7 de enero 2020
La excarcelación de 91 presos políticos en la víspera de año nuevo sin que haya mediado una negociación entre la dictadura y la oposición, es un triunfo de la presión política nacional e internacional. Un resultado, en primer lugar, del coraje y la lucha de las madres de los presos políticos y su huelga de hambre en la iglesia San Miguel en Masaya, de la unidad en la acción de la Alianza y la UNAB para liberar a los “aguadores” y a todos los presos, junto a las sanciones internacionales de Estados Unidos, la resolución de condena del Parlamento Europeo, y las gestiones humanitarias del papa Francisco.
Ciertamente, es un logro parcial en tanto el régimen aún mantiene como rehenes a más de 60 reos de conciencia y los que salieron de la prisión no han recuperado plenamente su libertad y siguen sometidos, casa por cárcel, al asedio policial y paramilitar. Pero la excarcelación de los 91, así como la de más de 300 en junio del año pasado, ha desatado una nueva fuerza política integrada por muchos de los rostros visibles de la protesta cívica, que con su resistencia en la cárcel sellaron la derrota moral y política de la dictadura. En la acción simultánea de la presión política interna y la presión diplomática radica una de las claves para romper el impase que el régimen ha impuesto a punta de represión; la otra, es cómo mantener la presión de la resistencia cívica al máximo, hasta lograr la suspensión del estado de sitio de facto.
A pesar de la crisis política terminal de la dictadura y la creciente condena internacional, todo indica que en 2020 Ortega mantendrá su alineamiento ideológico con Cuba y Venezuela y seguirá aferrado al poder, sin facilitar una solución política; ni la presión externa por sí sola, ni el agravamiento de la recesión económica, producirán un cambio político. Es imperativo, por lo tanto, identificar los obstáculos políticos a vencer para sumar nuevas fuerzas, y formular las preguntas, los desafíos, que permitan delinear una ruta de salida democrática a la crisis de la dictadura.
1. La urgencia de una coalición nacional opositora
Veinte meses después de la insurrección cívica autoconvocada, el país está demandando más organización territorial, liderazgo, y conducción política, a través de la anunciada Coalición Nacional Democrática, que tendría como bloque fundacional a la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia y la Unidad Nacional Azul y Blanco. Una coalición opositora que deberá ser inclusiva para sumar nuevas fuerzas políticas y sociales, neutralizar a sectores que hoy apoyan al régimen, y capitalizar la solidaridad internacional. El desafío de esta coalición, necesariamente diversa y plural, será conducir una estrategia de lucha popular y nacional bajo un programa de reformas democráticas, y llenar el vacío de poder que está dejando la crisis del régimen, para cambiar el balance del poder. Un cambio que empieza por practicar en casa mecanismos democráticos de selección de liderazgos y, eventualmente, de candidaturas a cargos de elección popular, para erradicar la enfermedad del caudillismo.
En la acera de enfrente, Ortega se mantiene en el poder por la fuerza de las armas, con el respaldo de la Policía, los paramilitares y el Ejército. Ordena y manda, pero ya no gobierna. Al perder su capacidad para restablecer sus viejas alianzas políticas, económicas y sociales, nunca podrá restituir su capacidad de gobernar. Su objetivo estratégico para continuar en el poder es impedir a toda costa la consolidación de la unidad nacional opositora. Ortega cuenta con un arsenal de incentivos para promover su “reforma electoral” con los partidos colaboracionistas, pero no puede dividir a la oposición Azul y Blanco en dos y hasta tres bloques electorales, si el liderazgo nacido en la Rebelión de Abril se mantiene cohesionado.
Una división de la oposición le permitiría a Ortega imponer el peso de su minoría política ante un electorado disperso, e incluso, perder una elección y seguir gobernando “desde abajo” por la fuerza y el chantaje. En cambio, con la unidad opositora se garantizaría no solo ganar una elección, sino que el nuevo gobierno democrático obtenga mayoría calificada en las urnas con un mandato inequívoco para desmantelar las estructuras dictatoriales, con apoyo de la comunidad internacional.
