2 de marzo 2020
Horas antes de morir, el campesino Donald Fernando Rivera Rizo, de 28 años, sirvió café a quienes lo asesinaron. Eran ocho hombres, vestidos con uniformes negros, sin insignias, y dos de ellos llevaban el rostro cubierto con pasamontañas. Los ocho portaban armas de guerra: AK-47 y escopetas. Donald, asesinado el diez de octubre de 2018, vivía en una comunidad de San José de Bocay, Jinotega, en el norte de Nicaragua.
Tres días antes del asesinato de Donald, el abogado Óscar Noel Herrera Blandón, de 40 años, también fue asesinado por un sujeto encapuchado que le disparó dos veces por la espalda, a quemarropa, mientras estaba sentado a la mesa de un bar en Wiwilí, Jinotega.
Los asesinatos de Donald y Óscar no son casos aislados en Nicaragua. Entre octubre de 2018 y diciembre de 2019, al menos 30 activistas políticos u opositores campesinos han sido ejecutados en el país centroamericano, según una investigación de la revista CONFIDENCIAL y el programa Esta Semana, en alianza con la plataforma periodística regional CONNECTAS.
La investigación está basada en el análisis de las bases de datos registradas por investigadores nacionales y organismos nicaragüenses de derechos humanos, con casos verificados con familiares de las víctimas y pobladores de las comunidades.
Donald: hombre, campesino y opositor, cumple con el perfil de los asesinados, y su caso —el segundo en la lista de 30— marca un patrón que se repite en la mayoría de los asesinatos: fue ejecutado por sujetos con uniformes negros, algunos de ellos encapuchados, armados —en 26 de los 30 casos— con armas de fuego o fusiles de guerra. En la mayoría, tampoco hay rastro de otros delitos: no les robaron; el objetivo solamente era matarlos.
La impunidad es otra constante. Ninguno de los 30 crímenes ha sido investigado por las autoridades. Dieciséis meses después del asesinato de Donald, con 29 muertes más en la lista, la Policía no ha presentado a ningún sospechoso por estos casos, ni ha informado la apertura de algún expediente de investigación. CONFIDENCIAL intentó, sin éxito, obtener información sobre el seguimiento de estas muertes en el Ministerio Público o la Policía. Durante dos meses, ningún funcionario atendió las solicitudes de entrevista.
Ejecuciones de campesinos en el “Corredor de la Contra”
Los ocho hombres armados que asesinaron a Donald, llegaron a la casa del campesino —en la comunidad San Francisco de Hostigüas—, después de las 10:30 de la noche del miércoles nueve de octubre de 2018. Él dormía con su esposa embarazada y sus dos hijos menores. Al escuchar a los hombres, Donald se puso una camisa celeste, un jeans y unas botas de hule. A través de las rendijas de su pequeña vivienda de tablas, observó a los visitantes, y no reconoció a ninguno.
El campesino era simpatizante liberal, opositor al Gobierno de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, y participó en las protestas cívicas registradas entre abril y septiembre de 2018, a las que el régimen respondió con represión y muerte, dejando 325 asesinados y más de 2000 heridos, según datos confirmados por organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos.
Cuando Donald abrió la puerta de su casa, los ocho hombres entraron uno por uno para acomodarse en la pequeña sala. Los sujetos buscaron armas y no hallaron nada. Mientras hurgaban y revolvían las pocas pertenencias de la familia, el joven campesino les sirvió café a todos.
Al terminar, los hombres le pidieron a Donald que los acompañara a las casas de sus padres, Sobeyda Rizo y Harvey Manuel Rivera, a unos 50 y 200 metros, respectivamente. En ambas viviendas, los hombres se identificaron como agentes policiales que buscaban verificar que no guardaban armas.
El asesinato de Donald ocurrió en San José de Bocay, uno de tres municipios montañosos de Jinotega, identificados como el antiguo “Corredor de la Contra”. En la década de los ochenta, durante la última guerra civil nicaragüense, las zonas de Bocay, Wiwilí y El Cuá fueron un importante bastión de la Resistencia Nicaragüense, un ejército irregular, financiado por Estados Unidos, que combatió contra el primer Gobierno de Daniel Ortega (1984-1990) y que, en su mayoría, estaba integrado por campesinos.
La investigación de CONFIDENCIAL y Esta Semana revela que 18, de las 30 ejecuciones contra campesinos nicaragüenses, ocurrieron en comunidades o el casco urbano de estos tres municipios de Jinotega: ocho en El Cuá; seis en San José de Bocay; y cuatro en Wiwilí. Además, otros dos habitantes de Wiwilí, forzados al exilio en Honduras, fueron asesinados al otro lado de la frontera, en Trojes, municipio del departamento catracho El Paraíso.
