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El infierno de los migrantes en Nicaragua

"No somos terroristas, somos humanos que buscamos una mejor vida", claman migrantes varados en Costa Rica, que el gobierno de Ortega no deja pasar

Campamentos improvisados son el refugio de africanos y haitianos en la frontera. Carlos Herrera/Confidencial.

Dánae Vílchez

26 de diciembre 2016

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Si la historia de los migrantes cubanos varados en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua fue una de las más destacadas en 2015, este 2016 no se ha quedado atrás con los miles de migrantes de origen haitiano y africano varados durante meses en el mismo sitio, debido al bloqueo de las fronteras que mantiene el régimen de Daniel Ortega, en una acción calificada como "indolencia" por diferentes sectores.

Confidencial y el programa de televisión Esta Semana viajaron a mediados del año a la frontera entre ambos países para contar el drama y penurias que viven los migrantes, que afirman vivir un infierno y claman que les permitan pasar. "No somos terroristas, somos humanos que buscamos una mejor vida", claman con llamados directos al comandante Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, primera dama y vocera del gobierno, que callan al respecto.

El drama de los migrantes alcanzó uno de sus puntos más dramáticos con la muerte de una docena de migrantes ahogados mientras intentaban cruzar ilegalmente el río Sapoá, en el territorio nicaragüense. Ninguno de los fallecidos portaba documentos de identificación, y solo algunos de ellos fueron identificados por amigos o familiares.

La presencia de migrantes africanos y haitianos varados en la frontera sur de Nicaragua se comenzó a registrar desde mediados de mayo. A ellos, igual que a unos 6,000 migrantes cubanos a finales de 2015, el gobierno de Ortega les ha cerrado el paso al país.


Los africanos se embarcan en sus países rumbo a Brasil, de ahí se trasladan a Colombia y luego a Panamá hasta Costa Rica. El gobierno de Guillermo Solís ha instalado dos centros de atención migratoria, sin embargo los migrantes se encuentran en condiciones precarias, debido a su condición de pobreza y los costos del viaje que emprenden.

A finales de julio se calculaba que habían unos 1,400 africanos varados en la frontera nicaragüense, incluyendo mujeres embarazadas y niños. Mientras, desde finales del año pasado, miembros del Ejército de Nicaragua y la Policía Nacional mantienen un férreo control en el sector fronterizo de Peñas Blancas, para impedir el paso, primero a los cubanos, y ahora a los africanos.

Entre los reportajes más vistos y destacados de 2016 está la crónica publicada el 19 de agosto, en Confidencial, con el título: "Migrantes en la frontera: 'Vivimos en un infierno'". Así fue cómo se contó el infierno de los migrantes en la frontera nicaragüense:

"Son las seis de la mañana en Peñas Blancas, la frontera entre Nicaragua y Costa Rica. Los rayos de sol aún son tenues y el cielo mantiene un tono azul grisáceo. Joel Pérez, de pie, dentro de un gran charco y con el torso desnudo, lava una camisa rosada y azul y enrolla el ruedo de su bluyines para no mojarlos. Logra restregar con dificultad la prenda en sus manos y se agacha para enjuagarla en un pequeño grifo. Un frondoso árbol lo protege de la leve brisa que cae, mientras unas treinta personas hacen fila para llenar pequeños contenedores con agua.

Joel dice venir de Angola, pero su acento de español caribeño podría delatarlo como haitiano. Tiene un mes y ocho días varado en el antiguo parqueo de camiones Deldú, a 800 metros del puesto fronterizo desde el lado costarricense. El gobierno de Nicaragua cerró el paso para miles de migrantes, y más de mil personas han acampado aquí, en aproximadamente dos manzanas de tierra, rodeadas de matorrales y muy cerca del río Sapoá. Según estimaciones de las autoridades de Costa Rica se trata de más de 1500 personas, entre ellos unos doscientos niños.

