ricardo Miró le ofrendó sus versos. Conocida en Nicaragua la noticia de su llegada, el alborozo se encarnó en sus gentes, y sus amigos de infancia organizaron comités de recepción en León, Managua y Masaya; el gobierno facilitó los servicios para recibirlo y las autoridades y bandas marciales de todos los lugares de tránsito contribuyeron con la solemnidad. El 24 de noviembre de 1907, un tren expreso salió de Managua a Corinto, llevando a los portadores oficiales de la bienvenida. El poeta los recibió ataviado con elegante e impecable traje de seda blanca, cabello corto bien peinado, y rostro sonriente, acicalado con largos bigotes y barba cortada en pera. El Dr. Hildebrando Castellón lo saludó con abrazos y elogios, y cuando Darío traspuso la portezuela del barco para pisar tierra nicaragüense fue aclamado por una multitud que lo esperaba en el muelle y las calles.

Yo sé lo que debo a la tierra de mi infancia y a la ciudad de mi primera juventud; no creáis que en mis agitaciones de París, que en mis noches de Madrid, que en mis tardes de Roma, que en mis crepúsculos de Palma de Mallorca, no he tenido pensares como éstos: un sonar de viejas campanas de nuestra catedral; por la iniciación de flores extrañas, un renacer de aquellos días purísimos en que se formaban alfombras de pétalos y de perfumes en la espera de un Señor del Triunfo, que siempre venía, como en la Biblia, en su borrica amable y precedido de verdes palmas... Yo he navegado y he vivido, y si la cosecha de angustias ha sido copiosa, no puedo negar que me ha sido dado contribuir al progreso de nuestra raza y a la elevación del culto del Arte en una generación dos veces continental… Podría decir con satisfacción justa que, como Ulises, he visto saltar el perro en el dintel de mi casa, y que mi Penélope es esta Patria que, si teje y desteje la tela de su porvenir, es solamente en espera del instante en que pueda bordar en ella una palabra de engrandecimiento, un ensalmo que será pronunciado para que las puertas de un futuro glorioso den paso al triunfo nacional y definitivo…

En el Hotel Lupone de Corinto se brindó con champaña, y escoltado por la muchedumbre llegó a la estación del ferrocarril. Chinandega lo saludó con el Himno Nacional, y más vagones se agregaron al tren. A su paso por cada uno de los pequeños poblados la gente lo saludó con banderas y pañuelos, y precedido por una prolongada pitada entró a León Santiago de los Caballeros, donde los leoneses estaban poseídos por un delirio indescriptible. En el andén donde se detendría el carro que traía a Darío esperaba la flor y nata de la sociedad leonesa, siendo aclamado al bajar por la multitud que llenó todos los espacios aledaños a la estación. Darío ocupó lugar en un carruaje, entre doña Fidelina de Castro y doña Casimira de Debayle, amigas de su juventud, acompañado por Santiago Argüello y el Dr. Luis H. Debayle. Entonces, ocurrió un hecho sin precedentes en la historia del país: seducido por su presencia, el pueblo desenganchó los caballos y tirado por el gentío el coche rodó por la calle hasta el Metropolitan Hotel, donde fue recibido con espléndido banquete.


León, con sus torres, con sus campanas, con sus tradiciones; León, ciudad noble y universitaria, ha estado siempre en mi memoria, fija y eficaz: desde el olor de las hierbas chafadas en mis paseos de muchacho; desde la visión del papayo que empolla al aire libre sus huevos de ámbar y de oro; desde los pompones del aromo que una vez en Palma de Mallorca me trajeron reminiscencias infantiles; desde los ecos de las olas que en el maravilloso Mediterráneo repetían voces del Playón o rumores de Poneloya, siempre tuve, en tierra o en mar, la idea de la Patria; y ya fuese en la áspera África, o en la divina Nápoles, o en París ilustre, se levantó siempre de mí un pensamiento o un suspiro hacia la vieja catedral, hacia la vieja ciudad, hacia mis viejos amigos; y es un hecho de cómo en el fondo de mi cerebro resonaba el son de las viejas torres y se escuchaba el acento de las antiguas palabras.

