8 de mayo 2018
Ricardo Sanarrusia corría por las calles de Niquinohomo levantando unas hojas de papel como si fueran la antorcha olímpica. O la copa dorada de un Mundial de Fútbol. El hombre, delgado pero sólido, con el rostro cubierto por la bandera azul y blanco, gritaba “¡ganamos! ¡ganamos!”, ante el desconcierto de los vecinos de este pueblo acostumbrado por años al letargo. Los rostros asomaban tímidamente por las puertas y ventanas, hasta hace unas horas cerradas como claustro, para saber qué había ganado Sanarrusia. “¿Qué pasó?”, le gritó una mujer de rostro redondo y moreno, con la cabellera alborotada, como recién despertada de una siesta. “¡Gaaanaaamooos!”, le respondió el hombre sacudiendo en el aire los tres folios que atesoraban su triunfo.
Una hora antes Niquinohomo era un municipio fantasmal. Desde la entrada de este pueblo mítico, cuna del general Augusto Sandino, se levantaban barricadas para impedir el paso de las tropas antidisturbios de la Policía y la Juventud Sandinista, eufemismo con el que el Gobierno nombró a sus fuerzas de choque entrenadas para dar garrote a todo asomo de rebeldía. Las casas, ya se dijo, estaban cerradas a cal y canto, así como los pocos comercios de la localidad. En las calles solo se veía a jóvenes con pasamontañas, algún borrachín zigzagueando y uno que otro vecino desorientado bajo el bochorno del mediodía. Al pie de la estatua de Sandino, adorado símbolo de la localidad, se mantenía en vigilancia un grupo de vecinos, alerta ante cualquier amenaza o contraataque del oficialismo.
Sanarrusia se plantó jadeante ante el pedestal del guerrillero y, tratando de recuperar el aliento, leyó a los vecinos lo que era el motivo de su felicidad. Los tres folios fotocopiados de un original garabateado a mano y firmado por la alcaldesa de la localidad, Martha Pérez, y un comisionado de la Policía de Masaya, Absalón Sevilla, establecen que las autoridades se comprometen a cesar la represión contra los vecinos y a respetar la libertad de expresión de los manifestantes, a cambio de que estos lo hicieran de forma pacífica y, lo más importante, que este monumento del heroico guerrillero se mantendría pintado de azul y blanco, con la prohibición expresa de que no se le podría colocar ni una pañoleta rojinegra ni símbolo alguno que recordara al Frente Sandinista. Un pandemónium se desató entonces a los pies de Sandino, con saltos, gritos, silbidos y algún mortero detonado como desahogo tras casi 24 horas de tensión. “Sandino nos enseñó a luchar por la libertad”, me dijo un Sanarrusia aún agitado. “Sandino luchó contra una dictadura, contra la opresión. Esos ideales que tenía Sandino son los que hacen al verdadero sandinista. Uno no es sandinista por seguir a una cúpula. Nosotros, como niquinohomeños, seguimos los mismos ideales de Sandino: luchar por la libertad, luchar contra un régimen opresor”, agregó el hombre.
Un domingo de represión
Unas horas antes, sin embargo, los habitantes de este pueblo, furiosos e indignados, estaban dispuestos a mantenerse en pie de guerra. Ellos habían sido invitados el domingo por sus vecinos de Monimbó, barrio bravo de Masaya, a marchar junto a habitantes de Catarina y otras localidades de estos hermosos parajes de artesanos y ebanistas, para manifestarse contra el régimen del caudillo Daniel Ortega. Las caravanas avanzaban en un galimatías de bocinas, gritos, música contestaría y trompetas o vuvuzelas, hasta que la Juventud Sandinista y simpatizantes de Ortega –desde el discurso oficial “llenos de amor”– agredieron a los manifestantes, en lo que es ya la estrategia del Frente: provocar para desatar un conflicto. Los vecinos se replegaron, pero mantuvieron su intención de continuar con su marcha, hasta que llegaron oficiales antidisturbios que lanzaron bombas de gas y dispararon perdigones. Hubo entonces duros enfrentamientos en la Rotonda de Catarina, donde los vecinos, organizados, improvisaron un puesto de atención médica. Los manifestantes aseguran que la refriega dejó al menos cuarenta heridos. En Niquinohomo, aprovechando que los vigilantes del monumento a Sandino habían bajado la guardia, los simpatizantes del Frente Sandinista le amarraron un pañuelo rojinegro al héroe nacional. La afrenta fue demasiado para quienes exigen que su general –que pareciera dirigirlos desde el pedestal de concreto– esté vestido de azul y blanco, bandera nacional. Entonces el enfrentamiento arreció en el poblado, dejando decenas de heridos, la expulsión de los simpatizantes de Ortega de la plaza, barricadas levantadas en todo el pueblo, el pañuelo rojinegro arrancado del cuello de Sandino y una hermosa bandera azul y blanco, nuevamente, engalanando al héroe de Las Segovias.