Hace un par de días Joel fue abordado por un ‘coyote’, que le prometió ayudarle a cruzar la frontera por la suma de mil dólares. Joel aceptó. En el trayecto, su guía se convirtió en asaltante, le robó todo lo que tenía y lo golpeó. Tuvo que buscar la manera de regresar solo al campamento. Se quedó únicamente con la ropa que ahora restriega afanosamente.

“Nosotros en nuestro países no vivimos así, las condiciones de vida aquí en la frontera son bastante difíciles. Muchas personas no tenemos dinero ni para comer. Para bañarse es difícil, porque no hay agua. Aquí donde estamos hay mucho lodo, mucha basura y hay un vaho (olor) horrible… El ‘coyote’ me quitó el dinero, caí y me ensucié toda la ropa. Yo no pensé que iba a durar tanto tiempo aquí”, relata Joel.

El migrante cuenta que dejó la ciudad de Luanda hace tres meses. Varios de sus familiares se encontraban desde hace varios años en Brasil, trabajando en obras de construcción. Llegó a Sudamérica pero encontró una crisis política y a las empresas en proceso de cierre. Buscando una nueva meta apostó por emigrar a Estados Unidos. Atravesó Perú, Ecuador, Colombia y Panamá hasta Costa Rica, en donde se ha enfrentado con el mayor de los obstáculos.

“En Costa Rica nos dieron un papel y pensábamos que con ese papel se llegaba a la frontera y pasábamos a Nicaragua, pero no hemos podido cruzar. Pedimos que Nicaragua, al igual que hacen Panamá y Ecuador, nos deje pasar aunque sea por tres, cuatro días. No nos queremos quedar ahí, solo atravesar hacia Estados Unidos”, propone Joel.

La vida en el parqueo ‘Deldú’

La realidad de miles de migrantes africanos y haitianos que se encuentran en Costa Rica es cada vez más complicada. Los migrantes aseguran venir de Haití, Senegal, Congo y Togo, entre otros países. Según las Naciones Unidas, pertenecen a la lista de las Estados más pobres del mundo.

Sin embargo, es difícil constatar el origen de todas las personas. La mayoría no tiene pasaporte. Muchos haitianos asumen otras nacionalidades, creyendo que identificarse como africanos dificultaría los procesos, en caso deportación. Sin embargo, el acento español dominicano los delata. Las autoridades costarricenses aseguran que más del 90% de las personas varadas en la frontera norte son originarios de Haití.

Josle Pierre es uno de los pocos que se atreve a reconocerse haitiano. Viene de Jacmel, la tercera ciudad en el país más pobre de la región. Dejó allá a un hijo, una esposa y a sus padres. Su primera parada fue la República Dominicana, de ahí viajó a Ecuador y a Brasil en busca de empleo.

“Yo pasé nueve meses en Brasil recibiendo dinero de mi familia para pagar casa. Todas las empresas estaban cerrando. Salí de Brasil  y fui a Ecuador, luego pasé pa’ Colombia. Pasé cinco días en el monte con todos los animales y los peligros para cruzar a Panamá. ‘El Señor’ me dio la oportunidad de llegar hasta aquí, pero me encontré con las puertas de Nicaragua cerradas”, cuenta Josle.

Desde finales de 2015, Nicaragua cerró sus fronteras para migrantes cubanos, y posteriormente para africanos y haitianos que les siguieron los pasos. El argumento oficial es que se trata de un asunto de seguridad nacional. Al mismo tiempo, miles de personas siguen cruzando océanos y selvas para llegar al continente americano.

La mayoría inicia su periplo en Brasil, que en años pasados experimentó un auge de puestos de trabajo por las construcciones de los juegos olímpicos y el campeonato mundial de fútbol. Con las obras terminadas y una crisis política en desarrollo, el mercado laboral decreció y para muchos migrantes Norteamérica se convirtió en el destino predilecto.

En el parqueó Deldú viven más de 1500 personas en tiendas de campaña. A veces en una sola debe caber una familia de cuatro personas, incluyendo los niños.  El gobierno costarricense les ha colocado servicios sanitarios portátiles y unos toldos gigantescos de color blanco que cubren gran parte del lugar.

