22 de noviembre 2016
Especial para Confidencia. (I de VI entregas).
“No sé adónde vamos desde aquí. ¿Es America un Estado y una sociedad fallidos?”
—Paul Krugman, “Our Unknown Country”, NYT.
Una semana después de las elecciones presidenciales, volví a casa en Estados Unidos desde Sudamérica. En la escala intermedia en Texas tomé el Skylink, el pequeño tren de altura que conecta las terminales del aeropuerto de Dallas-Fort Worth. En el habitáculo viajaba un grupo de diez o doce personas. La madrugada era apacible y fresca y mi viaje había sido ordinario, pero yo estaba inquieto.
Cientos de veces he visto a mis compañeros de viaje y no he hecho más que preguntarme cuál tendría hijos, cuál dormiría menos o más que yo, a quién me sacaba ventaja porque parecía más viejo que yo siendo, suponía, más joven. Pero ahora era distinto. Las elecciones me habían enjaulado el ánimo y no podía considerar mi regreso a Estados Unidos como algo normal. Al cabo, volvía por primera vez desde que la mitad de los votantes resolvieran soltar a The Kraken dándole la presidencia a Donald Trump. Así que ahora miraba a mis compañeros de viaje con una ansiedad silenciosa, para juzgarlos, sin conocerlos más que por un golpe de vista, tratando de dimensionar qué lugar ocupaban en las dos veredas en que ha quedado dividido Estados Unidos tras la elección de Trump.
El pasaje estaba compuesto por una selección amplia de gentes, todas medio adormiladas. Un gringo enorme, en la cuarentena, con la cara cuadrada y el pelo rasurado, barrigón pero todavía no al punto de que la grase ocultase sus músculos. Un chico jovencito, moreno, con pantalones baggy y zapatillas Nike Air Max que bailaba suavemente siguiendo la música que le dictaban los auriculares conectados al iPhone. Un señor indio de la India en traje de negocios que jamás despegó sus anteojos del iPad. Dos trabajadores del aeropuerto vestidos en el uniforme del personal de tarmac de American Airlines: latinos, dicharacheros, ruidosos. Una mujer mayor, fantasmalmente blanca, que llevaba un enorme café en su regazo, su silla de ruedas guiada por otra señora, esta vez asiática. Un negro gigantesco vestido de negro, los ojos como dos puntos únicos de luz. Tres o cuatro tipos tan anodinos que costaba distinguirlos del grupo general. Mientras los veía comencé a preguntarme quién de ellos podría haber votado a Trump. Cuál daba el perfil, quién escapaba a la categoría.
Descubrirme en esa situación me dejó con la frente marcada. De repente me sentía como un personaje de una historia de espías en la vieja Berlín de la guerra tratando de determinar quién sería aliado y quién enemigo, quién colaboraba con los nazis y quién, discretamente, pasaba por una persona regular y era en realidad un buen amigo de la resistencia. Era una situación incómoda y extraña. Un solo hecho, la votación que ponía al hombre menos indicado al frente de la Casa Blanca, había trastocado mi comportamiento social. Medía a las personas por una suposición, las juzgaba sin mayores elementos y, desde entonces, condenaba toda posibilidad de relación —y me condenaba a mí mismo— sobre la base del pre-juicio.
Me considero una persona inteligente pero he visto que no soy ajeno a los mecanismos del miedo y la paranoia capaces de corroer los acuerdos mínimos de una sociedad. Y sentía que ese tipo de persona no era yo, sino una construida por las circunstancias, empujada a la sospecha por un aire que había comenzado a bajar y ocupar todo nuestro espacio de manera sigilosa. De algún modo pensé en La peste de Camus. Al bajar del Skylink ya había tomado mi decisión: los votantes de Hillary ganaban 7 a 4. Uno de los latinos, decidí, había elegido a Trump.
El día de la elección estaba en Argentina y aun no sé si eso fue una fortuna o una condena. Pasaba unos días relajados junto a mis padres pero no estaba cerca de mi familia más próxima, en Estados Unidos, por la que trabajaré cada década por venir. Tuve la extraña sensación de que habían declarado una guerra cuando yo estaba fuera, que la perdíamos y que no podía hacer mucho. Pasé toda la noche de la elección actualizando mi navegador, calculando promedios electorales en cada estado, obsesionado por los votos pendientes de contar en las grandes ciudades de Pennsylvania, Michigan y Wisconsin. Acabé a las cinco de la mañana del día siguiente, ya con nuevo presidente proclamado, agotado como si hubiera sostenido el mundo sobre mis espaldas.
