18 de abril 2020
Los amaneceres son complicados para Holber Zelaya Gómez desde hace casi dos años, cuando un paramilitar afín al Gobierno de Daniel Ortega descargó en su espalda una escopeta. Su esposa necesita cargarlo para ponerlo en una silla de ruedas, y luego volver a recostarlo para ayudarle con sus necesidades fisiológicas.
De los once balines que se incrustaron en su espalda, uno es el más problemático: el que impactó cerca de su zona rectal y lesionó parte de su espina dorsal. Este campesino, originario de Puerto Príncipe, Nueva Guinea, está inválido. Lleva dos años postrado. El nervio que controla su esfínter no le responde, y los dolores que sufre son gélidos. Ya sea en su cama o en la silla de ruedas, Zelaya Gómez ahora depende de un artilugio médico para poder drenar totalmente sus desperdicios fisiológicos. “Vivo con una sonda”, dice amargamente el hombre de 36 años.
Zelaya Gómez es un tipo alto. Fornido. Hombros anchos y piernas macizas. Apenas cabe en esa vieja silla de ruedas celeste, cuyo cojín se ha roto por su peso. Sus pectorales también son amplios. El emblema de Superman de la camisa que lleva puesta se mira henchido como en Clark Kent. Pero el cuerpo fibroso del campesino se va marchitando cada día debido a la postración. “Estoy desgraciado… hecho paste”, lamenta.
Los heridos de abril no se han contado
Este campesino es parte de una estadística no precisada en Nicaragua tras la masacre de abril de 2018: el de los lisiados de por vida por la violencia Ortega-Murillo. En su mayoría jóvenes que, sin haber asistido a una guerra, quedaron con lesiones iguales o peores a las que provoca un campo de batalla convencional. La diferencia es que estos muchachos salieron a protestar pacíficamente contra el régimen sandinista y acabaron presas del fusil policial y paramilitar.
Uno de los primeros lisiados de abril fue el estudiante de Zootécnica de la Universidad Agraria de Managua (UNA), Roberto Rizo. El joven perdió su ojo izquierdo el 19 de abril, producto de un perdigón disparado por un policía de las fuerzas especiales. Como él, al menos nueve jóvenes perdieron sus ojos.
Hay otros jóvenes que sobrevivieron a los disparos precisos que recibieron en sus cráneos, como Enoc López. Su tomografía muestra al menos tres proyectiles en su cráneo. Le retiraron uno en el Hospital Antonio Lenín Fonseca, de Managua, y ahora vive con inmovilidad parcial, lesiones pulmonares y hasta con problemas intestinales.
Juan Bosco Rivas también recibió en la ciudad de Masaya otro disparo letal en su rostro. Se salvó de milagro, pero vive con la zozobra de que la bala alojada a milímetros de su agujero magno pueda moverse y causar alguna parálisis. Es irónico porque a Rivas le fascinaba boxear. También el universitario Bryan López Méndez recibió un disparo que atravesó sus intestinos y lidia con una colonoscopia.
“Fueron miles de heridos durante la represión y fue muy difícil documentar todos los casos. Pero con el tiempo vamos conociendo… como un muchacho de Matagalpa, que recibió un disparo en la boca y estuvo a punto de morir. En la actualidad, él vive con secuelas aquí en Costa Rica como exiliado”, dijo el defensor de derechos humanos Gonzalo Carrión. Casos similares al del campesino Zelaya Gómez, que habían sido mantenidos en secreto por temor a represalias, pero que a dos años de la Rebelión de Abril afloran públicamente, debido a las dificultades económicas que enfrentan las víctimas.
Herido en el tranque de Lóvago
Antes de sumarse a las protestas contra el régimen Ortega-Murillo en abril de 2018, Zelaya Gómez era jornalero. Trabajaba “volando machete” en las fincas productoras de ese municipio de Nicaragua. Vivía de la tierra. Así que cuando escuchó que en nombre de un supuesto canal interoceánico los campesinos iban a ser despojados de sus propiedades, se sumó al movimiento contra el proyecto del chino Wang Jing y Daniel Ortega. Por eso no le costó sumarse a la Rebelión de Abril. Estaba organizado en un frente opositor.
Zelaya Gómez dejó a su familia en Puerto Príncipe y se integró al tranque campesino de San Pedro de Lóvago, en el norte del país. El tranque de Lóvago fue uno de los más fieros resistiendo a los embates policiales y paramilitares, que intentaron derribarlo por más de un mes. Organismos de derechos humanos catalogaron lo sucedido el 14 de julio en Lóvago como una masacre. El ataque conjunto de las fuerzas del Gobierno ganó la tercia, y centenares de campesinos huyeron en desbandadas por las montañas para resguardarse. La verdadera dimensión de ese ataque no se supo de inmediato, debido a que casi una treintena de campesinos estuvieron desaparecidos por semanas. Sin embargo, Zelaya Gómez no resultó herido en este ataque.
Él cayó un mes atrás, el 12 de junio, cuando los paramilitares sandinistas irrumpieron con armas de alto calibre en aquellas barricadas. Aunque esa vez no pudieron desarticular la resistencia campesina, sí causaron daño. Zelaya Sandino recuerda que se subió a un cerro para hacer frente a los paramilitares, pero no se percató que alguien lo perseguía. Cayó de inmediato y ni siquiera sintió los impactos. El dolor lo experimentó cuando volvió en sí, horas después que otros campesinos lo llevaron a una finca para dar auxilio.
Zelaya Gómez no pudo ser trasladado a un hospital debido a que el tranque de Lóvago estaba rodeado por policías y paramilitares. Fue atendido por un enfermero, pero la falta de insumos médicos provocó que uno de los balines gangrenara una parte de su piel cercana a su trasero. Cuando el tranque de Lóvago fue quebrado en julio, muchos campesinos que acompañaban a Zelaya Gómez huyeron hacia Costa Rica. Él quedó en la finca y otras personas con sus familiares lo auxiliaron y estabilizaron. Lograron controlar la llaga con ayuda de otros médicos. Como tenían miedo de trasladarlo a un hospital, fue hasta diciembre de 2018 que decidieron llevarlo a Managua para operarlo y extraerle el proyectil problemático.
Con ayuda de nicaragüenses en el exterior, Zelaya Gómez logró recoger 2000 dólares para costear su operación en el Hospital Salud Integral. Los médicos le dijeron que era posible recuperar la movilidad, pero solo si se sometía a fisioterapia. Pero sin poder trabajar y sin ayuda económica, prefirió que el poco dinero que pudiese conseguir se destine a la manutención de sus tres hijos de 6, 7 y 15 años, respectivamente.
Han pasado dos años desde la Rebelión de Abril. Es una fecha que parece lejana. Este campesino ha sentido el tiempo eterno y está claro que el interés de las personas de ayudar (“a desgraciados como yo”, dice) ha menguado.
“Sufro dolores de estómagos porque no defeco a la hora que quiero. No afloja. No siento. Es por la sonda”, asegura Zelaya Gómez. “A veces me duele el cerebro de pensar tanto en esta desgracia. Estoy inválido para toda la vida”, agrega el hombre, y pide desde su postración ayuda, porque dice que el Gobierno de Ortega no lo ayudará por “haberse sumado a la lucha cívica”.
“Yo no le digo nada al Gobierno. No ayuda a las personas que ellos consideran buenos, menos a mí que anduve en los tranques. La verdad —dice el campesino— lo que yo quiero ahora es morir tranquilo”.