29 de diciembre 2017
Agne Patricia Álvarez, de 16 años, es madre a tiempo completo de dos niños: Yuleymi Marcela, de cuatro meses, y Edier Antonio, de casi tres años. Cuando Agne tenía doce fue víctima de abuso sexual constantes de un maestro, Manuel Ortiz Hernández, director de la escuela donde la niña cursaba el sexto grado. Como resultado de esos abusos nació Edier. El mundo de niña de Agne Patricia se derrumbó.
Altagracia Pull es una pequeña comunidad en el municipio de Altagracia, en Ometepe. Se accede a ella a través de un camino seco, polvoriento y pedregoso, abierto a lo largo de las extensas plantaciones de plátano de la isla, importante fuente de ingresos de este lugar. En esta comunidad habita Agne con sus hijos, su madre y otros hermanos. La casa es la típica construcción pobre de las comunidades pobres de Nicaragua: una estructura hecha con tablones de madera agrietados, pintados de un azul turquesa desvaído por el paso del tiempo, la humedad y el polvo.
La casa está en el centro de un amplio patio, en cuya parte trasera hay un corral lleno de pollos con plumajes tan blancos que brillan al sol. La crianza de estas aves es el sustento de la familia. Aquí no hay lujos ni los pequeños placeres considerados normales en la ciudad. La vida sigue una rutina impuesta por la limpieza de la casa, la cría de pollos, las horas cociendo frijoles en el fogón y el trabajo en los platanales. Una rutina que en su momento se rompía para Agne con la escuela, el deporte, el estudio y la posibilidad de una vida diferente. Lo que le fue arrebato por su propio maestro.
Manuel Ortiz Hernández se presentó un día en el salón de clases de Agne, en el colegio San Juan Bautista de la localidad. Dijo que quería conformar un equipo con estudiantes para jugar fútbol. A la niña le gustaba el fútbol y se inscribió, junto con otras de sus compañeras. Fue en las prácticas que Ortiz, la autoridad en la escuela y hombre respetado en Altagracia Pull, comenzó a acosar a Agne.
“Me decía que era bonita, que si quería ser su novia, que me iba a llevar a pasear a muchos lados”, cuenta Agne sentada en una vieja silla de plástico en el saloncito de su casa, de espaldas al muro de tablones turquesa sucio, donde cuelgan las fotos de los niños de la familia.
Agne se negó al acoso de su maestro, pero este aumentó su insistencia, sin que nadie sospechara de sus intenciones. La niña tampoco lo denunció. “Él me decía que tuviéramos relaciones, pero yo le decía que no. Me dijo que me iba a enseñar algo inolvidable que tenía que saber, que él quería ser el que me iba a enseñar eso”, recuerda.
La joven cuenta su historia con nerviosismo. Le cuesta hablar de lo que le pasó. En un momento de la entrevista llora, pero ha accedido porque no quiere que el abuso sexual ocurra a otras niñas. Su maestro abusó de ella varias veces, sumergiéndola en una pesadilla en la que la niña se hundía sin poder denunciarlo, hasta que quedó embarazada.
Cuando le dijo a Ortiz que esperaba un hijo de él, este la amenazó con reprobarla en las clases. Le exigió que no dijera nada. Y hasta le dijo que el embarazo no era su culpa. “Me dijo que dijera que no era de él, que buscara un chavalo, que a ese chavalo se lo metiera. No quiso hacerse cargo”, explica Agne.
Ella sufría su pesadilla en silencio. Su madre, Adelia Ojeda, era ajena a lo que le ocurría a su hija, hasta que llegaron rumores que la hicieron enfrentar al maestro Ortiz.
“Me habían comentado, pero yo no creía eso de él”, explica la mujer. “La primera vez que me comentaron fui al colegio a verlo.Tenía confianza en él. Le dije: “Profe, yo quiero que usted me diga la verdad, porque andan unos comentarios raros de usted. Me dijeron que usted anda enamorando a mi niña””, recuerda Adelia.
El maestro negó la acusación. “Y yo lo dejé pasar”, reconoce la madre de Agne.
