14 de enero 2018
Especial para Confidencial.- Al campesino Francisco Pérez (39 o 40 años) el Ejército de Nicaragua (EN) lo arrojó en brazos de un grupo alzado en armas contra el gobierno de Daniel Ortega. ¿Alzado en armas? El EN dice que son delincuentes comunes, pero la esposa de este hombre, la bajita y menudita campesina doña Elea Sara Valle Aguilar (38), afirmó que él combatía militarmente al régimen, cuando en noviembre pasado ofreció en Managua su valiente y desgarrador testimonio de palabras sencillas pero tan contundentes que aún retumban en toda la geografía nacional.
Rafael Pérez Dávila, “El Colocho”, jefe de un grupo armado, en varias ocasiones intentó reclutar a su hermano Francisco, pero este siempre se negó a acompañarlo porque quería estar con su esposa Elea y sus cinco hijos: las niñas Joheici Elízabeth (16) y Heilin Oneilin (11), y los varoncitos Francisco Alexander (12), Juan José (8) y Eliel (4).
Tras levantarse en armas después que fuera muerto por el Ejército otro jefe de los alzados llamado Enrique Aguinaga –situación aún no esclarecida--, durante seis meses Rafael Pérez pasó inútilmente tratando de reclutar a su hermano, quien una y otra vez con firmeza le decía que no. Una y otra vez le dijo que no. No le decía que sí y tampoco que después, o más adelante o dejame pensarlo, nada de eso. Sus no eran rotundos.
Lo que no sabía “El Colocho” es que el propio Ejército empujaría a su hermano hacia su pequeño grupo armado, porque los militares desataron una feroz persecución contra Francisco Pérez Dávila, a quien asediaron hasta el punto de obligarlo a levantarse en armas también, porque ya no podía trabajar, ya no podía estar con su familia, ya no podía ir libremente de un lugar a otro y ya no podía hacer nada.
El asedio
Las patrullas llegaban de finca en finca adonde Francisco estuviera trabajando por lo que este debía huir y esconderse. Los militares hablaban con los patrones de él, les decían que era un hombre armado con un fusil AK-47 y que cómo era posible que le dieran trabajo, pero más de un productor tuvieron la entereza de responderles que la única arma que le conocían a este campesino era un filoso machete que manejaba con tal destreza que en cuestión de horas se apeaba una manzana de monte.
También asediaron a la campesina Elea Sara Valle Aguilar, a quien amenazaron buscando intimidarla para que les confirmara el supuesto de que su esposo andaba armado y les dijera el lugar donde podrían encontrarlo. Los militares le decían que si el hermano de él los andaba combatiendo militarmente, también lo estaba haciendo Francisco. Está en el testimonio que ella ofreció a periodistas y comunicadores en el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh).
Hace dos años, seis meses después que su hermano relevó a Aguinaga, Francisco se vio obligado a irse con los armados porque ya no aguantaba la intensa presión del Ejército. Doña Elea recibió la noticia con profunda tristeza y muerta en llanto rogó a su marido que no se fuera, que se quedara, le suplicó que no lo hiciera, que pensara en los niños, pero él le respondió que esa situación ya no tenía remedio.
Elea y sus cinco hijos huyeron hacia la comunidad de Yaoya. Un jueves salieron de noche después que un campesino les advirtió que los militares habían dicho en una casa que la capturarían a ella y a sus niños. Un mes después le avisaron que el Ejército estaba cerca, entonces su hija mayor apresuradamente empacó ropa en una mochila y huyó hacia una montaña. En la noche, hicieron lo mismo su mamá y sus cuatro hermanitos, varios de los cuales se perdieron en la densa oscuridad del bosque, pero se reencontraron al día siguiente.
Que no sea información para el exterminio
Este acoso fue permanente. En septiembre del año pasado localizaron a doña Elea en una casa y le hablaron mal de su esposo porque andaba “alzado en armas”, en voz del jefe de la patrulla, calificativo que contraría la posición oficial de llamarlos “delincuentes”. Llegaron al extremo de decirle que se llevarían a su hija mayor, que en ese entonces tenía 15 años, y ella valientemente se interpuso. “Les respondí que si lo hacían los denunciaba, y que también se tendrían que llevar a tuto a mis otros hijos”.
