25 de agosto 2019
“Vigorón, enchilada, chancho con yuca”, ofrece la voz cantarina. “¿Va a llevar, mi amor?”, insiste la vendedora. Al otro extremo del parque un hombre recio grita: “¡Chip Claro, Kolbi, Movistaaaaar!”. Por debajo de ese griterío —tan absorta que pareciera no estar en el mismo Parque La Merced, de San José, Costa Rica—, la nicaragüense Marilda Aráuz Zelaya piensa en el cumpleaños de su hijo.
Esta mujer de 27 años viajó desde la provincia de Puntarenas a San José, para asistir a la oficina de Migración. “Me tocaba cita para mi carné de trabajo”, explica Aráuz Zelaya en un tono casi inaudible por el bullicio. La madre viaja con su hijo, el cumpleañero, un pequeño enérgico que empuja su camioneta de juguete sobre el césped. Ella y su amiga acordaron que al terminar la cita migratoria se encontrarían en La Merced, un amplio parque situado sobre la concurrida Avenida 2 de la capital josefina.
“De aquí, de La Merced, nos vamos a ir a la casa de ella. Nos va a dar espacio para dormir hoy”, dice Aráuz Zelaya. Para ella, una exiliada producto de la grave crisis sociopolítica de Nicaragua, La Merced ha sido lugar de obligatorio uso desde que llegó a Costa Rica, en enero pasado. Un sitio de referencia que incluso —para ella y los centenares de nicas que están en La Merced esta tarde de enero— bien podría estar impresa en el carné de refugio como domicilio. Porque cada vez que Aráuz Zelaya viene a San José a realizar trámites, todas las calles conducen a este parque.
“Vigorón, enchilada, chancho con yuca. ¿Va a llevar, mi amor?”, irrumpe de nuevo la voz cantarina. Aráuz Zelaya alza su mirada desangelada, como descubriendo por primera vez el bullicio, y a la vendedora morena de fuertes rasgos chorotegas que está sentada en el redondel del jardín. Son más de las doce del día. La joven madre tiene hambre.
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Las palomas cagan la estatua con desdén. En el pedestal que sostiene la efigie se lee: “Benemérito y Arquitecto del Estado costarricense. Braulio Carrillo Colina”.
En realidad, el Parque La Merced se llama Parque Braulio Carrillo. Pero nadie en San José se refiere a este parque por su nombre real, ni por el hecho de que don Braulio Carrillo fue jefe de Estado dos veces y cimentó la institucionalidad costarricense. Al parque lo llaman a secas “La Merced”… o el “parque de los nicas”.
“La Merced” porque la iglesia Nuestra Señora de la Merced y su única torre neogótica se alza desde el oeste y se impone sobre el parque. El “parque de los nicas” porque desde hace décadas, los nicaragüenses que han migrado a Costa Rica han hecho de este espacio suyo con el vigorón, la enchilada, el chancho con yuca y hasta el nacatamal.
Aunque no hay fecha exacta de cuándo los nicas volvieron este parque su epicentro en el casco de San José, todo indica a que sucedió en 1978. La parroquia decidió que cada siete de diciembre celebraría de forma oficial en Costa Rica la Gritería en honor a la Purísima Concepción de María. Y pocas cosas más nica que la Gritería.
Miguel Ángel Duarte Rosales tiene más de 30 años de vender en el parque La Merced. Primero sorbetes y en la actualidad raspados. Es tico y dicharachero. Recuerda que los nicas comenzaron a “vender sus productos típicos” en los ochenta, después de una remodelación del parque que no atina a fechar con exactitud.
“Los fines de semana es cuando más se llena. Se reúne la familia nicaragüense tras la semana de trabajo”, relata a CONFIDENCIAL Duarte Rosales, quien presume de conocer los “platillos típicos” ofrecidos por los nicas, como “el rico vigoroncillo”. “Los nicas también vienen porque es céntrico: alrededor están los lugares para enviar dinero como Teledolar y Western Union. También lugares para enviar encomiendas, y después que hacen sus envíos se quedan comiendo su nacatamalito”.
Al frente de la estatua de Braulio Carrillo, cruzando la ancha Avenida 2, está la parada de buses La Carpio. En Costa Rica, solo el barrio La Carpio podría quitarle al parque La Merced su título como símbolo de la nicaraguanidad migrante. El tráfico en las calles que circundan La Merced no cesa. El aire que sopla fuerte a veces desprende de las esquinas del parque olor a orín fétido. En el propio parque hay centenares de personas apostadas, ya sea sentadas en las bancas y en los filos de los muros, o en círculos platicando; como urdiendo un plan, pero en realidad compartiendo dificultades.