El abastecimiento de servicios básicos se vuelve complicado a medida que llegan más migrantes. Hay pocos grifos de agua, las filas son interminables y las cocinas compiten por espacio al lado de la basura. Los baños llevan días sin limpiarse y desprenden un olor fétido que irradia por todo el lugar. Las conexiones de energía están saturadas de cargadores de celulares, la posesión más preciada para la mayoría. Aún con ambiente de camaradería, la inseguridad se percibe y muchos prefieren cargar con sus mochilas por todos lados.

Los más desafortunados ni siquiera tienen una casa de campaña donde dormir, una champa de plástico negro y una sábana gruesa son su único refugio. Por las noches, las mujeres se quejan que hay serpientes e insectos grandes, además de enjambres de mosquitos que llenan de piquetes a los más pequeños. Cuando la lluvia arrecia, no hay techo que los salve.

Ruth y su hijo de tres años, Tangi,  han sufrido las dificultades del hacinamiento y la insalubridad. “Desde el día que yo llegué mi bebé está con diarrea. Se le pasa y vuelve a recaer por falta de tratamiento. Cuando está lloviendo, la casa de campaña no sirve para nada. Yo como mamá no puedo perdonar una cosa así, ya que mi bebé se está muriendo por aquí”, expresa desesperada.

Ruth asegura ser de la República Democrática del Congo. Con su niño en brazos cruzó la selva del Darién, entre Panamá y Colombia, conocida como “El Tapón” por su impenetrable naturaleza. Con todo ello, la muralla impuesta por el gobierno nicaragüense sigue siendo aún más complicada de traspasar. Ella interpela “al presidente y a la mujer del presidente” y dice: “Dejen trabajar su corazón. Hay muchas mamás por ahí en Nicaragua, muchos papás también. Por favor, solo déjennos cruzar la frontera”, suplica.

Lionel Gentilise dice que nació en Brazzaville, en Congo. Habla como si declamara en un español claro y directo. “Nosotros estamos pasando graves calamidades. Yo esto lo veo como si estuviésemos viviendo en el infierno. Aquí no tenemos agua ni para beber, mucho menos para bañarnos. La gente no tiene plata ni para darle de comer a los bebés. Le pedimos auxilio a usted, presidente de Nicaragua, Daniel Ortega. Si no hace algo lo más pronto posible hay gente que morirá de hambre”, recita.

Las horas en el campamento

Jessica Paora tiene 37 años y ocho meses de embarazo, de los cuales, los último tres los ha pasado en Peñas Blancas. Hace un año llegó a Brasil. Cruzó Colombia a través del territorio marítimo y  también caminó por la selva del Darién. Ahora dice estar viviendo los peores momentos de su vida. “Dormimos tirados ahí en el piso, pasando sol, calor y hambre. ¡Qué miseria más terrible!” declara.

En el campamento, no hay mucho que hacer. No hay un liderazgo visible y cada jefe o jefa de familia vela por su núcleo más cercano. En el día, las mujeres cocinan, mientras la mayoría de los hombres rellenan los baldes de agua y ayudan a otros a montar sus carpas. La mayoría subsiste por pequeñas remesas enviadas por familiares que ya se encuentran en Estados Unidos. Todos coinciden en que reciben lo justo para poder comer.

El municipio de La Cruz es el más cercano a la frontera. En sus calles se pueden ver a los africanos y haitianos caminando en pequeños grupos, comprando comida en los supermercados y haciendo fila en el Western Union, la trasnacional de envío de dinero. La mayoría posee un celular que les permite mantenerse en contacto con sus seres queridos.

“No recibimos ninguna ayuda especial. Hay algunas personas con voluntad que nos regalan algo. Pero si uno no tiene nada se pasa hambre y pena.  Aquí nos ayudamos entre nosotros mismos, por ejemplo, si alguien tiene un pedacito de pan lo comparte, sobre todo con niños y mujeres embarazadas”, expresa Kesno Dosus, uno de los habitantes del campamento.