Esta es una apología al amoroso campesino esposo y padre Francisco Pérez, no al alzado en armas ni al levantamiento militar del grupo jefeado por “El Colocho”, pues los sangrientos enfrentamientos militares de las décadas de los 70 y 80 son evidencia fehaciente e incontrovertible de lo fatal que son las guerras para la sociedad y el país. Más bien en esta crónica hay información valiosa para argumentar a favor de que el Ejército cambie su operatividad y se comporte de manera profesional. No es tarde. Aún.
Más importante que el número de soldados y oficiales o que el poder de fuego de las armas, es la información. Si el Ejército hubiera contado con un perfil completo de esta familia, podría haberlo conducido a neutralizar a Francisco. No se trata de información para la ejecución y el exterminio. Hasta ahora, en más de 20 casos no hay heridos ni capturados. ¿Qué señal le envía esto a la sociedad?, pues en Nicaragua no existe la pena de muerte.
A Francisco Pérez Dávila lo reclutó el Ejército con su política equivocada. Él era un hombre de paz que hizo de partera o “comadrona” de su esposa con sus tres últimos hijos. Él solito, íngrimo con su esposa y sus niños, se hizo cargo de todo. Este campesino incluso era un hombre más avanzado que muchos de la ciudad, supuestamente con mayor acceso a la educación formal, pues contribuía por entero a su hogar y cocinaba, lavaba y planchaba, barría el piso de tierra y hacía embarros como los que recuerdo haber visto hacer a mi abuela Zayda en su casa de paredes de adobe y techo de tejas en Jinotega.
Elea y Francisco eran humildes trabajadores, él chapeador y ella lavandera y planchadora. Tenían que andar de finca en finca ofreciendo su fuerza de trabajo y ahí conseguían “posada” para ellos y sus hijos. Era una vida, no a salto de mata, pero sí de migración constante, de cierta incertidumbre e inestabilidad, pero conectados a domicilios fijos de sus familiares y amistades.
La vida social de la familia Pérez Valle en el campo
Aún con esa movilidad laboral de los Pérez-Valle, Elea y Francisco estaban relacionados con muchas familias campesinas con las que se encontraban en los templos evangélicos, donde él aparecía con ocho varones más que integraban un grupo musical religioso. Con esta campesina platiqué en una de sus visitas a Managua, para poder conocer estos detalles de su vida personal. Él rasgaba la guitarra, el guitarrón y otro instrumento musical.
Ellos asistían a bautizos, comuniones, casamientos, cumpleaños, matrimonios, etcétera, aunque estuvieran a días de camino. Estas invitaciones se hacen con mucha antelación. Elea tiene una para diciembre del 2018. A veces iba solo ella con sus dos hijos mayores, Joheici Elízabeth y el varoncito Francisco Alexander --los que fueron asesinados--, y Francisco quedaba en casa con los tres menores y los atendía casi como su mamá: a los chiquitos los bañaba, los vestía, hacía comida para ellos y los trataba con amor. Se le dificulta a Elea recordar un día en que su esposo les haya pegado a sus hijos.
El hombre que el Ejército lanzó en brazos de un grupo armado, lavaba su ropa y también la planchaba y cuando ya estaban avanzados los embarazos de doña Elea, él hacía todos los oficios del hogar, atendía los partos y continuaba dándose a su familia hasta que su menudita esposa se recuperaba, que no requería mucho tiempo, acostumbrada a como estaba a la vida dura y en penurias. Pero ellos eran felices.
Este es el hombre que el jueves 9 de noviembre llamó por teléfono a su esposa al lugar conocido como Caño de Agua, donde se encontraba porque ahí le toca votar, y le suplicó que les enviara a sus dos hijos mayores pues ya no aguantaba no haberlos visto durante dos años. Ella se opuso y él insistió, ella intuyó el peligro, él también, pero quería verlos. Fue una decisión difícil, una traición de los sentimientos porque todo olía a peligro.