2. El retorno político de los exiliados
Igual que los presos políticos excarcelados en junio y diciembre de 2019, los exiliados representan una nueva fuerza política. En el exilio de Costa Rica, principalmente, se encuentran muchos líderes representativos de la protesta cívica de Masaya, Carazo, Matagalpa, León, Nueva Guinea, y otras comunidades, así como activistas de la sociedad civil, universitarios, campesinos, periodistas independientes y defensores de derechos humanos. Sin embargo, mientras se mantenga el estado de sitio policial, no existen garantías para su repatriación. En 2019 no hubo retorno seguro, solo un retorno político en el que cada ciudadano asumió los riesgos de su reinserción.
Mientras se crean condiciones para la repatriación masiva de decenas de miles de refugiados, después de la salida de Ortega y Murillo del poder, el retorno político de los exiliados en 2020 demanda al menos tres garantías mínimas: que regresen a Nicaragua las comisiones internacionales de derechos humanos: CIDH, OACNUDH, GIEI, Amnistía Internacional, y Human Rights Watch; el desarme y desmantelamiento de los grupos parapoliciales al que el Gobierno se comprometió en mayo 2018 en el primer Diálogo Nacional; y el restablecimiento pleno de las libertades democráticas, que el Gobierno acordó, en marzo 2019, con la Alianza Cívica en el segundo Diálogo Nacional,
El país también anhela que cese el exilio forzado que ha vivido en Roma el obispo auxiliar de Managua, Silvio José Báez, uno de los líderes religiosos más respetados de la Iglesia católica, y a la vez el ciudadano nicaragüense que genera mayor credibilidad y consenso entre la población. Sería un gran gesto de solidaridad del papa Francisco facilitar que el obispo Báez pueda retornar a su patria y a su iglesia, cuando más lo necesitan, y contribuir de esa forma a restituir el derecho de todos los nicaragüenses a vivir en paz, sin represión, y a terminar con el exilio.
3. La encrucijada de los grandes empresarios
La ruptura de la alianza de los grandes empresarios y las cámaras empresariales del Cosep con el régimen, significó para Ortega la pérdida de su principal base de sustentación política extrapartidaria. El modelo corporativista autoritario que promovía la inversión privada, a costa de democracia y transparencia, colapsó por la vía de los hechos cuando la dictadura institucional se convirtió en una dictadura sangrienta en abril 2018. Aunque no hubo una revisión crítica, balance, o análisis de fondo, sobre las implicaciones políticas de esos nueve años de cogobierno económico, el empresariado cortó sus vínculos con el régimen y través de las cámaras de Cosep, AmCham, y Funides, apoyó las gestiones de la Alianza Cívica para buscar una salida política a la crisis nacional, en los diálogos nacionales de mayo 2018 y marzo 2019.
En 2020 las empresas enfrentarán su tercer año consecutivo de recesión económica, con el costo social de miles de familias en pobreza, desempleo, migración, e informalidad, mientras el tirano sigue exponiendo al país a sanciones internacionales cada vez más severas con impactos impredecibles. Las represalias económicas contra empresarios pequeños, medianos, y grandes, enseñan que Ortega sí está dispuesto a cumplir su amenaza de empujar al país al precipicio de la economía de sobrevivencia del “gallopinto”. La pregunta obligada es: ¿Cuál será la respuesta del liderazgo de los grandes empresarios ante el agravamiento de la crisis de la dictadura? ¿Siguen apostando a las soluciones externas, o están dispuestos a asumir el riesgo de que el sector privado se convierta en un actor democrático, no partidario, para presionar al régimen a negociar una reforma política --con o sin Ortega-Murillo--, que desemboque en la reforma electoral?