También hay hombres tumbados sobre la grama. “Son chicheros”, explica Duarte Rosales. Es decir, borrachos y mendigos que conforman parte de la escena en La Merced. También están los drogadictos, y los enfermeros que salen y entran del Hospital San Juan de Dios con sus asépticos uniformes blancos y celestes, atravesando con premura el parque para tomar el bus. Aunque el parque es seguro durante el día, visitarlo por la noche es poco recomendable. “Hay de todo: venta de drogas y hasta prostitución, pero no son necesariamente nicas”, señala el párroco de La Merced, Fernando Muñoz.
La seguridad es un tema de recurrente preocupación para Duarte Rosales. “Lamentablemente, tanto el Consejo Municipal como la Fuerza Pública han abandonado un poco aquí, y se ha metido mucho la delincuencia”, lamenta el raspadero.
En La Merced hay además mucho rostro campesino, como el de José Antonio Rodríguez, nicaragüense y originario de Río San Juan. El campesino vino al parque a buscar “brete”.
“Los dueños de fincas vienen a buscar peones”, dice Rodríguez esperanzado, mientras apura un bocado de vigorón. “Aquí hay por lo menos recogida de café por el lado de Turrialba”, interviene por su parte su compañero, Pablo, quien llegó hace tres semanas a Costa Rica.
Ambos campesinos aceptan la primera propuesta laboral que llega a La Merced. Otros, como Henry Mayorga, no. Este hombre originario de León llegó hace 24 años al parque, y no acepta un ofrecimiento que no le parezca.
“Llegan personas que se aprovechan de la condición social del nicaragüense, al pagarle bajos ingresos”, apunta Mayorga. “Por esa razón encuentran mano de obra que aquí en Costa Rica no la brindan. Por ejemplo, trabajo pesado de agricultura y ganadería. Se aprovechan de eso para explotar al nicaragüense”, alega alzando la mano con severidad, gesto que le infunde aire de sindicalista.
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Muchas de las vendedoras de platos nicas niegan que son nicas en el parque La Merced. Lo hacen por temor de la “Muni”, la municipalidad de San José que les prohíbe vender comida sin licencia. Es por eso que cada vez que la autoridad ronda el parque, las mujeres de voces cantarinas guardan rápido el producto en bolsos y huyen disimulando su empresa. Pero negar la nacionalidad se ha vuelto recurso constante desde 2018, cuando la primera oleada de exiliados políticos colmó Costa Rica y el parque.
Negar la nacionalidad por el miedo a ser deportado, algo que no es común en Costa Rica. Pero con el arribo de más de 70 000 nicaragüenses desde agosto de 2018 a la fecha, se han acrecentado los temores de muchos que todavía no poseen un carné de refugiado o estatus migratorio.
Miguel Ángel Solís afirma que es tico y no “paisano”, como les dicen a los nicas en Costa Rica. Está sentado sobre una montaña de maletas en el parque La Merced. Su trabajo consiste en cuidar las pertenencias de los exiliados. Dice que no cobra nada, que lo hace por “humanidad”. Aunque razones para cobrar sobran: la cantidad de nicas desamparados en La Merced aumentó de golpe dramáticamente a partir de agosto de 2018.
“Esto es vivir precario. No tienen las necesidades básicas, no tienen el apoyo del Gobierno… absolutamente nada. Vivir en un parque nacional aquí de Costa Rica para ellos es cómo vivir en su casa”, sostiene Solís. “Algunos tienen que hacer sus necesidades detrás de los árboles, otros en otros lugares, entonces yo les cuido la maleta mientras andan en eso”.
Antonio Sánchez trabaja en un call center y lleva cinco años radicado en San José. Visita el parque La Merced a menudo para comerse una enchilada. Esa rutina se le dificultó cuando en agosto el parque estuvo desbordado de exiliados. “Aquí no había espacio ni dónde sentarse para nadie. Muchos nicaragüenses estaban con maleta, gente con niños, hambre… terrible”, rememora.
El párroco de La Merced, Fernando Muñoz, relata que ordenó abrir las puertas del templo neogótico para atender a los exiliados. Instaló adentro hospitales para brindar atención y comenzó a repartir alimentos.
“Fue increíble. Fue una avalancha. Tuvimos que organizarnos muy bien, pero hubo una asociación nicaragüense muy solidaria. Incluso médicos. Nicas bien ubicados en Costa Rica que fueron muy solidarios. Venía gente necesitada de todo… de ropa y comida en especial”, afirma el padre Muñoz.
Los nicas con años de vivir en Costa Rica y de visitar el parque narran con alarma lo que vieron durante esos días. “Era duro, crítico, y prácticamente de mucha miseria, porque las personas venían con sus pies dañados, agobiados, cansados. Con necesidad de ropa, alimentos, comida, etcétera. Todo lo que se necesita para la supervivencia. Y aquí era donde ellos podían llegar, aunque fuesen esas circunstancias tan difíciles”, relata Henry Mayorga.
