26 de abril 2016
I. La tragedia de Avonte
A Avonte Oquendo le gustaba correr. Tenía 14 años y un par de piernas largas, que parecían no acabarse. Un video de él, emprendiendo carrera por los pasillos de su escuela en Long Island, Estados Unidos, se hizo famoso no porque fuese un muchacho extraordinariamente veloz, sino porque es la última vez que lo verían vivo.
Oquendo tenía autismo, un trastorno del desarrollo cerebral que le impedía interactuar socialmente y comunicarse apropiadamente: evitaba el contacto visual y solo balbuceaba un par de palabras. También repetía acciones obsesivamente. Correr era su favorita.
El 4 de octubre de 2013 Avonte corrió sin detenerse. Salió de la escuela y estuvo desaparecido por meses. “Él no sabe decir ´ayúdenme´. Él no sabe decir ´estoy perdido´”, lamentaba su madre en los noticieros. La policía lo buscó. Su familia lo buscó. Nada.
Una tarde de enero de 2014 se hallaron un par de huesos flotando en East River. Eran los de Avonte Oquendo. El caso nunca se esclareció. Se dijo que Avonte cayó al río y se ahogó. Su madre demandó a la ciudad. Ella había advertido al colegio que él necesitaba supervisión especial y no la escucharon.
El drama de este adolescente neoyorquino no es ajeno a Nicaragua. Aquí, cada vez más niñas y niños nacen con autismo. A finales de los años 90, el neurólogo pediatra, Pablo Emilio Navarrete diagnosticaba, en promedio, un caso nuevo cada dos meses. Ahora Barreto, ya sea en su consultorio privado o en el Hospital Infantil Manuel de Jesús Rivera “La Mascota”, ve un caso nuevo casi diario. “Esto va en ascenso”, advierte.
Quienes saben qué es el autismo, tal vez lo conozcan como autismo a secas, pero el autismo clásico o puro hoy es parte del Trastorno del Espectro Autista (TEA), que recoge otros cuatro trastornos relacionados, entre ellos el Síndrome de Asperger.
Los hay leves y severos. También enraizados en el punto medio. La intensidad con la que aparecen es lo que los separa. Por eso se utiliza el término “espectro” porque “se refiere a la amplia gama de síntomas, habilidades y niveles de deterioro o discapacidad que pueden tener los niños con el TEA”, reza una guía del Instituto Nacional de Salud Mental, de Estados Unidos. Usualmente, los síntomas o señales surgen entre los dos y tres años.
II. El día que Alondra volvió a decir “mamá”
En la vida de Anielka Tórrez, nicaragüense de 30 años y madre de una niña con autismo, hay un día particularmente feliz: el 19 de enero de 2016. El día que Alondra, su hija de seis años, volvió a decirle mamá. “Fue el mamá más lindo que escuché porque me tomó casi tres años volverla a escuchar”, cuenta.
Esa noche no quería dormir. Temía despertarse y descubrir que la niña estaba de nuevo sumida en el silencio.
Alondra, –tutú rosa y pelo negro–, es una niña con autismo clásico. Hasta hace unos meses merodeaba en su casa como un pequeño fantasma, recuerda su mamá. Esquivaba miradas, no quería comer, ni se comunicaba. Podía quedarse en una misma posición durante horas. De pie. Acostada. O meciéndose en el balancín de su cuerpo. “Se mecía y se mecía viendo algún objeto que le gustara o chupándose el dedo, con una sabanita”, cuenta su mamá.
Todo empezó cuando tenía un año y medio. Hasta entonces Alondra tenía el típico desarrollo de un niño de su edad. Uno que según la Academia Americana de Pediatría, para su primer cumpleaños dice una o dos palabras, responde al escuchar su nombre y comunica “con palabras, gestos o expresiones faciales” cuando algo le gusta o le disgusta.
Ella lo hacía y de repente no lo hizo más. En lugar de avanzar, retrocedía. De doctor en doctor llegó el diagnóstico: Alondra tenía autismo.