Aún me es difícil de asimilar el golpe de la elección. El primer día desperté con la sensación de que estaba en una pesadilla, al segundo lo hice con el deseo de estar metido en una. Ahora estoy a la expectativa con los nervios en vigilia. Los anuncios lentos del nuevo gobierno, las definiciones que escasean, los nombres que se barajan en el azar de los cargos del gabinete: administro esas noticias como quien escucha partes de guerra que relatan cómo la ciudad está siendo cercada progresivamente, cómo las fuerzas propias caen ante el avance del adversario y cómo ese mismo adversario llama a que depongamos cualquier resistencia porque, ahora, inicia su dominio.
No puedo obviar la metáfora bélica ni puedo ocultar que, una y otra vez, me encuentro pensando el ascenso de Donald Trump como el ascenso de Adolf Hitler. Esta elección es un parteaguas histórico por el riesgo político de Trump para la democracia americana y las relaciones globales pero también lo es a nivel humano, porque ya nadie se mira como parte de una misma sociedad. La elección de Trump ha roto la cohesión. Y yo me siento bajo sospecha y pongo a los demás bajo sospecha. De hecho, cuando mi avión tocó tierra en Texas, a mi regreso, enfrenté al oficial de migraciones con los músculos de la cara hechos roca. Y nada había cambiado. Los oficiales de Migraciones y Aduanas estaban todo lo simpático que se puede estar a las cinco de la mañana, pero yo miré a quien selló mi pasaporte tenso, esperando una reacción a mi condición de ítalo-argentino residente en Estados Unidos, de spic, de extraño. El tipo fue amable como luego lo fue el agente de aduanas —un sesentón gigante de voz trémula— que bromeó porque la aerolínea dejó mi maleta en Sudamérica pero, al menos, me trajo a mí, “de vuelta a casa”.
Tengo miedo ante una situación inmanejable y su sordidez inherente, su violencia contenida, me sobrepasa a menudo y acabo con la sensación de haber sido secuestrado por fuerzas más poderosas que mi propia razón. He escrito estas palabras con la idea de encontrar algún orden pero con la casi firme certeza de que no sé si alguna vez lo hallaré. Estoy atravesado por mil ideas que se arremolinan y me tienen en el aire, yendo de aquí por allá sin ninguna claridad sólida.
¿Qué pasó?
¿En qué momento nos barrió la marea roja del tóxico Donald Trump? CNN mostró la caída de cada estado en manos del Partido Republicano con una mezcla de incredulidad y negación. Era como si la renuencia a aceptar la realidad fuera nuestra última baza antes de despertar a la pesadilla.
¿Por qué fallamos en verlo? ¿Cuán grande fue nuestra ceguera? ¿En qué momento dejamos que las encuestas se convirtieran en la realidad, en cuál decidimos que la probabilidad de voto era el voto realizado? Tanto deseamos que ese monstruo político, ese émulo a escala de una pesadilla neofascista y hitleriana, cayera al final, tanto nos convencimos a nosotros mismos que la sociedad americana no se permitiría tamaña derrota, que no vimos que eran nuestras propias ideas, nuestras aspiraciones, nuestro deseo el que nos impedía comprobar lo obvio. Donald Trump estaba ganando en los estados clave con una campaña que, para más de media humanidad, era un ejercicio de bajezas oprobiosas.
¿Qué pasó? ¿Por qué perdimos una elección decisiva no ya para un país, sino para la humanidad?
[destacado titulo="Blancos en un velorio liberal"]
*Dos mundos distintos que no se hablan: Estados Unidos es un país polarizado y en brusca tensión. Los pueblos pequeños y rurales son ahora republicanos, las ciudades grandes, demócratas.
¿Quiénes vociferaban “Lock her up! Lock her up!” como posesos? Los hombres. ¿Quiénes se paseaban como machos encabritados golpeando a otros, amenazando a otros, empujando a otros? Los hombres blancos. ¿Quiénes estaban a su lado o dos pasos atrás para sostener esa rabia? Sus mujeres.
Según las estadísticas finales, Trump ganó por una combinación de factores liderados por raza y género con el sustrato de la marginación de una economía más tecnificada y el miedo —inducido efectivamente por Trump— al cambio y al futuro. Trump fue votado de manera indiscutible por los blancos, en particular hombres sin educación del Medio Oeste y más de la mitad de las mujeres. Mientras muchos veíamos ilógico o raro que Trump viajase a estados con larga tradición demócrata, él trabajaba allí la voluntad de esos grupos con devoción de iluminado. Trump se benefició también porque Hillary Clinton, aunque se quedó con casi la totalidad del voto negro y dos tercios del latino, obtuvo menos votos que Barack Obama en condados clave de estados pendulares.