Conversamos con Adelia —a quien en Altagracia Pull también llaman de cariño “doña Mari”— en la cocina de su casa, una construcción hecha también con viejos tablones, pero estos sin pintar. No hay más muebles que una mesa que sirve para colocar alimentos para los pollos. Sobre el fogón hay ollas negras por el humo y años de uso. Doña Mari muestra su indignación, porque, dice, sus esperanzas estaban puestas en su hija, hacía grandes esfuerzos por mantenerla en la escuela, comprarle los vestidos que necesitaba en los días de fiesta en el colegio.
Fue una vecina quien le abrió los ojos y la sumergió en la misma pesadilla que sufría su hija.
“Ella me llamó a un espacio en silencio y me dijo: “Doña Mari, yo quiero decirle algo. ¿Usted no sabe nada de Agne?” No, le respondí. “Es delicado lo que le voy a decir”. Nos sentamos en una piedra y me dijo: “Fíjese que su niña está embarazada”. Para mí fue muy duro”, asegura.
La vecina la acompañó a casa y cuando Agne la vio se echó a llorar. Entendía que su madre ya sabía lo que le ocurría.
Doña Mari apoyó a Agne. Con su ayuda y el respaldo económico y legal de la Red de Mujeres de Ometepe, una organización que ayuda a las mujeres a luchar contra la violencia, la niña encontró el valor para denunciar a su abusador. El profesor Manuel Ortiz fue enjuiciado y sentenciado a 15 años de cárcel. Cumple la condena en el sistema penitenciario de Granada.
Los sueños de Agne quedaron rotos. Su primer embarazo le impidió completar la secundaria. A sus 16 años, es una madre de tiempo completo, dedicada al cuidado de Yuleymi Marcela y Edier. Comparte sus días con su pareja, Erling Obregón, un hombre de 27 años que mantiene a su familia trabajando en los cultivos de plátanos de la isla. Agne asegura que, por vergüenza, no quiere regresar a la escuela.
La violencia sexual contra las niñas es una realidad cotidiana en Nicaragua, hasta convertirse un grave problema de salud pública. Un estudio de la organización IPAS Centroamérica—que apoya a las mujeres en temas de salud sexual y reproductiva—, basado en datos del Ministerio de Salud, revela que en la última década, 16 mil 400 niñas menores de catorce años han dado a luz en Nicaragua en los hospitales públicos.
De acuerdo al Código de la Niñez, todo embarazo de una menor de edad debe ser considerado legalmente como una violación, por lo que el Estado estaba obligado a investigar cada uno de estos casos. Sin embargo, organizaciones feministas afirman que el Estado impone la maternidad a estas menores en detrimento del interés superior de su bienestar, como establece la Constitución Política.
Marta María Blandón es directora de IPAS. Asegura que en el país “se naturaliza” el embarazo en niñas, dice que cada vez es visto con normalidad por la sociedad.
“Tanto es así que no hay opciones para una niña que sufre violencia sexual y como resultado queda embarazada. Es lo que dice la Policía, es lo que dice el Ministerio de la Familia, incluso su propia familia”, explica Blandón. “En el estudio que hicimos entrevistamos a quince niñas y el total de esas quince niñas dijeron que no querían continuar el embarazo. Sin embargo, nadie les recomendó la interrupción del embarazo, que deberían, porque pone en peligro su vida, porque es una tortura, porque no es adecuado que una niña asuma responsabilidades físicas, emocionales, espirituales, de una mujer adulta”, agrega.
Blandón recuerda lo que ha significado para las mujeres y las niñas de Nicaragua la prohibición del aborto terapéutico, penalizado desde 2006, cuando los diputados de la Asamblea Nacional, incluyendo a los del Frente Sandinista, votaron a favor de reformar el Código Penal, en plena campaña presidencial del entonces opositor Daniel Ortega.
La reforma eliminó la posibilidad de que las mujeres y las niñas obtengan un aborto con fines terapéuticos, aplicable a menores embarazadas por violación. Esto generó críticas y denuncias de organismos internacionales como Human Rights Watch. “La penalización del aborto en Nicaragua es incompatible con las obligaciones del Estado nicaragüense bajo el derecho internacional, porque amenaza los derechos de las mujeres y las niñas a la vida, la salud, la igualdad, la privacidad, la integridad física y la libertad de culto y de conciencia”, afirmó la organización en una carta abierta dirigida a la Corte Suprema de Justicia el 29 de agosto de 2007.