La negociación del acuerdo
Al amanecer del lunes, Niquinohomo era un municipio fantasmal, pero con los vecinos alerta. Bajo la estatua, eran treinta con él. A la espera para dar la batalla. Hasta el poblado se acercó Edwin Román, sacerdote alto y de huesos largos, un poco encorvado y con un rostro que revela que en su juventud tuvo que haber sido un muchacho apuesto. Aunque él no es párroco de Niquinohomo –sus misas las dirige en la Parroquia de San Miguel, en Masaya– exigió reunirse con las autoridades para negociar un compromiso de protección a los manifestantes y poner fin a la tensión. Román me contó que la alcaldesa Pérez y el comisionado Sevilla le propusieron una encerrona en un conocido restaurante del poblado, cuyo propietario aparentemente es un ferviente seguidor del comandante Ortega. Él se negó y citó a los negociadores en su casa, porque hay que decir que este sacerdote es originario de Niquinohomo, niquinohomeño de pura cepa, tanto así que, me dijo, su segundo apellido es Calderón y él, entregado al amor de otro revolucionario, Cristo, tiene como tío abuelo al combatiente mundano de Las Segovias. Lo entrevisté en la sede de la Alcaldía municipal, cuando él permitió a CONFIDENCIAL entrar a cubrir la firma del acuerdo que les había arrancado a Pérez y Sevilla. “Me ha dolido mucho esta situación. No queremos que se derrame una gota más de sangre y me he puesto como mediador en este diálogo…”, dijo Román, quien tuvo que interrumpir sus declaraciones porque la alcaldesa, mientras él hablaba, se escabullía de la sala.
–“¿Por qué se corre, por qué se corre?”–, la siguió el sacerdote. Pérez se detuvo en seco y tuvo que escuchar el regaño del cura. “Ustedes han atemorizado al pueblo de Nicaragua, la población es mártir de este Gobierno”, le espetó. El acuerdo una hora antes negociado parecía romperse, pero fue la determinación de Román Calderón la que hizo que alcaldesa y comisionado, a regañadientes, firmaran los tres folios garabateados. “Se tiene que cumplir el acuerdo, que no entren las turbas, que los manifestantes despejen la calle principal y que se respete el monumento del general Sandino, que no se va a pintar con los colores del orteguismo, porque aquí no hay nada contra el sandinismo, sino contra Ortega”, dijo el sacerdote. La alcaldesa Pérez temblaba. Sabía que este acuerdo firmado con su puño la metería en problemas con las oficinas de El Carmen, desde donde la primera dama y vicepresidenta Rosario Murillo, dirige las alcaldías. Lo que la alcaldesa quizás no advirtió, es que al aceptar el cese a la represión y la separación de lo partidario de los símbolos nacionales, Niquinohomo ha enviado un poderoso mensaje a toda la nación: el principio del fin del Estado-Partido.
Cuando Román salió de la sede municipal con los tres folios firmados, uno de los vecinos alzados contra el régimen, Ricardo Sanarrusia, con el rostro cubierto por la bandera azul y blanco, los besó y corrió por las calles del pueblo alzando el documento como si fuera la antorcha olímpica o la copa dorada de un Mundial de Fútbol. “¡ganamos! ¡ganamos!”, gritaba. Cuando llegó al pedestal del Héroe Nacional, leyó el acuerdo y se desató la alegría. Sandino presenciaba una revolución pacífica contra la dictadura de Daniel Ortega.