Con 40 años de edad y 15 años de ausencia, regresó el hijo de mamá Bernarda; el adolescente a quien en León la ignorancia enjuició por vago; el poeta que le vaticinó al peruano Ricardo Palma que seguiría el rumbo del viento, como los gitanos; el redactor de La Nación, que en las interminables noches del gran Buenos Aires perseguía el peligroso encanto de los paraísos artificiales; el genio que se amistó con los grandes poetas franceses, españoles y con los raros de entonces; el peregrino cosmopolita; la celebridad mundial, que solo en la lejanía comprendió lo que es la ausencia de la patria por chica que ella sea, pero de la que lo distanciaba una mixtura de interrogantes y sentimientos: Y en verdad, ¿tengo yo a qué volver? No. ¿Familia? ¿Tengo yo, he tenido yo, familia acaso, en toda aquella gente de mi apellido, que es mío hoy únicamente? Cada vez que me he acercado a la tierra en que nací, ha sido para padecer ¡las tristezas morales de mi niñez, las penas de mi juventud… las cosas dolorosas del hombre…

Profusos, concurridos y sibaritas fueron los banquetes, veladas, conciertos y excursiones por ciudades y pueblos de Nicaragua, cuya exuberante naturaleza en más de una ocasión le recordó que nada tenía que envidiarle a la escenografía de países de Europa, África y América por él visitados. Entretanto, el 21 de diciembre de 1907, con apoyo de Federico Castro, el Dr. Luis H. Debayle y Manuel Maldonado, Zelaya lo nombró representante de Nicaragua en España, pero debió esperar hasta marzo de 1908 para que le dieran los fondos necesarios para asumir su cargo. Durante la larga espera, pasó una temporada de mar en la isla del Cardón con las familias Castro, Debayle y otras de la aristocracia leonesa. En abril viajó a España y el 2 de junio presentó credenciales de Ministro de Nicaragua ante Alfonso XIII.

Por otra parte, con el Congreso dividido, fue aprobada la Ley Darío, que lo divorciaría de Rosario Murillo. El principal argumento era no haber tenido relaciones durante 14 años. Empero, la agraciada y sagaz mujer luchó por preservar el vínculo con la celebridad más que con el poeta, y en compañía de un amigo enfrentó a Rubén: -Di si no es verdad que en Francia me diste el año pasado diez mil francos. El ingenuo Darío respondió: No fueron 10 mil francos, Rosario, fueron 2 mil. Con tal respuesta ella presentó acta notarial en la que constaba haber tenido relaciones con su esposo en el lapso de dos años. La ley fue abortada. Andrés Murillo ofreció la disolución a cambio de 50 mil francos, pero Darío no los tenía.

Durante su estadía en Nicaragua, Darío tuvo una experiencia teosófica. El 24 de enero fue su iniciación masónica en la Logia Progreso No. 10 de Managua, a la que asistieron distinguidos masones de toda Centroamérica, además, franceses, alemanes, italianos, norteamericanos e ingleses. Esa Logia era dirigida por sus tres luces, los entonces maestros masones más jóvenes: el profesor y notable contabilista, don Federico López, el profesor de gramática don Rafael Fonseca Garay y don Dionisio Martínez Sanz, quien en sus memorias escribió: Así me tocó actuar de cerca y muy directamente en aquel memorable acontecimiento de Rubén Darío en la masonería; y tengo la satisfacción de haber sido el primero en golpear con el mallete aquel robusto pecho, y el primero en transmitir a aquella hermosa mano, que escribió cosas tan bellas, los primeros toques simbólicos de la masonería. 


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Mario Urtecho

Mario Urtecho

Escritor nicaragüense, originario de Diriamba. Autor de "Voces en la Distancia", "¡Los de Diriamba!", "Clarividencias", "Los nicaraguas en la conquista del Perú", "Mala Casta", "La mujer del padre Prado y otros cuentos", y "200 años en veremos". Editó la revista literaria "El Hilo Azul" y ha revisado obras de prestigiados novelistas, cuentistas, poetas, historiadores y ensayistas, incluida la antología "Pájaros encendidos", de Claribel Alegría, y la poesía completa de Leonel Rugama y Ernesto Cardenal.

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