El tablero político de esos tres municipios norteños, de trayectoria antisandinista, cambió en las votaciones municipales de 2017. El gobernante Frente Sandinista perdió las comunas de El Cuá (obtenida en 2008) y Wiwilí (obtenida en 2012), que pasaron a manos de Ciudadanos por la Libertad (CxL) y el Partido Liberal Constitucionalista (PLC), respectivamente. Mientras, San José de Bocay, que desde su primera elección en 2004 había estado gobernada por liberales, ahora está controlada por el FSLN.
Un Santiago Nasar en Wiwilí
La ejecución del abogado opositor Óscar Noel Herrera Blandón, en Wiwilí, es una versión nicaragüense de la trama de Crónica de una muerte anunciada, el célebre relato de Gabriel García Márquez (1981), en el cual el escritor colombiano narra el crimen contra el personaje Santiago Nasar, quien fue el último en enterarse de que lo matarían. Sin embargo, Óscar sabía que lo iban a matar. Su familia también lo sospechaba, porque fanáticos orteguistas lo habían amenazado de muerte a través de redes sociales. También habían hecho pintas en las paredes del mercado local, el estadio, algunas casas y en la escuela de Wiwilí.
— ¿Qué pasó?
— Es Óscar.
— Me lo mataron, ¿verdad?
— No, dicen que está herido.
— No. A mi hijo no me lo iban a herir. Me lo mataron.
Así recuerda Aura Jessenia Herrera, sobrina de Óscar, el diálogo con su abuela materna, cuando le informó sobre la muerte de su tío. Las amenazas contra Óscar, quien era asesor legal de la alcaldía liberal de Wiwilí, empezaron luego de la llamada “Operación Limpieza”, que el régimen ordenó para “barrer” a sangre y bala con los bloqueos de carretera, levantados con adoquines y ramas de árboles en las principales ciudades y vías de Nicaragua, para presionar la salida de Ortega, durante el estallido social de 2018.
Organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos calculan que, en el período de esa operación —entre junio y julio de 2018—, al menos 45 ciudadanos fueron asesinados por agentes policiales y paramilitares, que actuaron por todo el país junto con la Policía, apertrechados con armas de guerra, a bordo de camionetas doble cabina que la población bautizó como “caravanas de la muerte”.
Mientras en el país, los opositores denunciaban la persecución del Estado, a cargo de paramilitares, policías o grupos de choque, Óscar se resistía a ver su oposición al Gobierno de Ortega como un delito.
“Él huyó dos veces. Regresó porque lo amenazaron con quemarle viva a la familia —su esposa y dos hijos (una niña y un niño)—. Se encerró en la casa”, relata la sobrina de Óscar, quien añade, sin embargo, que “llegó un momento en que (el abogado) dijo que no le debía nada a nadie y comenzó a salir a tomar (licor). Se dio por vencido. Se resignó a morir”.
“Así es como terminan los golpistas”
Jasmina García Rodríguez recorrió varias veces los más de diez kilómetros que hay entre su vivienda y la estación policial de Wiwilí. Quería denunciar el asesinato de su esposo Néstor Uriel Aráuz Moncada, de 41 años, pero nunca la atendieron. La mujer desistió luego que un jefe policial le dijo: “Somos unos mandados del Gobierno. Cumplimos con las leyes que nos ponen”.
Néstor era director de Servicios Municipales de la Alcaldía de Wiwilí. Fue asesinado la noche del 21 de febrero de 2019, cuando regresaba en motocicleta a su vivienda, en la comunidad Maleconcito, a unos diez kilómetros del casco urbano. Cuatro sujetos lo interceptaron a mitad del trayecto, en una zona conocida como El Jicote, y le descargaron sus armas.
A los familiares de Donald, el joven campesino asesinado en San José de Bocay, la Policía solamente les ordenó que recogieran el cuerpo. “No llevaron ni a un forense para que hiciera la autopsia”, reclama un amigo del asesinado. Con Óscar, las autoridades fueron más allá: “No hay nada que investigar. Así es como terminan los ‘golpistas’ ”, le dijo un jefe de la Policía de Wiwilí, a la sobrina del abogado.
El régimen y sus simpatizantes llaman “golpistas” a los ciudadanos que se sublevaron contra el Gobierno en 2018. La narrativa de la dictadura sostiene que Ortega fue “víctima” de un “intento fallido de golpe de Estado”, aunque organismos internacionales como la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, adscrita a la Organización de Estados Americanos) han descartado esa versión, y en cambio critican un uso excesivo de la fuerza policial.