Los blancos no querían demasiado a Hillary y respondieron con agrado al mensaje proteccionista de Trump. El gap de género fue el mayor en seis décadas. El número de votantes obreros —un segmento que ya no parece darle su confianza como antes a los demócratas— favoreció de manera elevada al Partido Republicano. Los hombres blancos votaron a Trump en un número largamente mayor a los votos recibidos por Mitt Romney cuando desafió la reelección de Obama: Hillary, al cabo, una mujer, provocó un enorme rechazo de los menos formados. En muchos habló el orgullo masculino —varias encuestas hablaban de cómo los republicanos sentían que el país se había feminizado—, pero el macho también se expresó en el género femenino: en Quartz, afirman que el triunfo de Trump entre las mujeres blancas (otra vez, sobre todo las que tienen poca educación) llegó porque muchas aún consideran que los hombres son sus salvadores.
La elección se resolvió por una suma de factores perfectamente racionales —que esa razón no sea la nuestra no los convierte en irracionales, per se— sin comportamientos colectivos cruzados por una raison d’être. ¿Por qué un millonario captó a muchos de los más pobres? “Un elemento poco conocido de la brecha [cultural de clase] es que la clase blanca trabajadora resiente a los profesionales, pero admira a los ricos”, dice Joan C. Williams en Harvard Business Review.
Dos mundos, dos mundos distintos, dos mundos distintos que no se hablan: Estados Unidos es un país polarizado y en brusca tensión. Un tiempo antes de las elecciones, una encuesta de Pew Research decía que muy pocos simpatizantes de Hillary y Trump tenían amigos cercanos en el otro lado de la fuerza. Los que menos eran los más jóvenes y los afroamericanos, y el fenómeno parece un correlato de la profunda división que marca al país. Ambos grupos ven a la sociedad, la cultura, la economía y el modelo de nación de manera muy diversa y parece difícil un diálogo que encuentre terreno común en especial tras la profundización de la grieta en la última década.
Hillary y los demócratas tuvieron su público en las grandes ciudades donde la globalización y las economías más modernas, vinculadas a los servicios, tienen lazos con el mundo e intercambios culturales variados. Trump y los republicanos se han hecho fuertes en el interior profundo, menos diverso y tolerante, más aferrado a las formas tradicionales —industriales, agrícolas— de producción. Las ciudades, por su dinamismo, están pobladas además por habitantes más jóvenes, dispuestos a tomar riesgos; son, con más determinación en esta elección, azules. El interior del país, mayoritariamente rojo, está ocupado por los más viejos, que quieren una economía más estable, tienen aversión al cambio y, dada su menor expectativa de vida, necesitan más asistencia del Estado que en las costas urbanizadas. La mayoría del país es red profundo, incluidos estados tradicionalmente blues en los Grandes Lagos; los demócratas quedaron afincados en toda la Costa Oeste, un fragmento del suroeste y el noroeste del país, entre la frontera con Canadá al norte y Virginia al centro. Los pueblos pequeños y rurales son ahora republicanos, las ciudades grandes, demócratas.
Hay una crisis de clase entre unos y otros, como parece surgir de The Dignity of Working Men de Michele Lamont: los campesinos blancos y los obreros pobres se consideran en la misma liga que los ricos —ellos producen riqueza, crean cosas, arman algo—, pero los profesionales —esos clasemedieros universitarios y urbanos— se parecen más a parásitos: hablan, no usan las manos. Los ricos están lejos y se idealizan, los profesionales dan las órdenes a los trabajadores. Hillary simboliza la arrogancia de esa é Los pueblos pequeños y rurales son ahora republicanos, las ciudades grandes, demócratas.
lite profesional con su discurso bien aprendido y de palabras raras; Trump tiene todo el dinero del planeta pero habla y se comporta como un camionero borracho en un bar: el vocabulario enroscado versus el straight talker.
Trump es más parecido al americano promedio real que la expectativa liberal de lo que tendría que ser el americano promedio ideal. La mirada liberal es una construcción de laboratorio, un deber ser; Trump encontró bajo la alfombra al hombre real, lo miró y entendió qué podía querer. Se lo dio en un show diario por la TV y Twitter y pasó con su ambulancia abierta a subir a todos. Nosotros ocultamos nuestros gases y vamos al baño a evacuar; ellos se rajan pedos que aprietan en los sillones para no ser descubiertos o se ríen si lo son. Political correction versus el deslenguamiento desenfrenado: perdimos nosotros.
