26 de noviembre 2015
Hay en Enrique Alvarado Martínez (Granada, 1935), la inquietud inagotable de escuchar, contar y esculcar, desde el presente y el pasado que no termina de irse, la verdad es que nunca se va, porque, aun sin quererlo, como lo cuenta en Doña Damiana (novela, 1999): “Cuando se metió la historia en la casa era como que había llegado un visitante indeseable; alguien a quien uno ve cuando ya está adentro e instalado, y que, además, se cree dueño de la casa y le cambia la vida a la gente sin consultarle”. Desde el humor y lo absurdo caricaturesco, los cuentos de aventuras de vaqueros, indios y bandidos, de los buenos y malos que apasionaron las historietas y películas de su época juvenil, de aquellas que se cuentan de Menocal en Granada por ciertas aunque nunca se sabe si son falsas o verídicas, dicen son puros mitos, cuentos de calle y camino, en lo que intencionalmente el autor ha titulado primero “Las increíbles aventuras de Johnny White y Billy Black”(1998) y después “La verdadera historia de Johnny White y Billy Black” (2004), afirma que “tener la mente en blanco era la suprema dicha a que debían aspirar los seres humanos y la segunda era poder blanquear el cerebro… Olvidar era como una amnistía del espíritu… la cuestión es: olvidarse o confundirse,… Blanco será el porvenir… este loco nos proponía la ausencia de color…”. Saramago, en “Ensayo sobre la lucidez” (2004) dedica páginas enteras a la blancura, a la ceguera, la camisa blanca, la seña por lo ausente e inexistente, la blancura sospechosa después de aquel inexplicable y no concertado acto de la conciencia ciudadana de votar en blanco en unas elecciones que tambalearon el andamiaje de barro del sistema democrático; sin votos, no hay electos, sin electos no hay gobierno, sin gobierno, ¿cómo funcionará la ciudad, la cosa pública? ¿Quién es el culpable? Todos y ninguno.
Psicólogo de profesión, maestro por vocación, diplomático en las gélidas tierras nórdicas por las circunstancias que comenzaron breves y se hicieron largas, escritor por convicción y necesidad, se sumerge en la historia en ocasiones y flota en la ficción, lector y agudo observador, silencioso y simple desde su espigada figura, que como un vetusto volcán de los Andes, desde estas tierras tropicales del olvido y la desconfianza, en las faldas rivales del Momotombo árido y del Mombacho reverdecido con su cúspide de húmeda niebla, como su escasa cabellera blanca y una afable sonrisa de hombre modesto y franco, conserva su palabra fresca, abierta y serena. No fue ajeno al hervor revolucionario de la década del ochenta, un faro de luz que indicó una esperanza, una nueva manera de hacer política, un cambio posible que sigue inconcluso.
Fue conservador en los sesenta, antisomocista; salió desencantado después del Kupia Kumi de 1972 que oxigenó a la dictadura una vez mas bajo la complicidad cachureca; fue un acuerdo de efímera existencia, porque la “emergencia” del terremoto de diciembre, volvió a evidenciar el poder real en donde siempre estuvo. Escribió bajo la duda, aunque en el texto muestra la certeza: ¿Ha muerto el Partido Conservador de Nicaragua? (1993), un largo capítulo de la historia que inaugura Manuel Antonio de la Cerda, Primer Jefe de Estado, cierra Fruto Chamorro, último Director Supremo, continúa Tomás Martínez, Primer Presidente… Cuenta, como preciso narrador, tres décadas de acontecimientos, fraccionamientos, componendas y pugnas, desde la Juventud Conservadora (1952) hasta las cenizas de esa “paralela histórica” que se niega a perderse anquilosada con sus culpas y justificaciones. Otras nuevas sin llevar su nombre surgen con los mismos hábitos y defectos.
