8 de junio 2016
La mañana de este martes bajé por la carretera de Masaya hacia Managua, bordeé la rotonda Jean Paul Genie y regresé hacia el sur, para entrar al supermercado de Galerías. Una joven policía, atenta al ir y venir del tránsito vehicular me detuvo, y con cara poco amigable me informó que mi maniobra fue incorrecta, que entré al carril que no debía y blandiendo su talonario de cartulinas amarillas se dispuso a clavarme ochocientas maracandacas. Me pidió la tarjeta de circulación, seguro vehicular y licencia de conducir. En vez de ésta le di una boleta, pues después de semana santa un colega suyo me asestó una multa y hasta la fecha no me la enviaron por correo, como dijeron.
No hubo manera de convencerla de que quizá su dictamen estaba equivocado. Reiteró que tenía que multarme, porque para eso mi jefe me da las boletas. Intenté persuadirla que no lo hiciera, que su trabajo también incluía las acciones preventivas, que por ahora se olvidara de la punitiva, que viera que recién me habían arrancado mi aporte al presupuesto policial, que 800 pesos más era un brutal atentado contra mi economía, que póngase el talonario en la conciencia, que mire que la cosa está jodida, y otros argumentos persuasivos.
Me vio largo, medio sonrió y me dijo:
- ¿Dice que va para el súper?
- Si.
- Entonces tráigame dos jugos.
- ¡Entonces acepta que no cometí ninguna infracción!
- ¡Tráigame los jugos, antes que me arrepienta!
Media hora más tarde pasé de regreso. Me vio. Me detuve y la esperé unos metros adelante mientras ella terminaba de multar a otro bróder. Se acercó, cautelosa, como quien no quiere la cosa, y al estar frente a mi ventana le di mi novela Mala Casta.
- ¿Y qué es esto?
- Un libro.
- ¿Y para qué quiero un libro?
- Para que lo lea. Es una novela policial.
- ¿Quién la escribió?
- Yo.
- ¿Es buena?
- Buenísima.
- ¿Y los jugos?
- La novela le gustará más.
- ¿Está seguro?
- Compruébelo.
- Dele, puej.
- ¿Y cuál es su nombre?
- Ángela.