Para vender la fruta y las semillas, ella debe saber muy bien en qué calle moverse. Ser vendedora informal no es fácil en un país donde hay líneas invisibles que dividen los territorios controlados por pandillas. Pasar desapercibida e intentar escabullirse es parte de su día a día antes de realizar la venta de su producto ambulante en un par de organizaciones o lugares donde se sienta segura.
En los últimos años, Ana María se mudó cinco veces, una persecución que inició en 2016. Por ser defensora de derechos de las mujeres se metió en problemas con las pandillas. A sus 46 años, es madre de dos hijos adolescentes y por seguridad no quiere que se publique su nombre real.
La emergencia de la COVID-19 complicó más su caso hasta llevarla a un aislamiento total y a un feroz recuento de días de desesperanza y pobreza en que solo espera que todo pase para salir a trabajar cuanto antes. “No vamos a tener dinero y habrá más personas enfermas”, asegura.
Si bien fue beneficiada con los 300 dólares que repartió el gobierno de Nayib Bukele a 1.5 millones de hogares —considerados los más vulnerables— el fondo lo ha usado para ayudarle a un par de vecinos, ancianos y también vendedores informales, que no tienen comida para pasar el encierro. “Yo estoy fregada”, repite, pero “de hambre no se van a morir”. Ellos no lograron el beneficio y la situación les ha llevado a sobrevivir de ayudas. La entrega del bono sigue recibiendo críticas por economistas que consideran que el ejecutivo lo hizo de forma inadecuada, como lo documentó Revista GatoEncerrado, lo que no permitió que llegara a las personas que realmente lo necesitan.
Antes de la cuarentena domiciliaria, impuesta por el gobierno desde el 21 de marzo, su día arrancaba a las 4:00 a.m. en el mercado La Tiendona, en la capital, una central de abastecimiento de puestos apilados al aire libre, caóticamente organizados, donde se mueve el comercio mayorista del país. Allí adquiría el producto que luego revendía y por el que lograba ganancias de entre siete y diez dólares diarios si le iba bien.
Separada de su pareja, por violencia intrafamiliar, se dedicó a defender a otras mujeres que sufrían como ella. Su historia, víctima de la persecución por pandillas, comenzó cuando asistió a una joven, golpeada por un pandillero. En ese momento, se convirtió en blanco de las mismas. En el país más diminuto de la región, con 6.4 millones de habitantes, la Mara Salvatrucha y la Barrio 18 son las dos que más controlan los territorios, incluso en tiempos de COVID-19. Ambos grupos son los que imponen su poder y su fuerza en los lugares donde habitan los más vulnerables a la pandemia. El que incumple la cuarentena le va mal, así de simple. En los barrios han llegado al punto de declarar “toque de queda”, según una publicación de El Faro. Ella no solo se enfrenta a un panorama de supervivencia diaria por las pandillas o por vender en las calles, sino que ahora todo luce más complejo con el impacto de la pandemia. Hasta la segunda semana de mayo, en El Salvador se reportaron un poco más de 1,000 casos de coronavirus. El primero positivo se registró desde el 18 de marzo.
Ana María es parte de los 140 millones de personas que en América Latina y El Caribe sobreviven en el sector informal, como lo reflejan datos de 2014 de la Organización Mundial de Trabajo (OIT), sin un salario fijo ni protección social. Una realidad que se repite en países como México, Nicaragua y otros como Honduras y Guatemala. En las dos últimas naciones, el empleo informal ronda el 80 por ciento. En el caso de El Salvador, hasta 2018, el 70 por ciento de los hogares tenían al menos un integrante en el subempleo.
La crisis solo vino a desnudar la vulnerabilidad de un sector que subsiste al día y que ha comenzado a manifestarse en El Salvador colgando pancartas en la entrada de sus comunidades o listones blancos afuera de sus casas recalcando que ahí pasan hambruna. En Centroamérica, 45 de cada 100 centroamericanos ya vivían en condiciones de pobreza antes de la pandemia, de acuerdo con Jonathan Menkos, director ejecutivo del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi). Son cerca de 22 millones en total, según cálculos, de los que 18.4 sobreviven en Guatemala, El Salvador y Honduras. “El COVID solo exacerba problemas estructurales que venimos acarreando”, dijo Menkos.
La Comisión Económica para América Latina y El Caribe (Cepal), en un informe publicado el 3 de abril sobre los efectos económicos y sociales por la pandemia, precisó sobre el impacto que recibirán las poblaciones que dependen de la economía informal. Es un hecho que medidas de encierro y de parálisis económica “puede llevar a muchos trabajadores a situaciones de pobreza”.