Desde estas líneas, busco entender al hombre, al ser humano cuando habla, cuando escribe. Detrás está lo vivido, lo que piensa y siente, sensible y perceptivo, escribiendo por el puro gusto de hacerlo, despojado del fanatismo que apedrea iglesias, hace hoguera del pensamiento crítico, o enflora artificiales y míticos altares. Desde un simbólico pedazo del origen de la mujer que acompaña sus años, se refugia en Zagreb, no la ciudad croata de la desmembrada Yugoslavia, de la que Ivo Andric (Nobel de Literatura 1961) pronosticó el resurgimiento de irreconciliables rencillas étnico-religiosas, sino su residencia, hasta donde sopla un fuerte viento que agita las floridas trinitarias del cerco, entre un venturoso bosque de verdor tan próximo y a la vez distante de lo urbano. Eso mismo que Gorostiaga de la UCA afirma y Alvarado recopila: “la urbanización de la pobreza que rompe el tejido social del campo”.
Busca en lo grotesco y ridículo de la política nicaragüense, la ficción y sus lecciones que no terminan de ser aprendidas, de esas lecturas y borradores en proceso, saldrá, en un momento que uno nunca sabe cuando, un nuevo libro, una “nivela”, según diría Unamuno, que no importa ya que tanto de historia tenga. Mejor si tiene poca, mejor será que reinvente todo.
Doña Damiana, no es un producto casual, es la búsqueda de su propia identidad y de paso la nuestra. La mayoría siempre ha sido el sujeto usado en las refriegas y las concentraciones, paga los costos, pero no recibe los beneficios, ni “escupe en rueda”, destinada históricamente a la privilegiada elite del poder político y económico familiar, de los letrados, que leen y escriben, interpretan, dilucidan y no terminan de entenderse. Ella, “La panameña”, mujer bella e inteligente, casada con el doctor Rafael Ruiz de Gutiérrez, quien fuera por circunstancias inciertas del destino, el segundo jefe del ejército de de la Cerda, al frente del cual estaba Juan Francisco Casanova, ambos suramericanos y amigos de Bolívar, llamados “los colombianos”. De la Cerda, en pugna con su primo, el Vice Jefe de Estado Juan Arguello, bajo los influjos de la predestinación divina, del orden conservador y la justicia tradicional autoritaria, es consumido por la desconfianza y la arbitrariedad, mandando a fusilar a los dos máximos jefes de sus tropas. Doña Damiana Palacios, viuda y joven, en medio de la angustia, usa sus encantos y logra influir en el joven Ministro General Narciso Arellano, con quien en algún momento no sabe distinguir qué de aquello era amor y qué ansias de venganza. De la Cerda cae y es fusilado por órdenes de Juan Arguello, dueño de sus propias tropelías y excesos. El famoso crimen de La Pelona en donde ocho cadáveres de prisioneros políticos aparecen flotando en la costa del lago, pretendieron simular un naufragio, pero estaban inflamados y atados al fondo por una pesada piedra, hecho atribuido a la anónima voluntad de Arguello y su jefe militar. Narciso pasa sus últimos años pobre y enfermo en Chontales, bajo los cuidados de quien el autor llama “Santa Elena Arellano”, su hija. De aquel encuentro contradictorio (Damiana – Narciso), quedó una hija, fue entregada a los seis meses en adopción a la familia Arguello. “La panameña” abandonó el país ahogada en la angustia que no pudo saciar la venganza. De Rosaura nació Josefa Montiel (Doña Pepa), la bisabuela de Enrique Alvarado Martínez, el escritor.
La historia está entronizada en la casa, no la hemos podido sacar, se reproduce sola, se distrae en las traiciones y conspiraciones, goza con el autoritarismo y la venganza, se recupera con el olvido, no perdona la disidencia, negocia con los dados cargados, compra, hiere, socava y cercena la confianza, es un problema entre familias que conservan o cambian de apellido en el transcurso del tiempo, que se juntan y dividen y se seguirán juntando y dividiendo, un conflicto de intereses y devotas premoniciones, de deudas, pagos y subterfugios, de giros y frenos que nos llevan a puntos similares en épocas distintas.