El sector más beligerante de la protesta cívica demanda el apoyo del empresariado a un paro nacional, como medida de presión de último recurso. En realidad, existe un amplio abanico de posibles acciones para ejercer más presión cívica desde el sector empresarial. En una economía de mercado como la nicaragüense dominada por el sector privado, cualquier decisión del liderazgo empresarial de poner un límite terminante a la dictadura, tendrá una incidencia directa, ya no en la pareja dictatorial, pero sí en la alta burocracia económica del Gobierno, en el alto mando del Ejército, en los magistrados de los poderes del Estado, y en los empresarios sandinistas. La encrucijada de los empresarios es callar y someterse, o adoptar riesgos para contribuir al cambio político, entendiendo que después de abril también ha caducado la forma tradicional de hacer política de las élites económicas. Con la emergencia de una nueva mayoría política ya no es posible, como antes, escoger de dedo candidatos presidenciales o partidos políticos para trazar el destino del país; la alternativa de apoyar una coalición nacional implicaría respaldar un programa de reformas y métodos transparentes de selección de liderazgos, cuyos resultados no pueden ser predeterminados, sino que están sujetos a la regla democrática de la incertidumbre. Esa es la esencia del nuevo orden democrático que pugna por nacer, mientras el viejo orden de la dictadura, el hombre fuerte y las "misas negras", aún se resiste a morir.
4. La presión externa: sanciones, verificación y reconstrucción
Veinte meses después del estallido de abril, el logro más rotundo de la protesta cívica es haber derrotado la estrategia de la dictadura que intentaba encauzar la crisis política hacia un conflicto militar. Fracasó Ortega en todos los foros internacionales con su narrativa del supuesto golpe de Estado, para justificar la represión y la matanza, y tampoco pudo imponer la opción militar a la oposición Azul y Blanco. A pesar del dolor y la impotencia provocada por la represión, la matanza, y la cárcel; a pesar de la desesperación nacida de la persecución, el exilio y el estado de sitio policial; la oposición nunca ha concebido la vía militar como una opción y se mantiene firme en que la única salida para desmantelar la dictadura en esta crisis nacional, es política y democrática. Una salida que pasa por una negociación --con o sin Ortega-Murillo-- cuyas premisas son la liberación de los presos, la suspensión del estado policial y el restablecimiento de las libertades democráticas, para acordar las reformas políticas, incluida la reforma electoral, que permitan ir a elecciones anticipadas, libres y competitivas.
La presión internacional y las sanciones de Estados Unidos, la OEA, y la Unión Europea enfocadas en la doble crisis de democracia y derechos humanos provocada por la dictadura, juegan un papel imprescindible para aislar y debilitar la capacidad económica del régimen para reprimir. Adicionalmente, deberían orientarse hacia la verificación de los acuerdos incumplidos --desarme de paramilitares, retorno de CIDH, y restablecimiento de libertades democráticas--, así como a garantizar que se cumplan los nuevos acuerdos aún pendientes de negociar sobre reforma política y electoral, y sentar las bases para una asistencia internacional extraordinaria, que será necesaria para la reconstrucción.
La transición democrática en la Nicaragua pos-Ortega empieza con reformas que permitan realizar elecciones libres para desalojar del poder al régimen Ortega-Murillo, pero para gobernar en paz un nuevo gobierno democrático requerirá desmantelar las estructuras de la dictadura, empezando por el desarme de los paramilitares y la creación de una nueva Policía Nacional, así como las reformas a la Fiscalía, la Corte Suprema de Justicia, el Ejército, y la Contraloría. La envergadura de estas reformas, mientras un nuevo Estado democrático está aún en construcción, requerirá un proceso de asistencia internacional extraordinaria, en el que participe la Organización de Naciones Unidas, la Unión Europea, y la Organización de Estados Americanos, no solamente para apoyar en la reforma electoral, sino para asegurar la estabilidad en la transición y durante la reconstrucción. Para emprender estos y otros cambios, cobijados bajo una reforma constitucional, el nuevo gobierno democrático requerirá el apoyo de una Comisión de la Verdad y una entidad supranacional de investigación, para sentar las bases de la estabilidad con justicia sin impunidad, ante la corrupción y los crímenes de lesa humanidad.
En consecuencia, la comunidad internacional debería poner en su agenda no solo las reformas electorales que conduzcan a la sustitución de la dictadura en el poder, sino un compromiso de mediano plazo con la reconstrucción nacional pos-Ortega, para desmantelar las estructuras dictatoriales.