Para Blandón se impuso una tortura a las niñas que sufren abuso sexual. “Hace diez años que en este país a la niña no le queda otro camino que parir, y una vez que la niña pare tampoco es bien visto que se le ofrezca que dé al niño en adopción, porque existe todavía el estigma de que la madre que engendra tiene que criar, así se trate de una niña de nueve años”, explica la experta.
Carla Vanessa Calderón, de 17 años, habita en el barrio “Tomás Borge”, de León. Este lugar es el retrato de la pobreza extrema de Nicaragua: Aquí no hay calles pavimentadas, ni sistema de alcantarillado. El polvo, el hambre y el calor opresivo son una realidad cotidiana, que contrasta con la belleza de la ciudad colonial.
Carla vive en una choza hecha con tablones de madera, láminas oxidadas, cartones y todo aquello que pueda ayudar a cubrir huecos, a protegerse de la lluvia o del sol. La joven dedica su tiempo a cuidar a sus hijos. La mayor, de tres años, se llama Rosa Isabel. Nació cuando su madre tenía 14 años, edad a la que fue violada por un conocido de la familia, Máximo Rayo García.
Esta tarde lleva el cabello recogido en un moño, un vestido gris con roturas y manchas. Su cara redonda, todavía de niña, muestra unos hermosos ojos oscuros, que reflejan cierta tristeza, abandono, soledad. En la mano izquierda tiene una larga cicatriz y las uñas de los dedos están muy cortas, con la piel hinchada en la punta de los dedos, muestra de que se come las uñas, de su nerviosismo. Porque Carla asegura que los fantasma de su pesadilla la visitan de tanto en tanto.
Máximo Rayo la abordó por primera vez un día en que Carla iba a casa de su abuela, a quien ayudaba con los oficios domésticos. “Él se me acercaba y me daba ropa, me daba cosas. Pero yo nunca pensé que él iba a hacer eso”, cuenta la joven sentada en una tablón que sirve de sofá o de cama, dependiendo de las intenciones de quien lo use, con una cortina rota cubriéndolo y un abanico de plástico instalado con chapucería a un lado, para aliviar el calor. La joven relata que desde la primera vez Máximo acompañaba el abuso con golpes. La violencia continuó sin que Carla Vanessa tuviera el valor de denunciarlo.
“Me pagaba cuando abusaba de mí. Cuando no me quería dejar hacer nada de él. Me trataba a trompones, me amarraba de las manos y de los pies, me decía que me iba a matar si yo hablaba. A mí y a mi mama”, relata la joven.
El abuso sexual y la violencia se extendieron por casi un año. Cuando la joven quedó embarazada, los golpes de Máximo tampoco se detuvieron. “Me pegaba para que el niño se me cayera. Me golpeaba en la panza”, recuerda Carla Vanessa. El embarazo empeoró su pesadilla. La niña no quería ser madre. “Me sentí mal, porque ya no iba a ser la niña que era. Ya no iba a salir a divertirme como cuando salía con los chavalos. Por eso cuando estaba embarazada pensaba que quería botar a la niña”, afirma. “Cuando nació la niña no sentía cariño ni amor, porque pensaba que ella me había desgraciado mi vida. Mi mama me decía que le agarrara amor, que la niña no tenía culpa, que el papa era un cobarde y que yo no tenía por qué desquitarme en la niña. Yo le decía a mi mama que no quería ver a la niña”, agrega la joven.
El abusador de Carla Vanessa fue apresado, enjuiciado y condenado, con ayuda de organizaciones que apoyan a las víctimas de violencia. Cumple su condena de 15 años en el sistema penitenciario de Chinandega.
Para Carla Vanessa, la condena no es suficiente. “Ni que esté preso me va a quitar todo lo que siento, lo que a veces me agarra”, dice sin titubear. “Pero sigue siendo un alivio, porque sé que no anda afuera.”