Nuestro discurso fue moral, el de Trump inmoral o amoral. Nuestro discurso fue principista: lo que debe ser. Políticamente correcto, como esperamos que una democracia moderna y civilizada se comporte. Protección para los más pobres. El fin de guerras idiotas. El fin de un bloque criminal de más de medio siglo a Cuba. El debate de mejores salarios mínimos a punto de salir. Despenalización de drogas livianas. Facilitar que una mujer decida qué hacer con un embarazo indeseado.
Cuando se sancionó Obamacare, sentí alivio. El programa se ha desmoronado desde entonces, víctima de los errores del gobierno y de la avaricia de las aseguradoras, pero su espíritu era balsámico: por fin en Estados Unidos, un país donde el Estado debe hacer un esfuerzo por justificar su misión, había algo parecido a un sistema de salud basado en el sentido común —cuidar y proteger al enfermo, no condenarlo a la muerte financiera por su dolencia— y no sólo en el triunfo del cabildeo de las corporaciones.
Cuando el matrimonio homosexual y los derechos asociados ganaban estado tras estado —a una pensión para los viudos y viudas, por ejemplo, a adoptar y tener niños— tuve la sensación de que vivíamos algo parecido a una extraña utopía respirable. Las cortes en Estados Unidos apoyaban los derechos igualitarios para todos y ese influjo corría pronto hacia otros países y así Argentina o Brasil o Colombia sancionaban sus propias leyes.
Miraba esos momentos con cierta simpática incredulidad. Las decisiones que todo liberal espera habían necesitado nada más de una familia negra en la Casa Blanca para que comenzasen a caer con una facilidad pasmosa. Uno podía llegar a dejarse llevar por la noción de que, después de décadas de dar una batalla ideológica retórica, Obama había quitado el tapón que habría el dique y las decisiones salían con una facilidad asombrosa.
Había una familia negra —una familia negra— al frente del proceso de transformación liberal más profundo del último medio siglo y una candidata, Hillary Clinton, provista de una agenda programática que podía profundizar los ochos años de progresismo pausado de Barack Obama. ¿Cómo eso podía salir mal? ¿Cómo America podía decir no a una sociedad definitivamente mejor?
Si los Padres Fundadores resucitaran y nos vieran en operación se hubieran vuelto a echar en los sepulcros satisfechos de no tener que volver como fantasmas vigilantes: cuanto se propusieron tenía intérpretes cabales en los liberales del siglo XXI, sólidos, comprometidos con un mundo que podía llegar a ser una pradera soleada poblada por personas en convivencia pacífica y respetuosa donde cada hombre era Charles Ingalls y cada mujer su esposa.
Frente a esa axiología del deber ser, Trump fue la calle sucia y el arrabal, el ricachón chabacano y burdo, un ejemplo indeseable de bravuconería arrabalera. No había en Trump civilidad. Las buenas ideas del mundo nuevo liberal parecían haber terminado su carrera, agotadas, antes de llegar a la cuna de Brooklyn donde berreaba un niño naranja. Pero ese Trump tenía mucho más de realista que nuestras pretensiones. Su imperfección era la imperfección del mundo como se vive a diario fuera de nuestras buenas maneras liberales. ¿Cómo eso podía estar bien?
Ahora tengo la sensación de que estamos asistiendo al sepelio de una época que pudo ser maravillosa, como si se tratase de un ser joven que murió antes de tiempo. Nos reunimos a llorar su despedida, todos presa de un desconsuelo que debilita los músculos. Transitamos adormilados por el día y nos revolvemos en la cama por las noches.
He perdido muchas veces, pero en la madrugada del 9/11 sentía que era la primera en que habían derrotado. Un día antes, los liberales podíamos tener una presidenta que nos daba márgenes. Había una esperanza y por eso todo estaba abierto. Discutiríamos, volveríamos a cambiar. Sucederá lo mismo ahora, pero nos tomará tiempo reaccionar.
Pero en la jornada clave, en Estados Unidos se había reunido suficiente gente como para elegir de Presidente del Mundo a un tipo capaz de producir este miedo, toda esta tristeza y un puño de angustia en la garganta y el pecho.
“No es melodrama”, escribí por ahí en esos días, “quiero abrazar a mi hijo y sonreírle”. Todavía quiero.[/destacado]
(Mañana: Grab her by the pussy – y el realismo sucio de Trump)