12 de agosto 2017
La oficina de Gonzalo está dentro de una estructura de metal. Día de por medio llega a las siete de la mañana y se sienta sobre dos sillas de plástico, cuelga su mochila en un gancho que está cerca de una enorme caja que contiene muchos circuitos eléctricos y desayuna un pan con fresco.
Lo observo desde el otro lado de la carretera. Me acerco, tal y como lo he hecho desde hace tres días. Nos saludamos y con el vaso de fresco en la mano comienza a explicarme qué pasaría si algún ladrón sustrae algo de su oficina.
–Yo no puedo descuidarme. Si se roban un breaker me lo cobran, si se llevan una bujía la tengo que pagar– dice Gonzalo mientras me muestra los circuitos y me explica lo poco que sabe sobre la estructura metálica de luces amarillas que cuida durante un turno de 24 horas.
– ¿Cuál es el horario de encendido y apagado? – le pregunto.
–Lo enciendo a las cinco de la tarde y lo apago a las diez de la noche. Solo en fechas especiales, como Navidad o el día de la revolución, es que pasa conectados más tiempo– continúa narrando el hombre de unos 35 años de edad.
Gonzalo trabaja para El Goliat, una empresa de seguridad vinculada al Frente Sandinista, y que presta servicios al Gobierno para cuidar armazones de metal en forma de árboles que tienen cientos de bujías de color amarillo, azul, verdes, rojas, blancas; y que adornan las principales avenidas de la capital y de algunos departamentos. Un capricho de la vicepresidenta Rosario Murillo, dice este guardián.
Cada una de estas estructuras metálicas mide aproximadamente 14 metros de alto y 6 de ancho. Todas las bujías están conectadas entre sí por medio de un complejo alambrado. Expertos consultados por Confidencial explicaron que cada “Árbol de la Vida”, nombrados así por Murillo, tiene un costo de 20 mil dólares.
Llueva, truene o haga un calor infernal, Gonzalo debe vigilar que ninguna persona se acerque al árbol de metal. “No vaya ser y otro loco se sube y se quiera tirar”, afirma el guarda de seguridad, haciendo referencia al hombre que intentó lanzarse desde una estructura ubicada en la Avenida Bolívar, el pasado 29 de julio del 2017.
“Yo no me quedo dentro del árbol. A veces me aburro, y me voy a platicar con los muchachos del frente. Cuando está haciendo mucho calor, me cruzo la carretera y me estoy debajo de la sombra de aquel palo”, me cuenta Gonzalo, quien aceptó hablar conmigo, siempre y cuando no revele su nombre, ni la ubicación del “árbol” que cuida, ni su edad, ni su apariencia, pues teme ser despedido por brindar una entrevista a este medio de comunicación.
–¿No le parece irónico cuidar un “árbol” que no aporta oxígeno o sombra a las personas?– le pregunto a Gonzalo.
Tarda unos segundos en contestar. Observa que no haya otra persona alrededor de nosotros. Se muerde los labios y responde: “Pues sí. Pero también cuido de que no se vayan a robar las bujías o los alambres, o los breakers que valen 200 córdobas cada uno”.
Hace otra pausa. Advierte que no ha terminado de contestar mi pregunta. Gonzalo de nuevo mira alrededor, piensa un poco lo que quiere expresar y me dice en voz baja: “Yo creo que es una locura cuidar estos chunches de metal que no dan oxígeno y solo representan un gasto de energía. Pero es trabajo al final, y si me pagaran por cuidar un bloque, pues igual lo haría”.
La plática no se alarga demasiado tiempo. Me advierte que si tardo mucho tiempo conversando con él, algún líder CPC del barrio al que está cercano el “árbol de la vida” que cuida, puede informar a su superior y hasta lo podrían sancionar. “Es que como has venido varias veces”, me avisa.
Antes de retirarme le digo que me responda las últimas preguntas.
–¿Y para usted qué representa este “árbol”? – le cuestiono.
–Trabajo– responde Gonzalo.