Asesinos con entrenamiento profesional
La actuación en grupo, su coordinación, y el uso de armas de guerra entre los ejecutores de los campesinos nicaragüenses, hace sospechar a expertos en temas de seguridad y funcionarios de organizaciones nacionales de derechos humanos, que estos responsables no son “simples civiles armados”, sino sujetos con entrenamiento policial y militar.
“Hay un intento por lavar la cara al Ejército, y que sean los paramilitares quienes asuman el costo político de estos asesinatos”, afirma Juan Carlos Arce, miembro del colectivo de defensores de derechos humanos “Nicaragua Nunca Más Impunidad”, una organización que surgió en Costa Rica, después de que el régimen, a finales de 2018, canceló las personerías jurídicas e ilegalizó a una decena de organizaciones no gubernamentales, entre ellas el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh), donde hasta entonces colaboraba este abogado defensor.
Meses antes de la Rebelión de Abril, Arce era coordinador de la filial del Cenidh en Matagalpa-Jinotega, donde —sin pretenderlo— se había convertido en el principal investigador sobre el exterminio de grupos de rearmados en las montañas de esa zona de Nicaragua. A la filial, llegaban de manera regular familiares de los campesinos, solicitando acompañamiento para la demanda de justicia, porque sus padres, esposos o hermanos habían muerto a manos del Ejército de Nicaragua, que no los reconoce como exmiembros o simpatizantes de “la Contra” de los ochenta que se habían rearmado contra la reelección indefinida de Ortega y, en cambio, los descalifica como “grupos delincuenciales”.
En febrero de 2017, otra investigación periodística de CONFIDENCIAL reveló que, entre 2011 y 2017, 22 de 25 miembros de grupos de rearmados habían sido asesinados por militares o policías con una efectividad excepcional. Mientras el Gobierno alegaba que no existían estos grupos, el Ejército mostraba su letalidad: el 88% de las bajas eran “muertos en combate”.
Arce sostiene que los asesinatos selectivos en el campo nicaragüense han sido “una estrategia del Gobierno desde 2007”, cuando Ortega retomó la Presidencia. “Las ejecuciones (antes) eran realizadas por el Ejército y la Policía. Sin embargo, en los recientes casos, quienes cometen las ejecuciones son paramilitares”, dijo Arce en una entrevista en Esta Semana, en julio pasado.
Después de varios días consecutivos anunciando en nuestras redes sociales la publicación de esta investigación periodística, el coronel Álvaro Rivas Castillo, jefe de la Dirección de Relaciones Públicas y Exteriores del Ejército de Nicaragua, atendió a CONFIDENCIAL y desvinculó a la institución militar de las ejecuciones en el campo, de los cuales afirmó no tener conocimiento.
Sobre los señalamientos de las organizaciones de derechos humanos, el coronel comentó: “nos tratan de ubicar en sectores donde no hemos estado, y acciones que desconocemos”.
Esta investigación, confirmó que en 19 de los 30 asesinatos documentados participaron más de dos hombres; otras diez de las víctimas fueron ejecutadas por un solo sujeto, que disparó sin mediar palabra. Y en un caso, solamente se encontró el cuerpo semienterrado, con señales de tortura, sin poder identificar cuántos pudieron participar del delito ni el tipo de arma que habrían utilizado.
Los datos igualmente comprueban que, en al menos 26 de las ejecuciones, se utilizaron armas de fuego (14 con revólveres; diez con AK-47, y dos con escopeta), y otras tres fueron machetes. Además, todos los asesinados a balazos, recibieron más de dos disparos y, en algunos casos, superaron los seis. La socióloga e investigadora nicaragüense, Elvira Cuadra, quien ha detallado en varios estudios estos asesinatos, valora que “esto nos habla sobre el nivel de saña, la gravedad y la violencia que se está utilizando”.
Policía alega “legítima defensa”
La decapitación del campesino Marvin Francisco Blandón, de 25 años, generó la condena internacional del secretario general de la OEA, Luis Almagro, y la nicaragüense Bianca Jagger, activista mundial de los derechos humanos.
Condenamos el atroz asesinato del campesino Marvin Blandón en #Nicaragua y exigimos su investigación inmediata y llevar a la justicia a los responsables #OEAenNicaragua https://t.co/fmKRH6xKhh
— Luis Almagro (@Almagro_OEA2015) September 4, 2019
Blandón apareció decapitado el domingo primero de septiembre de 2019, en la zona de Turuwas, en San José de Bocay. Era originario de la comunidad Peñas Blancas, en El Cuá, pero viajó en busca de maíz, declaró una familiar a medios locales. Blandón no fue asaltado. Tenía todas sus pertenencias.
El eco internacional de este hecho fue aprovechado por organizaciones nacionales de derechos humanos, para tratar de poner en agenda los crímenes contra los campesinos. Sin embargo, los defensores luchan contra la maquinaria del régimen, que reduce a las víctimas a presuntos delincuentes.
