8 de mayo 2016
NUEVA YORK-Ken Livingstone, exalcalde de Londres, ha sido suspendido de su partido (el partido Laborista, de izquierda) por afirmar que Hitler fue un sionista a principios de la década de 1930. Según Livingstone, «antes de enloquecer y matar a seis millones de judíos», Hitler solo quería echarlos de sus propios países a Palestina. Y eso, supuestamente, lo convierte en sionista.
Históricamente, son tonterías, Hitler nunca promovió a Palestina como estado judío, e implicar que el odio del fürer por los judíos lo puso del mismo bando que aquellos judíos que deseaban construir su propio estado para escapar del antisemitismo violento es, por decir algo, ofensiva.
De todas formas, Livingstone probablemente estaba siendo sincero cuando afirmó en su defensa que «un verdadero antisemita no solo odia a los judíos en Israel, odia a su vecino judío [...] Es una aversión física». Odiar a los judíos en Israel entonces está bien, porque son «sionistas» y ese sentimiento no es visceral. Jeremy Corbyn, líder de izquierda del partido de Livingstone, sin dudas fue igualmente sincero cuando dijo que es imposible que el antisemitismo sea un problema en la izquierda, porque los laboristas siempre han sido «antirracistas».
Es una presunción frecuente entre los partidarios europeos de la izquierda que el prejuicio racial —antisemitismo incluido— es un fenómeno exclusivo de la derecha. Esto probablemente se remonta al caso Dreyfus de fines del siglo XIX: cuando el capitán del ejército francés Alfred Dreyfus fue falsamente acusado de traición en 1894 en un juicio amañado, la sociedad francesa se dividió entre los mayormente conservadores antidreyfusianos y los defensores liberales del oficial judío. Los conservadores a menudo eran católicos romanos acérrimos, quienes se sentían profundamente incómodos con la República francesa secular, que asociaban a los liberales y los judíos.
El antisemitismo reaccionario francés, sin embargo, reflejó una tendencia más amplia en la Europa del siglo XX. Los nacionalistas «de sangre y tierra», cristianos de derecha, antibolcheviques fanáticos y autoritarios obsesionados con el orden social a menudo eran antisemitas. A los judíos les iba mejor con los gobiernos de izquierda.
Esto lleva a que sea fácil olvidar que la izquierda también estuvo siempre teñida por una veta de antisemitismo. Stalin era, por supuesto, conocido por perseguir a los judíos, o «cosmopolitas carentes de raíces», como los llamaba, a quienes consideraba agentes naturales del capitalismo y traidores para la Unión Soviética. Pero mucho antes de Stalin, el propio Karl Marx, aunque judío de nacimiento, marcó la pauta de un tipo despiadado de antisemitismo que infectó a la izquierda, especialmente en Francia.
Fue Marx quien escribió «El dinero es el celoso Dios de Israel» y que los hebreos eran «la musa de las cotizaciones bursátiles». Marx no era ajeno a los peligros del antisemitismo, simplemente pensó que este desaparecería una vez establecido el paraíso de los trabajadores. En esto, claramente se equivocaba.
Cuando se fundó el estado de Israel en 1948, la posición de la Unión Soviética y de los izquierdistas en general fue bastante favorable. Durante varias décadas, los socialistas de extracción rusa y polaca dominaron la política israelí. Aún no se consideraba al sionismo como una forma nociva de racismo junto con el apartheid en Sudáfrica. No había necesidad de «odiar a los judíos en Israel».
Pero las cosas comenzaron a cambiar a principios de la década de 1970, después de la ocupación de Cisjordania y otros territorios árabes. Dos intifadas más tarde, los israelíes que quedaban finalmente perdieron el control y la derecha se hizo cargo. Israel quedó cada vez más asociada con las cosas a las que los izquierdistas siempre se habían opuesto: el colonialismo, la opresión de las minorías, el militarismo y el chauvinismo. Para algunos, tal vez haya sido un alivio poder odiar nuevamente a los judíos, esta vez con la justificación de principios altruistas.
Al mismo tiempo, y en gran medida por los mismos motivos, Israel se tornó popular para la derecha. Quienes no hace mucho tal vez fueron fervientes antisemitas, ahora son grandes defensores de Israel y aplauden la línea dura del gobierno israelí frente a los palestinos.
Israel, según una frecuente visión de la derecha, es un «bastión de la civilización judeocristiana» en la «guerra contra el Islam». Como dijo alguna vez el demagogo neerlandés Geert Wilders: «Cuando la bandera de Israel ya no ondee sobre los muros de Jerusalén, Occidente habrá dejado de ser libre».
Es destacable la frecuencia con que el viejo tropo antisemita aparece en la retórica de estos animadores de Israel. Pero esta vez el blanco son los musulmanes, no los judíos. Los musulmanes en Occidente, nos repiten, nunca podrán ser ciudadanos leales, siempre son fieles a los suyos y mienten a quienes no comparten su fe. Son traicioneros por naturaleza, una quinta columna empeñada en la dominación mundial y su religión es incompatible con los valores occidentales, etcétera, etcétera.
Las amenazas reales que provienen de un movimiento revolucionario violento dentro del mundo islámico hacen que esas afirmaciones resulten factibles para muchos pero, en la mayoría de los casos, hay que reconocerlas como lo que son: viejos y cansados perjuicios que buscan excluir a una minoría impopular de la sociedad general. La violencia islámica solo sirve para alimentar la política del odio y el temor. Muchos combatientes occidentales en la llamada «guerra contra el Islam» no son otra cosa que antidreyfusianos modernos.
Nada de esto justifica el vil lenguaje de Livingstone y otros como él, el antisemitismo de izquierda es tan tóxico como su variedad de derecha. Pero el papel de Israel en el debate político occidental muestra la forma en que los prejuicios pueden pasar de un grupo a otro, mientras los sentimientos subyacentes se mantienen incólumes.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College, y autor de Año cero: historia de 1945.
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