[destacado titulo="Luis Alvarado Palma, juez del Juzgado Especial en Violencia del Complejo Judicial de León"]
“Todos los días tenemos delitos sexuales”
- Cada año aumentan los casos de violencia, porque mujeres y madres deciden hacer las denuncias
El juez Luis Alvarado Palma asegura que diariamente enfrenta casos de violencia contra niños y niñas. Califica la situación de preocupante, aunque asegura que la buena noticia es que cada vez más las mujeres están dispuestas a denunciar los abusos. El juez Alvarado se ve expuesto, día a día, a las peores manifestaciones de la violencia, ejercida contra los más vulnerables. Él mismo, asegura que tiene miedo de salir a la calle, de permitir que sus hijas dejen su casa. Entrevistamos al juez Alvarado en su despacho, un pequeño cuarto atestado de documentos, antes de presentarse a una audiencia por violencia. Uno de los más de 800 casos que tramita al año.
¿Cuál es su valoración de la situación de violencia que sufren las niñas?
Es preocupante la cantidad de casos de que han sido víctimas este sector de la población. Esto se debe a un factor de vulnerabilidad que tienen los niños. Pero lo más preocupante es que estos delitos se circunscriben dentro de la familia. A diario aquí nosotros hacemos dos o tres casos. ¡Es tremendo! Todos los días tenemos delitos sexuales.
¿Cuentan con los recursos suficientes para hacer frente a esta avalancha de casos?
Tenemos un personal muy capacitado, principalmente con las compañeras del equipo interdisciplinario del Juzgado de Violencia. Tenemos una trabajadora social y tenemos una sicóloga. Ellas ayudan a sobrellevar estos casos. Tenemos el apoyo de la Corte Suprema de Justicia, que nos brinda los medios para ir a los hogares de cada una de estas personas a hacer un estudio sicosocial. Sé que en algunos lugares estos esfuerzos están limitados. Aquí hemos trabajado bien y hemos cumplido con nuestra función jurisdiccional.
¿Qué pasa cuando se topan con la resistencia de los familiares de las víctimas, que no quieren acusar a los violadores de menores?
Cuando un padre o una madre no quieren acusar, que ya nos ha pasado, hay que recordar que en los delitos contra niños, niñas y adolescentes, que son delitos de acción pública, cualquier persona puede denunciarlos, no se necesita la denuncia del padre o la madre de la niña para que el engranaje judicial proceda a moverse. A veces no se pude convencer, porque ellos están convencidos de que su pareja no fue la persona que lo hizo. Hubo un caso, unos años atrás, en el que un padrastro violó a un niño de ocho meses y la mamá de ese bebé estaba convencida de que su pareja no había sido, hasta tal punto que ella renunció a su trabajo para con su liquidación pagarle un abogado. Ella iba a hacer las visitas a las celdas. El hombre fue condenado, se aplicó la sentencia, y ella seguía a favor de él y no de su bebé de ocho meses.
Ahora se habla más de violencia sexual en los medios, ¿usted diría que los casos de abuso han aumentado?
Cada año estos casos de violencia aumentan. Eso se debe principalmente a que la mujer ha decidido denunciar estos casos, por las campañas de sensibilización que se están haciendo, que le hacen abrir los ojos a las mujeres, que saben que tienen sus derechos, que la violencia no es una cuestión privada, si no pública. Ha habido una mayor apertura desde el sistema de justicia, por la creación de los juzgados especializados, pero también las personas están más conscientes de sus derechos. Es por eso que ahora hay más denuncias sobre este tipo de delitos.
¿Cómo logra guardar distancia de estos casos tan fuertes, la violencia contra niños?
Cuando los niños declaran en los juicios es desgarrador escucharlos. Es inevitable no separar en ese momento la función de juez y de persona, aunque cuando estamos como jueces funcionamos como jueces y tenemos que demostrar imparcialidad en ese momento. Pero cuando uno escucha a un niño narrar cómo ocurrió ese evento de violencia sexual es duro. Aunque uno no quiera, uno lleva a veces esos sentimientos al hogar. Y eso es preocupante, porque disminuye la calidad de vida de nosotros los judiciales con nuestra familia. Es inevitable no trasladar esos sentimientos a veces al hogar.
¿Esta violencia también lo afecta a usted?
En mi caso personal me pasa que yo ya ni salgo a la calle porque me da miedo, porque pienso que si salgo a la calle con mis hijas algo les va a pasar, por todo lo que miro todos los días aquí en los juzgados. Ya no dejo salir a mis hijas solas, porque he visto casos de niñas que van a estudiar a otras casas y les pasa algo. Es inevitable que nosotros los jueces traslademos esos sentimientos negativos a nuestras conciencias.[/destacado]