El autismo se mencionó por primera vez en el ámbito médico en 1943. 73 años después la ciencia aún no da con las causas del trastorno del espectro autista (como se le conoce actualmente). Se habla de genes averiados y de la influencia del ambiente, pero nada concreto. Lo que sí se sabe es que no hay cura. Se nace y se muere con él. En países como Estados Unidos se estima que uno de cada 42 niños y una de cada 189 niñas son diagnosticados con este trastorno. Para su atención, en ese país, una familia puede gastar, en promedio, unos 60 mil dólares anuales. En Nicaragua no existen estadísticas oficiales ni de casos, ni de costos.
Antes de cumplir los tres años, a Alondra la matricularon en preescolar. En primer nivel aprendió a escribir, decir las vocales y contar hasta cinco. “La maestra le tuvo mucha paciencia. Fueron logros sorprendentes”, agradece Anielka. Con el cambio de nivel y una nueva profesora volvió a retroceder.
III. Elías pellizca cuando está contento
Hace unos meses, Alondra empezó a ir a clases de Psicoballet en el Centro Años Mágicos, en Monseñor Lezcano. Ella y su mamá, lunes, miércoles y viernes, cruzan Managua para llegar a las sesiones. El arte, y las terapias le han ayudado a compartir tiempo y espacio con otros niños con autismo, entre ellos, Dylan, de seis años.
En las piñatas, él estaba en el rincón. No socializaba. Se aislaba. Ir a lugares públicos era una tortura para él. Lloraba. Lloraba. “Yo me desesperaba porque decía ¿qué hago? porque uno como madre no sabe qué hacer”, asegura Teresa Sánchez, mamá de Dylan.
A la clase también llega Elías, de siete años. Él nació con Síndrome de Williams, un trastorno genético poco común. Hace un año también le diagnosticaron autismo.
Si todos bailan, Elías se desploma en el piso y se rehúsa a levantarse. Si todos se acuestan, él se mueve inquieto por el salón. Aletea con sus manos, se tapa los oídos. Cuando llegó a Psicoballet no hablaba. Emitía sonidos, gritos, pero no palabras. Hoy dice mamá, pacha… Él, Dylan y Alondra, después de meses de terapia, permiten que personas que no son sus madres les tomen las manos, los dirijan y les den instrucciones. Algo que antes parecía imposible. La vida en grupo ya no les es insoportable.
El centro es un espacio de aceptación total, asegura su directora Patricia López. Aquí se sabe que si ellos gritan, lloran o pellizcan, no es por malacrianza o berrinche, sino porque “es su forma de expresión, tal vez ellos nos están diciendo, no me gusta, no me toques, o sí me gusta”, explica López.
Elías pellizca cuando está contento. Puede morder si se siente agredido. “Debido al autismo él no puede controlar sus emociones todavía. Si está alegre él se arrima a uno y lo pellizca, obviamente muchas personas no entienden esto, porque hay que estar metidos en esto del autismo para entenderlo”, afirma su mamá, Mara Somarriba.
Gritarles, encerrarlos, pegarles o tratar de corregirlos de forma brusca o con violencia es inútil. “No funciona para nada porque lo que hace es incrementar las conductas complicadas, las conductas negativas, lo que tenemos que utilizar es un lenguaje que puede ser un lenguaje de señas, un lenguaje con pictogramas”, asevera López.
IV. La genialidad de Henry con los números
En las últimas décadas, el trastorno del espectro autista ha saltado de los libros de medicina a la cultura popular. En el cine o en tele se presentan a personajes brillantes con escasas habilidades sociales. Desde Dustin Hoffman en “Rain Man” (1988), hasta Sheldon Cooper en “The Big Bang Theory”, la exitosa serie sobre un grupo disfuncional de científicos en Pasadena, California.
A Cooper, un enjuto físico teórico, es común escucharlo soltar su famosa línea: “estás en mi lugar”. Solo él puede sentarse en el último cojín de un sofá café. Lo que pareciera intransigencia de su parte es en realidad una incapacidad para lidiar con los cambios en su rutina. Se abruma. No sabe interpretar el sarcasmo, ni los chistes. Tiene comportamientos repetitivos y serios problemas para socializar y con el contacto físico, como le sucede, en menor o mayor medida, a alguien que padece un trastorno del espectro autista.