En esos meses, las expresiones xenófobas aumentaron y se materializaron en el parque debido a la oleada de exiliados políticos. Se registró un enfrentamiento ente tico y nicas, así que la Fuerza Pública tuvo que intervenir y cerrar el parque por unos días. Pese a eso, los exiliados han convertido el parque La Merced en un centro para iniciar marchas políticas y campañas de solidaridad.
Oyendo los rumores de la solidaridad en el parque, Hugo Alvarado llegó en enero de 2019. Se presenta como “tranquero de León”. Salió de Nicaragua debido al acoso policial y paramilitar. Lo acompañan sus hijas y su esposa. Lo más duro que le ha tocado en Costa Rica ha sido “dormir en la calle”.
“Hay veces que aquí en el parque pasan algunas personas de buen corazón y nos regalan al menos 1000 colones. Para comprar una bolsita de arroz”, dice Alvarado. “Hay unos nicaragüenses que tienen más tiempo de estar aquí, que tienen trabajo fijo, y nos ayudan porque saben la situación de uno. Con estos carnés de refugiados no conseguimos ningún trabajo. Primero te dan el carné de refugiado y luego el laboral, pero cuando llegás al trabajo y te piden cédula tica o carné de residencia, y nosotros no tenemos eso”.
La cantidad de exiliados nicas desamparados ya no es abrumadora en el parque La Merced como el año pasado. Muchos han encontrado albergues y techo en distintas partes de San José, y otras provincias. Aunque parece una norma no escrita que los exiliados siempre visitan el parque.
Eduardo Rodríguez acaba de cumplir 13 meses exilado. Hace unas semanas lideró una huelga de hambre en las afueras de la oficina de la Organización de Estados Americanos (OEA), en demanda de asistencia para ellos. Para este joven que se atrincheró en la Universidad Politécnica de Nicaragua (Upoli), lo más duro en San José es saciar el estómago.
“Aquí hay días que comés y otros que no. Algunos compañeros que andan en la calle tienen que salir a buscar comida de la que le vienen a repartir a los indigentes. Estamos pasando duro. Mejor dicho, aquí ya hay algunos que se ven como indigentes”, señala Rodríguez. “Pero nosotros que los conocemos sabemos que no son indigentes. Son personas trabajadoras, nicaragüenses que dejaron el todo por el todo, luchando por la patria, para defenderla del régimen”.
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La amiga de Marilda Aráuz Zelaya no ha llegado. La madre y el niño llevan varias horas de espera y hoy, para sumar más mala suerte, hace un sol que no es habitual en San José: quema. La mujer es realmente tímida. Cuando habla lo hace muy bajito.
Aráuz Zelaya no participó directamente en las protestas contra el Gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Pero su hermano sí. Su casa en Ciudad Sandino comenzó a ser asediada por simpatizantes sandinistas armados. Salió con su hijo, el pequeño cumpleañero que juega sobre la grama del parque La Merced. La madre se instaló primero en San José, adonde consiguió un trabajo de tres días a la semana, ganando “30 rojos”, es decir 30 000 colones (unos 51 dólares al cambio oficial). Con ese mísero sueldo debía pagar techo y comer en una ciudad tan cara como San José.
Decidió mudarse a la provincia de Puntarenas. Si bien el sueldo no ha mejorado mucho, allá es más barata la manutención. “Los primeros días en San José dormí con el niño en la calle… como todos. Muchas veces, pero no todo el tiempo”, relata.
Aráuz Zelaya ha vuelto este martes 20 de agosto a San José. A buscar el permiso laboral. Mientras espera en el parque La Merced a la amiga que la alojará, piensa en el cumpleaños del niño bajo un paraguas que la protege del sol. Aráuz Zelaya se lamenta para sí, porque no puede siquiera comprarle un pastel; o peor todavía: si compra una enchilada de 500 colones (menos de un dólar) para saciar el hambre que siente, el exiguo presupuesto para volver a Puntarenas se desajustará.
La mujer saca de su bolsillo el carné de refugio. Lo muestra con cierto positivismo que es agriado por la falta de empleo. Lo que más quisiera Aráuz Zelaya es volver junto con el cumpleañero a Nicaragua. “Pero si volvemos nos quitan el refugio. Y atentamos a que nos lleguen a hacer daño a la casa. A todos los que estaban en huelga, el Gobierno los estaba llevando presos, y a los familiares los afectaban directamente”, dice.
Aráuz Palacios contenta al niño con mentiras piadosas sobre la celebración de su cumpleaños, cuando él se le acerca por encima del hombro. El pequeño en su inocencia relincha alegre sobre el césped, ignorando las historias de exilio, incertidumbre y hambre que lo rodean. La amiga y la promesa del alojamiento todavía no llegan al parque La Merced. La madre y el hijo no tienen más remedio que esperar en el parque, ese epicentro bullicioso del nica en Costa Rica, adonde las voces cantarinas de las vendedoras repiten a cada tanto: “¡Vigorón, enchilada, chancho con yuca!”.