A Ana María ya se le agotó lo que ahorró con mayor esfuerzo previo a la cuarentena domiciliaria. El día que supo que El Salvador declaraba emergencia nacional por el coronavirus, incrementó su jornada de trabajo e intentó vender por lo menos tres dólares más al día. Ahora, los alimentos que consume son donados.
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Mientras en El Salvador sus ciudadanos sobreviven al virus y al control territorial de las pandillas, en México el Ejército hace presencia para hacer cumplir las medidas tomadas por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Antes de que terminara abril, cuando se registró un repunte de los casos de COVID-19 en ese país, las autoridades declararon de manera oficial la Fase 3 en el manejo de la crisis. Entre algunas de las medidas emitidas estuvo obligar casi al 100 por ciento de los comerciantes ambulantes a dejar sus ventas.
El tianguis “El Salado” es un mercado con 40 años de existencia, ubicado al oriente de la Ciudad de México, donde a los comerciantes los obligaron a parar sus ventas con presencia militar. Los seis kilómetros de extensión, que se convierten en veredas muy bien alineadas de mercadería que se ofrece en las calles, fueron visitados por militares que custodiaron a las autoridades de la Alcaldía Iztapalapa al momento de dar el aviso del fin de labores a todos los vendedores.
Visto desde el aire, El Salado se ve como un zigzagueante río. Cualquier cosa imaginable aquí se encuentra: desde una acuamoto, el vaso de una licuadora antigua, un tornillo de una vieja máquina de coser, un traje de buzo, montañas de zapatos viejos, guitarras, revistas, llantas, muñecas, ropa, herramienta, cascos, libros o bicicletas. La zona oriente del tianguis, sin embargo, es un foco rojo de contagios de coronavirus. Ahora, siete mercados han suspendido las ventas y con esta medida hay más de 57 mil personas que son afectadas.
Los únicos puestos que pudieron permanecer en El Salado son los de alimentos, con la condición de que los compradores no consumieran la comida en el lugar. Para cuando las autoridades divulgaron las medidas de salud para evitar el contagio del COVID-19, los vendedores se resistían a quedarse en casa no por rebeldía, sino porque viven de lo que ganan al día.
Emilia Sánchez Peña, madre soltera de 60 años y originaria de San Vicente, es una de las personas que no puede dejar de vender. No cuenta con ayuda del gobierno mexicano, por lo que dejar su empleo sería condenarse a no tener ninguna entrada de recursos a su hogar. “En vez de venir a quitarnos del tianguis, que es nuestra vía para vivir todos los días, ¿por qué nos encierran si no nos dan una ayuda?”, asegura desde el puesto ambulante donde ha vendido durante 22 años.
Cada miércoles, El Salado se llena. Ahí convergen unos 7 mil comerciantes que ofrecen mercadería nueva y productos usados. Emilia asegura que no dejará de trabajar a menos de que le garanticen una ayuda para ella y para la gente con hijos pequeños. Eso pelea. “Si no se mueren de la enfermedad, se van a morir de hambre”, reitera preocupada.
La misma OIT ha reconocido que los trabajadores informales no tienen todos los medios de subsistencia, “por ello enfrentan un dilema que prácticamente no puede ser resuelto: morir de hambre o por el virus”. Así lo repite también Emilia.
El aumento de las medidas de restricción por la crisis sanitaria en México está afectando a más de 30 millones de personas, 60 por ciento de la población activa según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Para Héctor de la Cueva, coordinador de Centro de Investigación Laboral y Asesoría Sindical (CILAS), los trabajadores informales han pasado de un estado de crisis permanente a una situación “desesperante”.
La mayor parte de personas que dependen de la economía informal, señala de la Cueva, “viven al día haciendo cualquier chambita”. La respuesta a la crisis de López Obrador es considerada también insuficiente por este experto. El ejecutivo pondrá en marcha un programa de un millón de microcréditos por 25 mil pesos para pequeños comerciantes que estén inscritos en el programa Tandas para el Bienestar. Sin embargo, “hay una política bastante inconsistente de ayuda. Incluso para los trabajadores formales no hay medidas para apoyar a quienes pierden su empleo injustamente, sino que lo central es que se mantienen programas sociales que ya venían”.