En Nicaragua también hay jóvenes con autismo. Henry Sidar Cisneros, de 25 años, es uno de ellos.
Él es brillante para los números, pero no para el lenguaje. Sin que nadie le sople y a puro cálculo, precisa qué día exacto cayó o caerá cualquier fecha que se le pregunte. Por eso en su casa no hay calendarios.
Henry es fanático de Mario Bros. En su cuarto hay posters, figuras, pinturas –que él ha hecho– y sábanas del italiano bigotón del overol. Es capaz de ganar sin esfuerzo varias partidas seguidas en ese videojuego.
En el 2012 se bachilleró con excelencia académica. Es autodidacta y diestro en computación y diseño gráfico. El autismo le afecta el habla, pero no su habilidad para socializar: Baila folclore, ha modelado, toca piano, tiene Facebook, canta en inglés.
Él quisiera seguir estudiando. Trabajar. “No lo tengo haciendo nada porque no hay una universidad que me diga mire aquí su hijo va a estar, va a salir adelante, le vamos a poner atención, le vamos a ayudar”, lamenta Darling Cisneros, su mamá.
Ella le ha enseñado a ser independiente. En medio de una rutina ha aprendido a ayudarla con los quehaceres, “porque no vamos a estar siempre nosotros”, enfatiza Cisneros.
V. Madres que deben renunciar a su vida profesional
Los días en los que no va a Psicoballet, Alondra recibe clases en su casa. En un cuarto se multiplican las cajas de cartón que su mamá ha forrado con papel craft. Rayadas, de colores, sobre la cama, bajo la mesa. Ahí se guardan los materiales didácticos y caseros con los que Alondra ha aprendido a hablar, a escuchar, a obedecer. Desde bolitas multicolores que debe agarrar con una pinza y llevarlas de una caja a otra para ejercitar los dedos, hasta tablas con los números del 1 al 20 y tarjetas con las fotos de ella, su familia, un celular o un pichel de fresco.
Tiene un espacio de trabajo libre de distracciones: Un escritorio, una silla, una regleta con imágenes que indican la rutina de la sesión (trabajo solo, descanso, trabajo con su mamá, ir al baño) y una caja donde debe ir guardando los ejercicios completados.
Así Anielka Tórrez ha logrado, entre otras cosas, que Alondra mire una fotografía suya y se reconozca. Que responda cuando digan su nombre. Que le diga “yo quiero el celular”.
Muchas de las madres de niños o jóvenes con trastornos del espectro autista, han dejado su vida profesional para dedicarse completamente a sus hijos. Otras encomiendan su cuidado a miembros de la familia o a profesionales. Y están aquellas que se convierten en terapeutas.
“Yo tengo mi carrera, diseño de productos, pero no la puedo ejercer porque estuve un tiempo trabajando pero siempre, mirá, el niño se metió esto a la boca, el niño bebió pastillas, ese estar llamando, yo no estaba bien en mi trabajo, yo me sentía estresada, entonces llegamos a un acuerdo de que mi tiempo va a ser para él, porque obviamente nadie lo va a cuidar como su mama”, confiesa Mara Somarriba, madre de Elías.
Anielka Tórrez quisiera ser eterna. “No me imagino a la niña sola, para que alguien la pueda cuidar la tiene que conocer muy bien, sobre todo la tienen que amar porque esto se hace por amor”, reconoce. Ellos absorben tiempo, voluntad y dinero. Su presencia, basada en las rutinas, estructuras y gustos muy particulares, modifica toda la dinámica familiar.
Anielka ha aprendido a esperar y a deshacer los planes que tenía para su hija y a construir otros nuevos. Una nueva palabra, un número más, otro rompecabezas, cada paso cuenta para llegar a la independencia. Para expresar lo que sienten. Esa es la mejor parte. Un mamá. Una mirada. Un abrazo. “Cuando ella a mí me abraza y me ve pues digo yo, lo estamos logrando”.