26 de septiembre 2021
De repente, el término “construcción de una nación” se ha convertido en una mala palabra, particularmente en Estados Unidos. El trauma de la derrota de Estados Unidos en Afganistán ha provocado una aterrorizada retirada de un concepto que durante mucho tiempo fue central para el pensamiento estadounidense sobre seguridad. Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra Estados Unidos, hubo una comprensión generalizada sobre que la invasión de Afganistán era necesaria para impedir que Al Qaeda tuviera su base allí. Y, por la misma razón, los ataques también lanzaron un esfuerzo más amplio para librar al mundo de territorios sin gobierno que podrían convertirse en plataformas para el terrorismo internacional.
Desde una perspectiva europea, la construcción de una nación nunca fue el término adecuado. Dado que las naciones toman muchas formas diferentes, la verdadera tarea es la de construir el Estado para garantizar que los territorios se gobiernen de una manera razonablemente eficaz. Ese fue ciertamente el caso en Afganistán después de que Estados Unidos derrocó la estructura de Gobierno de los talibanes (tal como estaba constituida en dicho momento). Impedir el regreso de Al Qaeda o de otros grupos extremistas dependía del establecimiento de nuevas estructuras de Gobierno. Desde el principio se reconoció ampliamente que las operaciones antiterroristas y la construcción del Estado eran conceptos tan diferentes entre sí, como lo es el día de la noche.
En sus memorias, el expresidente estadounidense George W. Bush escribió con elocuencia sobre el interés estratégico que tenía Estados Unidos en cuanto a “ayudar al pueblo afgano a construir una sociedad libre” a fin de negar a los futuros extremistas una base, y también con la intención de proporcionar “una alternativa esperanzadora a la visión de los extremistas”. El problema con la misión dirigida por Estados Unidos en Afganistán no fueron sus objetivos o sus ambiciones, sino su desordenada implementación y la falta de paciencia estratégica para llevarla a cabo.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, por su parte, ha criticado las “guerras eternas” de Estados Unidos a momento de defender su decisión de retirar todas las fuerzas estadounidenses de Afganistán. Pero la verdad es que dos décadas no es mucho tiempo cuando se trata de crear instituciones estatales legítimas y creíbles. El problema, como señala un importante informe estadounidense que evalúa la misión en Afganistán, “podría describirse como 20 esfuerzos de reconstrucción cada uno de un año de duración, en lugar de un solo esfuerzo de 20 años”. Al final, la voluntad política para sostener el esfuerzo se agotó, y el país fue consiguientemente devuelto a los talibanes.
Hay muchas lecciones que aprender de la debacle de Afganistán, y el encendido debate seguramente se prolongará durante años. Pero ya debería estar claro que abandonar todos los esfuerzos para fomentar estructuras estatales y de gobernanza más estables en partes del mundo frágiles y asoladas por conflictos es un error estratégico de primer orden. Si simplemente se ignoran las zonas sin Gobierno, los problemas que generan se extenderán inevitablemente mucho más allá de sus fronteras, como hemos visto que ha sucedido una y otra vez. El riesgo, en última instancia, será asumido por todos.
No se trata de sugerir que haya que montar continuamente operaciones al estilo de Afganistán, ni mucho menos. Pero tampoco deberíamos inclinarnos al extremo opuesto de una total desvinculación. Para tener éxito, las operaciones de construcción del Estado deben tener una perspectiva a largo plazo, con una amplia base de recursos a la que recurrir, y estar sujetas principalmente a un liderazgo político más que a uno militar. Ahora que la OTAN se está retirando de cualquier tendencia que tuviera en este sentido, podría este ser un buen momento para reconsiderar las capacidades de las Naciones Unidas para llevar a cabo la misma función básica. Un importante estudio realizado en 2005 por la Corporación RAND examinó los antecedentes históricos y llegó a la conclusión de que las operaciones de construcción del Estado dirigidas por la ONU han tenido un mejor historial que las dirigidas por Estados Unidos.
Sin duda, las misiones dirigidas por la ONU también enfrentan grandes desafíos. La República Democrática del Congo ha recibido una sucesión de misiones de la ONU desde su primer día de independencia. Es probable que Sudán del Sur requiera una fuerte presencia de la ONU durante mucho tiempo. Somalia sigue siendo, en el mejor de los casos, una tarea en curso. Y en Malí y en toda la frágil región del Sahel, las Naciones Unidas y otras misiones se enfrentan al deterioro de las condiciones de seguridad.
Pero sin los esfuerzos internacionales, estas zonas estarían mucho peor de lo que están ahora. Las consecuencias que se hubieran sufrido en materia de seguridad regional y mundial a causa del caos y desesperación en dichas zonas habrían sido nefastas. El terrorismo es sólo uno de los problemas que pueden derivarse de los Estados fallidos y las regiones sin Gobierno. En los vacíos en los que deberían estar las instituciones básicas de Gobierno, tienden a prosperar la ciberdelincuencia, el contrabando de fauna y flora, la minería ilegal, el tráfico de armas y otras actividades malignas. Y con la pandemia de la covid-19 aún en su apogeo, debemos recordar que tales zonas también pueden convertirse en zonas donde surjan enfermedades contagiosas nuevas o en las que las enfermedades ya conocidas se descontrolen.
Para bien o para mal, la ayuda a la construcción del Estado, que abarca desde la seguridad hasta la atención médica, el saneamiento básico y la educación, debe seguir siendo parte de nuestro esfuerzo colectivo por mantener la estabilidad mundial. Es comprensible que muchas personas de todo el mundo estén afectadas por la amarga experiencia en Afganistán. Pero renunciar a cualquier deseo dirigido a ayudar a que zonas frágiles construyan Estados funcionales sería tanto inmoral como peligroso.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.