Como ocurre con Emilia Sánchez, María Guadalupe Vargas también tiene años laborando en El Salado. Originaria de Querétaro, ella creció en Ciudad de México. Cuando la situación comenzó a complicarse en su casa, ella buscó maneras para ayudarle a su familia. Se metió de comerciante y lleva cerca de 33 años como vendedora en el tianguis. Sin embargo, hoy, la crisis por el COVID-19 la ha llevado a sentirse atada de manos. “Nos están pasando a liquidar de plano, de plano, en lo económico y en lo anímico”.
Entre las pláticas con otros comerciantes es cada vez más frecuente la expresión del “hoy no salió nada, hoy me fui a cero”. Las bajas en las ventas han comenzado a generar molestias. María Guadalupe está de acuerdo con portar mascarilla, con el uso de lentes y lavarse las manos, pero cree que controlar el virus depende de las ganas de salir adelante.
La pobreza se repite en los centros de compras de la región. En Nicaragua, el 70 por ciento de la fuerza de trabajo ocupada pertenecían hasta 2016 al sector informal, según el economista Adolfo Acevedo. Norma Valentina Calero, de 20 años, se las ingenia para superar al virus y ganarle al hambre en el Mercado Oriental. Cuando concedió una entrevista para este reportaje, ella esperaba atenta sobre la calle, con un banco para sentarse al lado y su venta de agua helada. Su piel blanca —pero enrojecida, y el cuello quemado, sensible al calor— fue testigo de cómo le fue en la jornada.
Norma Valentina empezó a trabajar a los nueve años en ese centro de compras, considerado uno de los más grandes de Centroamérica. Antes, lo hacía acompañada de su mamá. La venta, en medio de la pandemia, la inició con una pequeña inversión de 15 dólares que tuvo que prestar y que sirvió como su capital semilla. Con eso compró tres bolsones, que lleva cada uno en su interior unas 50 bolsas pequeñas de agua helada. Del dinero que prestó, 6 dólares ya estaban comprometidos: eran un adelanto que debía dejarle a una casa ubicada en el mercado donde guarda el agua que le sobra.
A la emergencia económica de siempre se une la sanitaria. Las medidas en Nicaragua para controlar el virus tienen perpleja a la comunidad internacional por su inexistencia. La Organización Mundial de la Salud ha mostrado su preocupación, mientras la población trata de protegerse contra un virus del que tiene poca información. El gobierno de Daniel Ortega no ha puesto en marcha ni el confinamiento ni cierre de fronteras, lo que ha llevado a que organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronuncien al respecto. La gente, ante la poca respuesta estatal, hace lo que puede.
Esta comerciante continúa levantándose en la madrugada para cocinarles el desayuno a sus hijas antes de salir a su negocio improvisado, ubicado en el sector conocido como Gancho de Camino. No tiene ninguna caseta o tramo para resguardarse mientras trabaja. Madre de dos hijos, una de dos años y otra de tres meses, vive con su pareja, William Bermúdez, de 30 años, y otras diez personas; apuñados todos en un espacio diminuto dividido por paredes de hojalata ubicado en el barrio Julio Buitrago, conocido como Barrio Maldito. De la docena de personas que conviven, solo dos trabajan formalmente.
La OIT recalca en sus más reciente informe que el COVID-19 afectará 1600 millones de personas que dependen de la economía informal, de los 2000 millones que hay en el mundo.
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A pesar de la cuarentena, la vida en las calles de Guatemala sigue. Pero, al barullo cotidiano —de antes de la pandemia— se ha sumado una nueva imagen: cientos, miles de personas, que desde las banquetas, o las orillas de las carreteras, ondean trozos de tela, de papel, de bolsas plásticas blancas que envían un mensaje tácito: tienen hambre, piden comida. Lo hacen ancianos, hombres, mujeres, niños, agitando trapos blancos. Tienen vergüenza, se cubren el rostro cuando la cámara de los periodistas los enfoca. Un cuadro similar se vivió en Colombia, donde la gente sacó banderas rojas porque, en medio de la crisis, ya no tienen alimentos.
Una gran porción —imposible tener cifras, de quienes ahora piden comida en las vías— pertenecen al sector del trabajo informal. Son vendedores ambulantes, personal de limpieza, empleadas domésticas, jardineros, guardias de seguridad, trabajadores de la construcción, campesinos, que no cuentan con contratos de trabajo. Todo esto, frente a un Estado que no los protege y con un sistema de salud precario.