Los coyotes y el sobreviviente de Sapoá

Tantos meses en un limbo llevan a muchos a la desesperación. Caen en las redes de tráfico de personas, los ‘coyotes’ se aprovechan estafando a una gran cantidad de migrantes. En la total indefensión y sin nadie a quien acudir, solo les queda mantenerse alerta.

“Vienen personas que dicen, yo me llamo fulano, yo voy a hacer un viaje, 1200 dólares y 1000 dólares. Cuando les damos el dinero nos dejan en el monte y nos quitan el dinero. Los ‘coyotes’ también han violado mujeres. Estamos sufriendo”, relata Kesla, una mujer de 25 años que asegura provenir de Congo.

Algunos ‘coyotes’ si cumplen su palabra, pero en Nicaragua las condiciones tampoco son fáciles. En la primera semana de agosto diez personas, nueve hombres y una mujer, murieron ahogados en el Río Sapoá. Los reportes policiales apuntan que ingresaron por puntos ciegos para esquivar los retenes militares. Un día después, sus cuerpos fueron recuperados en orillas del lago Cocibolca, cerca del municipio de Cárdenas, en Rivas. Los fallecidos no portaban consigo pasaportes o documentos de identificación.

Aleen Trema es haitiano y pagó a un coyote mil dólares para cruzar la frontera. En el trayecto, sobrevivió a la tragedia, y es el primero en relatar cómo sucedieron exactamente los hechos. “Los coyotes eran un ‘costarriqueño’ y un nicaragüense. El ‘costarriqueño’ nos dejó en las manos del nicaragüense. Nos subieron a un bote en el río, éramos dieciséis personas y era de noche”, cuenta Aleen.

El bote avanzó sin ningún problema por algún tiempo. En medio de la corriente, la madera de la lancha se partió en dos y todos cayeron al agua. Aleen solo pudo ver y oír a sus compañeros de viaje sucumbir. “No sé nadar lo suficiente para ayudar a otros, solo pude salvar mi vida. Estaba asustado, todo mi cuerpo temblaba por las personas que se ahogaban y por mí también”, relata el sobreviviente.

Aunque no se han conocido oficialmente las identidades de los fallecidos, Irlande Bien-Aime, haitiana y residente en Estados Unidos, asegura que cinco de los cuerpos pertenecen a sus familiares; Romane Fatjam Domani, de 26 años; Derisma Olgins Fatjam, Skeezy Civil, Claudy Djoudjou Joseph y Viergeline Valery. Todavía se desconoce la identidad de las otras cinco personas.

Irlande asegura que a estas alturas nunca fue contactada para repatriar a sus familiares y que al intentar comunicarse con el Instituto de Medicina Legal, los representantes gubernamentales le explicaron a la empresa que contrató para servicios funerarios que los cuerpos no habían sido conservados y por ello era imposible la repatriación.

“Mi familia y la mayoría de los haitianos no creemos en la cremación. No sabemos qué harán con los cuerpos. Vi la foto y el cuerpo de Romane estaba lleno de sangre. Ni siquiera sabemos que dice la autopsia”, declara Irlande.

Para suerte de Aleen, su vida no terminó en ese accidente. Logró nadar hasta llegar a tierra firme. En Nicaragua, su dominio del idioma español le permitió moverse fácilmente, pero al llegar a Las Manos, frontera con Honduras, su sueño se vio nuevamente truncado.

“Yo tuve que nadar y nadar, después caminé mucho. Yo llegué a la frontera de Honduras y miré el rótulo “Bienvenidos a Honduras”. Ahí la policía nicaragüense me agarró y me devolvió para Costa Rica”, relata Aleen.

Centenares de personas han sido deportadas ya por el gobierno nicaragüense hacia el país del sur.  Una de las cosas que más resienten haitianos y africanos es el racismo de las autoridades nicaragüenses.

“El ejército de Nicaragua  nos llaman ‘macacos’. El día que me deportaron me dijeron “vaya a la casita donde viven los macacos”, pero nosotros no podemos decirles nada porque ellos fácilmente nos golpean”, describió el haitiano.