Norlan Gómez, abogado del Cenidh, subraya que las familias de las víctimas sufren por “partida doble”. Primero, por la muerte del ser querido, luego por el escarnio de las autoridades.
En tres, de los 30 asesinatos, la Policía ha admitido —y justificado— la participación de sus agentes. “Los compañeros policías, en legítima defensa, repelieron la agresión utilizando sus armas de reglamento, falleciendo dos delincuentes identificados como Norvin de Jesús Castro Zelaya y Elvin Rodríguez Gutiérrez”, reza un comunicado de la Policía, sobre la muerte de dos jóvenes en El Cuá. Los familiares rechazan la versión policial.
En otras notas de prensa, la Policía reduce estos hechos a la delincuencia común o supuestos enfrentamientos entre abigeos o narcotraficantes.
Familiares y pobladores, presas del miedo
En el campo nicaragüense hay miedo. Las familias de los asesinados callan; los líderes comunitarios u opositores han tenido que huir o vivir escondidos; las autoridades municipales se abstienen de brindar declaraciones.
Un líder político de la microzona de Ayapal, en San José de Bocay, describe el miedo en la zona norte: “Cuando miramos movimiento de la Policía (antimotines encapuchados), nosotros (opositores) nos comunicamos y decimos: ‘No salgamos’”.
En Ayapal, El Cuá, San José de Bocay y Wiwilí, los comercios abren y cierran de manera regular; el ir y venir de sus únicas calles principales no para. Sin embargo, hay un nuevo elemento en la ecuación del día a día de estos pueblos: el miedo. Nadie habla con un extraño sin estar pendiente de quién lo observa o intenta escuchar su conversación.
CONFIDENCIAL habló con una docena de parientes y pobladores, pero solo Aura Jessenia Herrera y Jasmina García Rodríguez autorizaron publicar sus nombres. Igualmente se intentó, sin éxito, entrevistar al alcalde de El Cuá, Isidro Irías Herrera (CxL), y a la alcaldesa de Wiwilí, Reyna Hernández (PLC). Ambos alegaron “inconvenientes con su agenda”. El alcalde sandinista de San José de Bocay, Noel Gadea, no atendió nuestra solicitud.
Ese silencio afecta también el trabajo de las organizaciones de derechos humanos, que cada vez tienen menos acceso a las familias. Esto es un elemento que juega a favor de los criminales, afirma el abogado defensor Juan Carlos Arce. “Cuando ellos (los paramilitares) operan en el Pacífico han sido grabados por la población, pero en la zona de Jinotega no es así, cuesta muchísimo obtener la evidencia o acceder a testigos y a las familias, que son las únicas con información”, explica.
Sentencias de muerte
A la casa de Harvey Rivera, el papá de Donald, solo llegaron seis de los ocho hombres que vestían uniformados de negro. Ya era de medianoche. “Entraron armados con escopetas, dos de ellos con fusiles AK, y uno con machete en mano, vestían ropa negra con gorra y sombreritos negros”, relató el padre, días más tarde, a un medio local.
Su hijo acompañaba al grupo de hombres. Donald no estaba detenido, pero tampoco “lo dejaban que se moviera”, recordó Harvey.
Tras revisar la casa, después de pasar por la de Donald y la de su mamá Sobeyda Rizo, los hombres informaron que no había armas. La denuncia era falsa. Los uniformados decidieron partir y le exigieron a Donald que los acompañara a la carretera, que está a unos dos kilómetros de la comunidad. Le dijeron que era para “no perderse”.
“Harvey pensó que se llevaban detenido a Donald. Que lo tendrían preso, como es la moda. Él lo iría a buscar después”, relata un amigo de la familia.
— Nos vemos, papá
— Mañana voy a buscarte, hijo.
— Tranquilo, papá.
Fue la última conversación entre padre e hijo. El cuerpo de Donald fue hallado la mañana siguiente a orillas del río El Batazo, cerca de la carretera. Tenía dos orificios de bala de revólver calibre 38 en la cabeza.
Aura Jessenia Herrera, sobrina del abogado asesinado Óscar Noel Herrera Blandón, reflexiona resignada que, en el norte de Nicaragua, “cuando tenés una sentencia de muerte no te llevan preso, aquí si te van a matar lo hacen. En mi pueblo, las cosas funcionan así”.
Este reportaje fue realizado en el marco de la Iniciativa para el Periodismo de Investigación de las Américas, del International Center for Journalists (ICFJ), en alianza con CONNECTAS.
Lea la segunda entrega de esta investigación:
“La orden: matar a los Montenegro”