Los niños fueron por ayuda para entrar a la escuela
Entonces Francisco propuso que los chavalos fueran quienes decidieran si iban a encontrarlo o no. Estos le dijeron a la mamá que querían estudiar el próximo año y que esa era una oportunidad para que su papá les diera para comprar mochilas, cuadernos y lápices. No pedían mucho. El padre accedió a darles algún dinero. Ella no podía impedir que se fueran y al día siguiente viernes los vio irse con el alma hecha pedazos porque intuía que algo malo podía pasar.
Los niños salieron a pies el viernes a las seis de la mañana y llegaron al día siguiente sábado 11 de noviembre a las cuatro de la tarde a San Pablo 22, el lugar donde los citó su papá. “Y se regocijaron”, dice doña Elea, es decir, estaban felices de reencontrarse. Ella los pasó llamando por teléfono durante los dos días de camino y estuvo al tanto de lo que aconteció en el feliz encuentro.
Más tarde los niños le dijeron a Francisco que en las cercanías habían encontrado una casa donde les permitirían quedarse (una posada), pero él quería estar más tiempo con ellos, quería aprovechar para mirarlos, tocarlos, escucharlos, hablarles, no quería perder un minuto. Ustedes saben cómo es el amor de un papá.
Esos sentimientos traicionaron a Francisco Pérez Dávila, porque esos niños habrían estado más seguros en una casa que con el grupo armado con el que finalmente se fueron a las cercanías del Río 22, al lado de una montañita, no muy largo de las dispersas casitas de la comunidad, sin saber el papá que habían sido localizados por el Ejército, que los vigilaba desde hacía días, que estaba al tanto de todos sus pasos y les tenía montado un golpe de mano ineludible, pues, según Elea, alguien avisó de la salida de los dos muchachitos y ellos fueron como una carnada hasta que ocurrió la tragedia en la mañanita del domingo 12 de noviembre.
¿Qué pasó en los últimos minutos de la vida de Francisco?
Dejemos en paz la versión del Ejército de que Francisco era un delincuente, porque el testimonio de su esposa dice lo contrario: era un campesino extrañamente divorciado de los cánones machistas y de odio contra la mujer que prevalecen entre muchos hombres, supuestamente más en el campo que en la ciudad. Era un amor de padre y de esposo. Ella, es muy conservadora hasta el extremo de que nunca en su vida ha bailado una canción y hasta hace pocos años comenzó a llamarlo “amor”.
¿Qué pasó en los últimos minutos con vida de Francisco? ¿Alcanzó a ver a sus hijos, tuvo tiempo de despedirse entre el sorpresivo y abrumador traqueteo de las ráfagas de AK-47 (quizá ya tienen el ultramoderno AK-12) y de ametralladoras RPK y el fuego de los lanza granadas GP-25 (de fragmentación), de los cohetes RPG-2) y de las estremecedoras minas Claymore? ¿Pudo decirles adiós, se despidió de ellos, los abrazó y les dio un beso y una sonrisa nerviosa, acaso culpable?
¿Francisco supo que habían capturado vivos a sus niños, vio que los torturaron? ¿Imaginó acaso a su Joheici Elízabeth casándose de velo y corona como ella tenía proyectado? Procedente de Bonanza el novio llegaría este mes de diciembre a pedirla en matrimonio a doña Elea. Debido a las buenas referencias que la muchacha le había dado de su prometido, la mamá estaba anuente porque todo indicaba que es un muchacho serio que se gana la vida por cuenta propia como güirisero o como obrero de las minas. Hacía cuatro años que la chavala había tenido su primer novio, pero rompió con él porque era extremadamente celoso.
¿Murió Francisco pensando que había sido un error garrafal llamar a sus dos hijos mayores para reunirse con ellos en San Pablo 22? ¿Supo que su niña fue violada, colgada de la rama de un árbol, su cuerpo masacrado a golpes y le dejaron irreconocible el rostro; y que el niño de 12 años fue bayoneteado a ambos lados de su barriguita, le dieron un balazo en el brazo izquierdo, dos en el pecho y uno en la cabeza? No hay ni habrá respuestas a estas preguntas, a menos que hable algún miembro de esa patrulla de la muerte que asoló San Pablo 22.
En la Biblia, el versículo San Pablo 22, en su numeral 4, contiene una alusión a la tragedia: “Perseguía yo este camino hasta la muerte…”.