23 de junio 2019
Yo la bauticé ‘Anónima’.
A pesar de su valentía para enfrentar la represión de los paramilitares en las calles de su ciudad, y para sobrevivir a sus agresores, ella, inocente, dulce y confiada, accedió a decirme su nombre verdadero, así como el alias que usó mientras luchaba para mantener los tranques en pie, y hasta pensaba que sí, que podíamos mostrar sus hermosos y coloridos tatuajes en pantalla.
Le dije que no, y mientras pensábamos con qué nombre llamarla, para que el cobarde que aún gobierna su ciudad no encuentre nuevos pretextos para perseguir a su familia, me pareció lógico llamarla ‘Anónima’, siendo que me concedería la entrevista usando la máscara de Gay Hawkes, la misma que usan los hackers de ‘Anonymous’, y millones de personas cuando protestan alrededor del mundo.
Así, con la máscara puesta, lloró, y yo con ella. Pero no nos adelantemos.
Tuve que convenir con ella que no se mencionaría el nombre del hermoso lugar donde ocurrieron estos tristes hechos, y que se referiría a esa urbe únicamente como “mi ciudad”. Tampoco diría el país en el que hicimos la entrevista, al que solo llamaría “aquí”.
Hasta antes del 18 de abril, ella era “una estudiante, hija, trabajaba a tiempo completo y en las noches iba la universidad. Era una estudiante y una ciudadana más”. Como casi todos nosotros.
Al estallar la Rebelión de Abril, para ella fue imposible no involucrarse, en especial después que sintió que le “dolía el alma, ver cómo estaban matando a los estudiantes, a los jóvenes por protestar pacíficamente, por querer un cambio en Nicaragua”.
Su presencia, marcada por su carisma, no pasaron desapercibidos en los tranques, al punto que pronto tuvo que asumir un papel protagónico compartido con sus compañeros de rebelión, y si bien era consciente de los riesgos que ello podía implicar, nunca esperó que le sucediera lo que le pasó.
No le pregunté por sus peripecias en los tranques, porque no se trataba de una historia de aventuras. Sí tuve que preguntarle por el momento de su captura, y los terribles tormentos que llegarían después.
"¿Cómo pueden hacerme esto?"
Su desgracia comenzó en junio de 2018, cuando la secuestraron varios paramilitares, y la llevaron a una de las sedes del partido sandinista en su ciudad. Ahí comenzaron a interrogarla por ser parte del Movimiento 19 de Abril. Querían saber cuántos eran, qué hacían, dónde dormían.
Al ver que no les respondía, la torturaron por más de siete horas. Le ponían trapos sobre el rostro para hacerle el ahogamiento simulado. También le aplicaron electroshocks en las costillas.
“Fueron horas angustiantes, donde se me venía a la cabeza cómo estas personas podían hacer eso con nosotros, con tanto odio. Han pasado los meses, y ya tengo más fuerza para contarlo... Yo les preguntaba que si no tenían madres, que si no tenían hijas, que por qué me hacían esto a mí”, revive.
Su temor ante la inminencia de la muerte la sacudió cuando vio al alcalde de su ciudad, uno de esos eternos que ‘gobiernan’ algunos de los municipios del país en nombre del Frente Sandinista.
Él estaba “enfrente de mí cuando me estaban torturando, sin hacer nada, sin que les importara mi dolor y mi sufrimiento”, por lo que pensó que no la dejarían viva, para impedir que lo denunciara a él o a los paramilitares a quienes les vio las caras.
Pero no la mataron. En vez de eso, “comenzaron a abusar de mí. Lo voy a decir como lo dijeron ellos: ‘dale por el...’ y me violaron más de quince hombres. Dejarme viva fue lo peor que pudieron hacer”.
Llora, y yo con ella. Lloro al transcribir la entrevista.
Dice la imponente canción de Carlos Mejía Godoy: “La cipota campesina, fue mancillada ahí nomás, y Tacho desde un afiche, reía en el taquezal”. Estoy seguro que esta vez, no era Tacho el que reía desde un afiche, y tampoco lo hacía desde un taquezal.
“Estuve ahí llorando, gritando…”
Después de torturarla por horas para que delatara a sus compañeros, de ponerle el teléfono en la cara para tratar de desbloquearlo y ver que no conseguían nada, uno de los que lideraba el operativo dijo “sáquenla, llévensela”.
Contrario a lo que podría parecer, la ‘noticia’ no supuso alegría ni alivio. Su cuerpo estaba tan maltrecho, su sistema nervioso tan agotado, que en ese momento no podía sentir ninguna de esas emociones.