La comunidad Las Mercedes es un ejemplo que se repite por miles. Está ubicada a 50 kilómetros de la capital, en Jocotillo, del municipio de Villa Canales, en Guatemala. Allí viven 250 familias. Es un paisaje desértico, donde se cultivan hectáreas de piña. Las calles son de tierra compacta y todo es color ocre. Las paredes divisorias entre terrenos son alambre espigado con láminas de zinc oxidadas. Se instalaron allí en 1998 tras el paso del huracán Mitch, recordado como el causante de una de las grandes catástrofes naturales en Centroamérica.
Elizabeth Tambriz vive en Las Mercedes. Ella es trabajadora doméstica, una de las 250,000 mujeres que limpian, cocinan y cuidan niños para ganarse la vida. Elizabeth trabaja desde los 12 años, cuando dejó Mazatenango su pueblo natal, para ir a vivir a la capital. Desde allí no ha dejado de hacerlo, tiene 42 años y ningún ahorro.
A partir del 13 de marzo, en que se hizo público el primer caso de contagio en Guatemala y que se declaró la cuarentena y se cerró el transporte público, Elizabeth no volvió a ninguna de las tres casas donde trabaja. Desde hace dos meses no recibe el salario de 100 quetzales por día, unos 13 dólares. Una de sus patronas sí la ayuda un poco, dice. Los empleadores de Elizabeth viven en las zonas 10 y 14 de la capital, dos áreas acomodadas para familias de clase media alta y clase alta.
En el trabajo doméstico usualmente no hay contratos (aunque por ley sería válido un trato verbal), la mayoría no recibe prestaciones ni indemnización cuando se retiran. Para Elizabeth, en este momento, su única aspiración —y el de otras vecinas— es poder tener trabajo. Por ahora, sobreviven con su esposo y su hija de 13 años, con el salario reducido de él, que es conductor de autobuses: 800 quetzales (100 dólares).
El Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) ha esbozado escenarios sobre los efectos que tendrá la COVID-19 en Guatemala, y en Centroamérica. Uno de estos: la caída de un tercio de los ingresos del turismo, caída del 20 por ciento del flujo de remesas que provienen de los migrantes, la caída del 20 por ciento de las exportaciones. Esto provocaría el quiebre de empresas, un aumento de pobres y, con ello, de las brechas de desigualdad. El peor de los escenarios, según este organismo, llevaría a una ingobernabilidad democrática. En Guatemala, casi el 80 por ciento de la población trabaja en el sector informal, una de las cifras más altas de Centroamérica, de acuerdo con el Icefi. La solución para Menkos, es una estrategia de ingreso básico garantizado, en que todos los ciudadanos reciban un bono, que garantice la subsistencia e impida discrecionalidad en el reparto de la ayuda.
El economista Jonathan Menkos, director ejecutivo del Icefi y excandidato vicepresidencial por el partido Semilla en las elecciones recién pasadas, asegura que “en el caso de Guatemala, la pérdida sería de 555,000 empleos. Y eso para Guatemala significaría la pérdida de los últimos seis años de empleos formales generados. El país genera tan pocos empleos formales, 25,000 empleos registrados en el IGSS (Instituto Guatemalteco de Seguridad Social) al año, en una sociedad de 16 millones de habitantes. Es nada”.
Para Menkos, las medidas de encierro podrían propiciar un aumento en la tasa de pobreza en los hogares guatemaltecos del 57.15 por ciento a 65.5 por ciento. Debido a la pérdida de ingresos ya que casi ningún hogar tiene ahorros, ni seguros de empleo, ni transferencias condicionadas. “Si la pérdida de ingresos en los hogares de Guatemala persiste por cuatro meses, podríamos tener un incremento de la pobreza de 1,236,000 personas”.
Matilde Alonso es un líder comunitario de Las Mercedes y trabaja con Elizabeth Tambriz en la organización vecinal. Para Alonso, como la prioridad en este momento es la salud, “sucede que todo el mundo está hablando de esto: de los más vulnerables, de los más necesitados. Pero, en realidad, nosotros todo el tiempo hemos estado necesitados”.
“A nosotros nos tocó nacer así, aquí en la raza más vulnerable”, explica.
En efecto, la ayuda del Gobierno para atender tanto la emergencia sanitaria relacionada directamente con el virus, como todos los daños colaterales de ésta, llegan a cuentagotas. Pese a la aprobación de préstamos millonarios, la promesa de bonos de ayuda y de bolsas de alimentos, que representan un paliativo para la crisis, se necesita más y tampoco se cubre a toda la población que se enfrenta a la disyuntiva de mantenerse a salvo del virus en sus casas o ganarse con su trabajo el bocado del día.