La coordinación regional y la ausencia de diálogo

Según estimaciones del gobierno Costarricense, más de 5600 personas han cruzado su país rumbo a Estados Unidos. En su frontera norte, han ubicado dos albergues temporales que atienden a aproximadamente 400 migrantes.

Uno de ellos se ubica en Las Vueltas, en el pequeño poblado de San Dimas. La mayoría de la población en este centro son haitianos, aunque también hay un pequeño grupo de africanos. Las condiciones de vida son radicalmente mejores que el campamento de Deldú y aunque no son óptimas, los colchones, la comida y el agua potable están disponibles para todos.

“Al igual que con los cubanos este caso es atípico para nosotros. Desde el punto de vista humanitario tratamos de darles atención con un mínimo básico para sobrevivir”, dice Oscar Cid, vicealcalde de La Cruz, quien coordina todos los esfuerzos de apoyo en la zona.

El ministro de Comunicación de Costa Rica, Mauricio Herrera, explica que en su frontera sur el trabajo es más intenso, pero se comparte con Panamá, país con el que mantienen un diálogo abierto. Esta coordinación les ha permitido ejecutar planes conjuntos y tener el mayor control posible de las personas que entran a sus territorios. Ambos países han acordado tomar medidas más restrictivas para el ingreso de migrantes, pero no descuidan los aspectos humanitarios. No obstante con Nicaragua, revela Herrera, la coordinación no ha sido posible.

“Lamentablemente no ha habido contactos acerca del tema migratorio, Costa Rica tiene la posición de que para resolver esta situación, se requieren acuerdos regionales entre todos los países, porque si no, se los estaríamos entregando a las redes de trata de personas”, plantea el ministro desde San José, en entrevista vía telefónica con Confidencial.

“No somos terroristas, déjennos pasar”

Miles de migrantes creen que en Estados Unidos encontrarán las puertas abiertas para trabajar y mejorar sus condiciones de vida, aunque no necesariamente será tan fácil el ingreso a ese país. Los haitianos y africanos no tienen a su favor una política como la de “Pies secos, pies mojados” que protege a cubanos inmediatamente que tocan tierra o aguas estadounidenses.

“Estados Unidos no rechaza a nadie, es la mejor nación del mundo, ahí podré vivir en libertad y buscar tratamiento. Estoy enfermo y en los hospitales de mi país no me han encontrado solución”, dice Tabit Rodulf, un ingeniero proveniente de Camerún que por el momento reside en el albergue de San Dimas.

Hace dos semanas el gobierno nicaragüense se pronunció oficialmente sobre la crisis migratoria. En un documento emitido con sello de Cancillería asegura que “se está trabajando por un tránsito seguro de migrantes” y habla de la coordinación entre instituciones como la Policía y el Ejército, pero no especifica cuáles serán las acciones.

Martha Cranshaw, de NicasMigrante y representantes del Servicio Jesuita para Migrantes, coinciden que ya la problemática alcanza niveles de emergencia humanitaria y claman por una salida que involucre acuerdos regionales.

En municipios de Rivas, en Nicaragua, ya se han activado grupos de personas que suplen algunas necesidades para los migrantes que logran cruzar y son deportados por la Policía. En San Juan del sur, centenares de personas marcharon exigiendo la apertura de fronteras y el cese del hostigamiento de los militares nicaragüenses.

Mientras, en Peñas Blancas, Aleen y sus compañeros abogan por que el gobierno del comandante Ortega cambie su política y escuche sus peticiones. “Nosotros estamos pidiendo al gobierno nicaragüense, a Daniel Ortega, que nos ayude, no somos terroristas, no somos narcos, no somos ladrones, no somos violadores, somos humanos que intentamos buscar una mejor vida para nuestra familia en los Estados Unidos. Si él es padre de familia, ¿por qué no quiere ayudarnos?”, pregunta Aleen".


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Dánae Vílchez

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