“Mi carne, mi cuerpo en sí ya no podía. No podía ni levantarme del piso”, señala. Dos hombres la agarraron de las manos y la arrastraron fuera de la sede sandinista donde estaba secuestrada, hasta llegar a la esquina de la cuadra.
Ahí le dijeron que se levantara y pusiera las manos sobre la cabeza. Su primera reacción fue pensar “me mataron”. La siguiente, pedirle perdón a Dios, a su madre y a su abuela, porque no podía dejar de pensar “hasta aquí llegué”.
Después de contar su martirio, ‘Anónima’ no tiene empacho en confesar que “les rogué en ese momento: no me hagan esto. Soy una joven, tengo una vida por delante. No hagan esto”.
Para su ¿suerte? No pretendían asesinarla. No esta vez. En vez de ello, la patearon en los costados para que pusiera las manos sobre la cabeza y comenzara a caminar, y le dijeron: “Deciles a esos hijueputas que cuando los agarremos, no va a ser nada en comparación con lo que te hicimos a vos. Ahora andate”.
Pero seguía dudando. Mientras decidía si correr o quedarse, uno de sus captores le golpeó el costado con un fusil AK, y ella corrió. Unos segundos después le dispararon, pero por la razón que sea, no la hirieron de nuevo, así que corrió, corrió y corrió.
“Fueron las cuadras más cortas de mi vida. Yo sentía que mis pies —porque iba descalza— no tocaban el piso. Me había orinado, iba rasgada, golpeada...”. Poco después, llegó a la esquina de un parque de su ciudad, donde un taxista le ayudó a llegar al tranque más cercano.
En el sitio encontró a algunos de los chavalos, sorprendidos, que le preguntaban qué le había pasado, porque no sabían de su secuestro. La llevaron a un lugar que define como “el corazón de los tranques”, donde dos muchachas le ayudaron a cambiarse de ropa, y preguntaban qué pasó... “estuve ahí llorando, gritando, estaba desesperada. Todavía no había analizado lo que me habían hecho. Estaba en shock”.
La decisión fue que no podía irse a su casa, para evitar represalias del alcalde, así que estuvo en casas de seguridad por más de 45 días. En ese tiempo, denunció a sus agresores —con nombres y apellidos— ante instituciones de derechos humanos, lo que le causó problemas a ella, a su familia, y a la persona que recibió su denuncia, quien, amenazado, también tuvo que irse del país.
Refugiada en Costa Rica, huye de nuevo
La familia de ‘Anónima’ se dio cuenta que debía enviarla al extranjero, y la sacó de Nicaragua. Como decenas de miles de compatriotas, pensó que en Costa Rica estaría segura, pero se equivocaba.
En abril pasado acompañó a una amiga nicaragüense, también exiliada, a la oficina de Migración. Mientras esperaba que su amiga retirara unas fotocopias para respaldar sus gestiones, sintió cómo alguien la agarraba por la espalda y le ponía un punzón en el cuello.
A ese no lo pudo ver, pero sí al que se puso delante de ella. Vio su cara, su pelo blanco, y oyó su acento nicaragüense. El que la retenía por la espalda le dijo: “Ajá hijueputa. Ponete de paradita, pues. Ponete de paradita”. Y la llamó por su nombre.
A su mente volvieron los recuerdos de su secuestro, tortura y violación infames. Y se dio por muerta otra vez. Para su suerte (porque los gestores que estaban en las afueras de Migración miraban la escena sin hacer nada), su amiga salió de donde estaba, y ella sí intervino.
A su amiga la acuchillaron en el brazo y le golpearon el costado, mientras a ella la seguían ahorcando, hasta que los trabajadores de una planta eléctrica salieron en su ayuda gritando “déjenla, déjenla”, lo que puso a sus captores en huida.
Decidieron ir a una oficina policial a poner su denuncia, pero la respuesta de los uniformados las dejó pasmadas: “Ideay, ¿todos los días van a venir a poner denuncia que los quieren secuestrar a ustedes”? Cuando dijo a ‘ustedes’, se refería a los nicaragüenses”, especifica.
Esa reacción le demostró que había que volver a huir, y lo hizo. Volvió a viajar, y encontró, en otro país, una comunidad nicaragüense que la acogió y le brindó un poco de la paz que necesita para tratar de curar las heridas de su alma.
Por ahora, solo espera conocer la noticia de que Daniel Ortega se fue de Nicaragua, y aunque eso no bastará para dejar en el olvido su tragedia, al menos podrá regresar a los adoquines de esas calles que la vieron crecer, para abrazar a su madre, a sus amigos y familia.
Podrá volver para comenzar de nuevo a tratar de alcanzar nuevas y viejas metas… esas que el alcalde de su ciudad, y más de una decena de cobardes quisieron quitarle un terrible día de junio.