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Afganistán siempre tuvo que ver con la política norteamericana

Los votantes norteamericanos no son los únicos en recompensar las victorias rápidas, fáciles y de bajo costo. Pero no les gustan las peleas largas

De modo que fue Trump el que negoció la rendición estadounidense en Afganistán

James K. Galbraith

29 de agosto 2021

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Ahora que tantas verdades tristes sobre Afganistán están saliendo a la luz, hasta en los principales medios, permítanme agregar una más: la guerra, desde principio a fin, tuvo que ver con la política, no en Afganistán sino en Estados Unidos.

Afganistán siempre fue una atracción secundaria. Según el relato oficial, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 fueron lanzados desde suelo norteamericano, por gente que se había entrenado en Florida. La mayoría de los perpetradores identificados eran sauditas. El líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, fijó su base en Afganistán después de abandonar Sudán; pronto pasó a Pakistán, donde se quedó por el resto de su vida. Los dirigentes talibanes de Afganistán no fueron acusados de haber participado en los atentados del 11/9.

Pero la invasión de 2001 fue rápida y aparentemente decisiva. Y así rescató la presidencia mancillada de George W. Bush, que justo en ese momento tambaleaba por una deserción (de James Jeffords de Vermont) que había costado el control republicano del Senado. La aprobación de Bush se disparó a 90% y luego declinó de manera sostenida, aunque dos impulsos adicionales –luego de la invasión de Irak en marzo de 2003 y la captura de Saddam Hussein en diciembre- le permitieron ganar, por escaso margen, la elección de 2004.

Los votantes norteamericanos no son los únicos en recompensar las victorias rápidas, fáciles y de bajo costo. Pero no les gustan las peleas largas sin objetivos en montañas distantes del otro lado del mundo. Y odian especialmente las imágenes y relatos de los muertos, los heridos, los traumatizados y los deprimidos. Hay que reconocer que esta visión no parece verse afectada por los números; en todo caso, las vidas de los soldados norteamericanos se vuelven más preciadas y sus pérdidas calan más hondo, en tanto el conflicto se desvanece y la cantidad de muertes baja.


En 2009, el presidente Barack Obama heredó una guerra afgana con la cual no tenía nada que ganar, pero que apoyó por una cuestión política: para equilibrar su oposición a la guerra en Irak. Obama prácticamente no obtuvo ningún beneficio con el asesinato de Bin Laden en mayo de 2011; su índice de aprobación rebotó durante apenas un mes. Su mejor jugada fue mantener a Afganistán fuera de las noticias, lo que implicaba no perder mientras buscaba victorias llamativas en otras partes –en Libia, Siria y Ucrania-. Ninguna resultó bien.

Luego de Obama, el presidente Donald Trump aprovechó el estado de ánimo desencantado de Estados Unidos frente a todas estas pequeñas guerras espléndidas. Es verdad, el Estado Islámico había surgido en los tiempos de Trump. Pero EI sirvió como un blanco fácil, especialmente si a uno no le importaba destruir ciudades enteras (Mosul y Raqqa) con poder aéreo. Las guerras de Trump, tal como sucedieron, no le aportaron nada políticamente, y él lo sabía.

De modo que fue Trump el que negoció la rendición estadounidense en Afganistán, trasladando el acto final a su segundo mandato –o, como pasó, al de su sucesor-. El presidente Joe Biden, frente a la alternativa de otra escalada, optó por recibir el impacto y recortar sus pérdidas. Eso también, seguramente sabremos, se trató de una decisión basada esencialmente en la política. A veces, el cálculo político doméstico también es lo que hay que hacer.

¿Y ahora qué? Desde Vietnam y el suroeste de Asia hasta el Golfo Pérsico, el imperio norteamericano ha sido derrotado, se ha estancado y se ha desgastado tan a fondo como el imperio británico y el francés a comienzos de los años 1960. A estas alturas, haría falta una provocación mucho más devastadora que los atentados del 11/9 para movilizar a los votantes norteamericanos para más de lo mismo. Suponiendo y esperando que no haya ninguna provocación de ese tipo, hoy es posible que la audiencia de los defensores del intervencionismo (como los columnistas Thomas Friedman y David Brooks, y las decisoras políticas Samantha Power Y Victoria Nuland, entre muchos otros) se desvanezca.

Uno de estos defensores, Michael Rubin del Instituto Americano de Empresas, sostiene que la caída de Afganistán también representa el fin de la OTAN. Después de todo, arguye, ¿quién cree todavía que Estados Unidos iría a una guerra por Lituania? Rubin tiene razón en este punto, y eso también es algo bueno. Los estados bálticos –todos pertenecientes a la Unión Europea- no enfrentan ninguna amenaza real y se llevarán muy bien sin la OTAN.

Un cálculo similar se aplica a Taiwán –país con el cual Estados Unidos no tiene ningún compromiso militar formal- y quizá también a Corea del Sur, donde sí lo tiene. Los líderes de ambos países tal vez ahora ajusten sus cálculos políticos. Eso podría llevar a una estabilización de largo plazo de la relación a ambos lados del estrecho, y a una distensión muy esperada en la dividida Península de Corea. Mientras tanto, en América Latina, México está presionando por una región libre de sanciones y edificada sobre el principio de la no interferencia –como debe ser.

En el caso de Estados Unidos, éste es el momento de reconocer que el gigantesco y expansivo poder militar del país ya no cumple ningún propósito que pueda justificar su costo. Es el momento, finalmente, de desmovilizar tropas, decomisar embarcaciones, cancelar pedidos de aviones y bombarderos y desmantelar las ojivas nucleares y sus sistemas de suministro. Es el momento de tomar esos recursos y empezar a ocuparse de las verdaderas amenazas que enfrenta el país: mala salud pública, infraestructura decadente, creciente desigualdad e inseguridad económica y un desastre climático que exige la transformación en plena escala de los sectores de la energía, el transporte y la construcción.

En una visita a Moscú en 2018, un alto oficial de la Duma me dijo que la recuperación post-soviética de Rusia comenzó con la decisión en 1992 de recortar el gasto militar un 75%, abriendo el camino para una eventual reconstrucción doméstica, y hasta para la creación de una fuerza militar que verdaderamente satisfaga las necesidades de seguridad contemporáneas de Rusia. Algo similar está sucediendo en Estados Unidos. Dado el estado de ánimo actual de los norteamericanos y las verdades que están saliendo a la luz hoy, aceptar al mundo tal cual es también podría resultar políticamente astuto.


*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.

**James K. Galbraith, administrador de Economistas para la Paz y la Seguridad, preside la cátedra Lloyd M. Bentsen de Relaciones de Gobierno/Negocios en la Escuela de Asuntos Públicos en la Universidad de Texas en Austin.


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James K. Galbraith

James K. Galbraith

Economista estadounidense. Profesor en la Lyndon B. Johnson School of Public Affairs de la Universidad de Texas. Dirige el University of Texas Inequality Project (UTIP), descrito como un esfuerzo pionero en la medición de la desigualdad económica.

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