–¿Hasta cuándo va a seguir cuidándolo? –
–Cuando me salga otro mejor trabajo. Pero está complicado el asunto- me afirma Gonzalo.
Gonzalo hace una última reflexión. Me confiesa que él cree que todo lo invertido en los árboles de metal es un desperdicio de dinero que solo este Gobierno realiza. “Yo no veo en Costa Rica que pongan esas cosas”, cuestiona el guardián de la estructura.
Cuando le menciono el precio aproximado que tiene cada armazón, se ríe de forma irónica. “Entonces esto vale más de lo que gano yo en un año”, expresa el cuidador del árbol, mientras hace cuentas de la suma de su salario anual. Gonzalo percibe seis mil córdobas al mes.
Enrique: “Los ‘chayopalos’, los palos de metal, mi lugar de trabajo”
Varias gotas de sudor resbalan por la cara de Enrique. Es jueves por la tarde y el calor es sofocante. El ruido ensordecedor de la bocina de los carros que transitan por la carretera, desesperan a cualquier persona, menos a este guarda de seguridad, que ya está acostumbrado a este escenario.
“A veces los buseros pasan pitándote en el oído. No respetan nada estos jodidos. Pero me tengo que aguantar porque este es el trabajo que me puso hacer la empresa para la que trabajo”, menciona el guarda de seguridad.
Enrique Al igual que Gonzalo, no quiere que su nombre figure en estas líneas. “Es que me pueden correr”, me dice. “Y no voy a tener para el arroz y los frijoles”, reafirma.
–¿Cómo le llamas vos a estas estructuras metálicas en forma de árbol?– le pregunto.
–‘Chayopalos’ le dicen algunos. O palos de metal– responde con naturalidad.
Cuando Enrique comenzó a laborar como guarda de seguridad para El Goliat, creía que su puesto de trabajo estaría en una caseta ubicada en el parqueo o la entrada de algún banco o cualquier otra empresa.
“Me dicen que voy a cuidar un árbol y pensé que era algún ceibo que tenía más de cien años y que querían cortar”, cuenta Enrique.
La primera vez que llegó al sitio donde está ubicada la estructura metálica, Enrique buscó ese árbol frondoso y verde que según él iba a cuidar. Pero por más que buscó solo vio un armazón en forma de árbol con muchas luces. Preguntó a su supervisor si eso era lo que iba a resguardar y la respuesta le sorprendió.
“Y cuando veo el ‘Chayopalo’, y me tiro una carcajada, porque yo me esperaba otra cosa”, dice en medio de risas Enrique. “Al inicio era raro estar cuidando esto, pero después me acostumbré”, relata.
La esposa de Enrique no está de acuerdo con que él trabaje en medio de la carretera cuidando un “árbol” de metal. Su preocupación se debe a los dos robos que ha sufrido su esposo en este tiempo que lleva trabajando.
“La primera vez me quedé dormido. Cuando me desperté ya no tenía mi mochila. Me robaron la ropa y mi comida. La segunda vez fue lo mismo, me quedé dormido y no reporté nada porque me podían sancionar, y esas sanciones son caras, 800 córdobas”, relata el guarda de seguridad.
Enrique tiene sentimientos encontrados respecto a los “árboles de la vida”.
“Para mi representan prosperidad, porque me da trabajo. Pero también creo que es brujería. Un día, que no estaba haciendo nada, me puse a ver la forma que tienen las supuestas hojas, y si uno lo ve bien, parecen tres seis, la marca de la bestia”, explica Enrique, un poco temeroso.
El guardián de este árbol desconoce el costo que tiene cada una estructura metálica. De lo que está claro es del gasto que representa en energía eléctrica cada vez que se encienden.
–No creas, yo me pongo a pensar, cuando estoy aburrido, y sé que todo lo que gastan en energía los ‘Chayopalos’ lo pagamos nosotros, de nuestros mismos impuestos sale el dinero– me confiesa Enrique.