5. La dignificación de los servidores públicos y la crisis del FSLN
Junto al monopolio de la fuerza y el control de las finanzas públicas, otro de los pilares de la dictadura Ortega-Murillo ha sido el dominio político que ejerce sobre más de 120 000 empleados públicos, civiles y militares, sometidos al sistema Estado-Partido-Familia. Los servidores públicos están controlados por el partido FSLN que sustituyó la ley de Servicio Civil y Carrera Administrativa por la obediencia partidaria.
Sin embargo, durante la insurrección cívica de abril, centenares de médicos, trabajadores de la salud, maestros, profesores universitarios, policías, y técnicos del Estado, fueron despedidos porque se negaron a cumplir órdenes políticas de la maquinaria represiva. Los testimonios recientes de presos políticos excarcelados y sus familiares confirman la presencia de esbirros y torturadores en las cárceles, así como de policías fanatizados en el culto a la personalidad de Ortega, y de paramilitares incrustados en las instituciones del Estado; pero también revelan la existencia de policías y cutodios que se limitan a cumplir órdenes sin reprimir, y de empleados públicos que, con cautela y discreción, brindan una valiosa contribución a la resistencia cívica.
Si el electorado que apoya ciegamente a Ortega y el FSLN, ya sea por convicción ideológica, tradición política, o intereses económicos, se estima en un 20%, entre los empleados del sector público, civiles y militares, el porcentaje de militancia en el FSLN posiblemente es similar o ligeramente mayor. Pero la gran mayoría de los servidores públicos, como los ciudadanos, no son necesariamente partidarios de Ortega y el FSLN, aunque tampoco pueden profesar otra filiación o simpatía política; su vínculo primordial es con un Estado en el que la estabilidad laboral no depende de la meritocracia, sino en contactos políticos y familiares.
Obligados a rotondear y a participar en marchas partidarias bajo control de lista, la mayoria de los empleados públicos mantienen sus puestos de trabajo para garantizar el sustento económico familiar y algunos, incluso, se consideran rehenes de la dictadura. A contrapelo del control partidario, en el sector público existen formas de resistencia cívica que van desde la solidaridad con sus familiares, que son víctimas de la represión, hasta las denuncias de corrupción pública y violaciones a los derechos humanos, que son filtradas a la prensa por servidores públicos. La formación de una coalición nacional opositora debería conllevar una propuesta y estrategia nacional para la dignificación de los servidores públicos, civiles y militares, que le ofrezca estabilidad a todos los que están al margen de la represión y la corrupción. Hay que seguir derrotando el discurso de odio polarizante de Ortega-Murillo, desde afuera y adentro del Estado, iniciando la separación del Estado-Partido-Familia.
En la agonía política del régimen, también el Frente Sandinista se está hundiendo con la familia gobernante, igual que el Partido Liberal Nacionalista naufragó con Anastasio Somoza Debayle cuando fue derrocado por la revolución en 1979. El futuro político del FSLN depende ahora de la capacidad de sus cuadros civiles y militares, si están ajenos a la represión y la corrupción, de encarar la matanza que otros perpetraron en nombre del sandinismo, y contribuir al establecimiento de la verdad y la justicia. Si el FSLN pretende jugar algún rol en la transición democrática que inevitablemente se abrirá en Nicaragua, sin dictadura, debería verse en el espejo del Movimiento al Socialismo (MAS) de Bolivia, que participará en las próximas elecciones presidenciales del tres de mayo, mientras el ex presidente Evo Morales, en el exilio, se encuentra inhabilitado para ser candidato. Antes de que sea demasiado tarde, el FSLN tendría que romper con el control político de la familia Ortega-Murillo, lo cual a estas alturas de la crisis resulta poco probable en un régimen que nunca tuvo ni tiene un plan de sucesión.
En 2020 vienen tiempos duros, de crisis e incertidumbre en torno al desenlace de la crisis de la dictadura, pero, indefectiblemente, serán días mejores, tiempos de esperanza para un pueblo sufrido que, como ha proclamado el obispo de Matagalpa ,Rolando Alvarez: "al perder el miedo, ya empezó el cambio", que ahora resulta irreversible.