Mientras nuestra plática está en el punto más interesante, un oficial observa que estamos conversando. Enrique me pide que actúe como si estuviera pidiendo una dirección, así no sospechan que estamos en medio de una entrevista.
El oficial va a estar en el mismo sitio por varias horas. La plática no podrá desarrollarse con naturalidad. Enrique me cuenta rápidamente que teme que el policía pueda reportar mi presencia con su supervisor.
Con él no hay tiempo de últimas preguntas. Pero si de una última frase.
“Todos los guardas de seguridad que cuidamos los ‘Chayopalos’ lo hacemos por necesidad. Nos parece una locura, y si le preguntas a todos, esto mismo te van a decir. Ojalá hubiera sido un Ceibo el que me hubiesen dado para vigilar”, finaliza.
Vicente: “Esos palos los pusieron para que nosotros los paguemos”
No todos los guardas de seguridad que cuidan las estructuras metálicas tienen las mismas responsabilidades. Los vigilantes que están ubicados en el sector de Carretera a Masaya y Loma de Tiscapa, deben proteger tres armazones.
Los que están situados en el sector de la Carretera Norte, rotondas, y zonas alejadas, solo cuidan una estructura. Vicente ha estado en los dos bandos. Tiene más de tres años dedicado a cuidar “árboles de la vida”. Su familia se preocupa mucho porque a su edad, su fortaleza y capacidad para estar despierto por 24 horas, no es la misma que la de un joven.
“Mi mujer me dice que me cuide, que no esté solo, que no me duerma porque me pueden hacer daño. Yo le digo que todo lo tengo controlado, y no es porque ande armado, porque la empresa solo nos da un bastón, sino porque veo el ‘árbol de lata’ desde un lugar seguro”, me dice el guardián.
Vicente cuenta que cuando empezó a cuidar su primera estructura metálica, se sentaba en unas sillas que cabían perfectamente dentro del “árbol”. Sin embargo, una noche, en otro sector de la capital, un vigilante quedó prensado entre la chatarra y una camioneta.
– ¿Cómo quedó ese hombre? – me cuestiona. – Quedó quebrado y se murió– confiesa con cierta preocupación.
A raíz de ese incidente Vicente sacó la silla y ahora trata de estar el mayor tiempo posible del otro lado de la carretera. “Yo no soy baboso, la empresa no me va a dar nada si me quiebran, y desde aquí cuido bien ese palo de metal”, asegura.
Antes de cuidar la estructura, Vicente trabajaba cuidando una fábrica junto a otros dos compañeros. Asegura que en ese sitio no se aburría porque durante el día les abría la puerta a los clientes y a sus jefes, y en las noches, hacía tertulia con sus otros dos colegas.
–Pero aquí es aburrido. Las 24 horas del día paso aburrido, viendo ese dizque “árbol”. Ese es el trabajo que tengo yo, y si le he dicho que me aburre tantas veces, es porque así es. Pero lo hago por mi estómago, porque si no trabajo no como– reflexiona.
Vicente no entiende por qué Rosario Murillo, vicepresidenta de Nicaragua, nombró las estructuras metálicas “árboles de la vida”.
–Dicen que representa la vida, pero no logro percibir eso. No sé qué es la vida para ellos. Si yo meto un muerto en ese palo no va a revivir– afirma el hombre.
El guardián manifiesta que el “árbol” de metal no es igual a uno natural, pues este último además de brindar sombra, siempre crece y brinda oxígeno. – No entiendo qué quería lograr esta señora construyendo esos “árboles”. Tal vez nos quiere embrujar, si es que acaso ya lo hizo– reflexiona en medio de risas.
–Lo otro es que ni nos ponen una caseta para meternos y protegernos del sol o la lluvia. Si me meto en ese palo me puede caer un rayo, o puede haber un cortocircuito y me puedo “chicharronear” – reclama Vicente.
El guardián dice en tono molesto que la factura de esos árboles no la asume el gobierno, sino que sale de los impuestos que él y las demás personas dejamos como contribuyentes.
–Esos palos los pusieron para que nosotros los paguemos– asegura.