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“Juan Pablo II solo escuchaba a los que hablaban mal de Romero”

El copostulador de la causa de canonización cuenta sobre las amenazas que recibió.

Monseñor Rafael Urrutia, copostulador de la causa de monseñor Romero ante El Vaticano, fotografiado en las oficinas del Arzobispado de San Salvador, el 18 de septiembre de 2018. Foto de El Faro: Víctor Peña.

Carlos Dada

14 de octubre 2018

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La suya es la oficina de un romerista. Rodeado de retratos, de cuadernos con los ejercicios espirituales y las homilías del santo, de sus escritos… Rafael Urrutia ha dedicado muchos años a estudiar no solo a monseñor Romero sino también a Rutilio Grande, el sacerdote jesuita asesinado en 1977, pocos días después de que Romero asumiera el Arzobispado de San Salvador.

Urrutia prepara ahora su peregrinación a Roma para asistir a la canonización de Romero, rodeada de eventos protocolares y reuniones con cerca de cinco mil peregrinos salvadoreños a los que su oficina ayuda a preparar el viaje. “Preferiría verlo por televisión, en alguna mesa romana con un buen vino y un queso parmesano”, dice.

En estos días, cuando la Iglesia Católica celebra al mártir salvadoreño, Urrutia recuerda los últimos meses de Romero, abandonado por la mayoría de los obispos de su propia Conferencia Episcopal. “Algunos estaban habituados a estar al servicio de la oligarquía… Para ellos, Romero era el antiobispo”, dice.

¿Cómo eran las reuniones con Romero para discutir las homilías dominicales?


Cada sábado a las 4 pm nos reuníamos en el comedor del Hospital de la Divina Providencia para eso. Asistían (Ricardo) Urioste (vicario general de Romero), (Fabián) Amaya (vicario de Chalatenango), Roberto Cuéllar (abogado a cargo de la Oficina del Socorro Jurídico), Rafael Moreno (jesuita). A veces, llegaba Héctor Dada (político), Ignacio Ellacuría (jesuita), Mariano Brito (canciller del Arzobispado), la señora (Doris) Osegueda (secretaria de Romero) y yo.

Cuénteme la última, la del 22 de marzo de 1980.

El 22 estábamos todos menos Héctor Dada. Después de las lecturas de cuaresma hicimos la reflexión de la palabra de las lecturas dominicales. Él preguntó cuáles eran los problemas más urgentes que había que iluminar. Al final, Romero comentó haber recibido una carta de un soldado, “en la que me dice que le da mucha pena cumplir las órdenes que les dan de asesinar a sus hermanos campesinos y él se siente mal ante Dios de tener que cumplir esta orden. Entonces les hago esta pregunta: ¿Es lícito que en mi calidad de pastor responda a los soldados que ante una orden inmoral de matar a sus hermanos campesinos deben escuchar la voz de Dios?”. La respuesta estuvo dividida. Unos le dijeron que hacer ese llamado era muy peligroso y podía poner en mayor riesgo su vida. Eso pensaban Amaya, Brito, hasta donde recuerdo. Hubo una discusión entre Urioste y Ellacuría. Era lícito, decía Ellacuría, que un pastor llamara a obedecer la voluntad de Dios. Yo me quedé congelado. No supe qué responder. Tenía 26 años apenas. Entonces Cuéllar advirtió que podía ser un llamamiento ilegal. Romero dijo: “Déjenme meditarlo”.

Poco después supo qué había decidido, junto al resto del país…

Cada sábado, después de esto, cenábamos y él y yo rezábamos el rosario. Como a las 8 u 8:30, él leía algún comentario bíblico o el Concilio Vaticano II, y él terminaba su esquemita para la homilía. Después se ponía de rodillas frente al crucifijo que tenía frente a su cama desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana. Los sábados no dormía. Se quedaba en oración permanente. Allí me di cuenta de dónde le venía la sabiduría de sus palabras. La fuente de su predicación era esa oración de rodillas frente a Cristo crucificado, durante toda la noche.

¿Eso es normal para un sacerdote?

Eso es normal entre los santos, dedican mucho tiempo a la oración. Entre clérigos es normal que oremos, pero no tan largas horas. En sus cuadernos espirituales habla del uso de la disciplina y del silicio, que es una especie de pincho con alambre de púas. En el seminario nos lo hacían usar los viernes de cuaresma a todos, pero él se disciplinaba todos los miércoles y viernes. Eran penitencias por sus propios pecados. Ahora ayunamos en vez de la disciplina. Monseñor además ayunaba. Era un asceta, casi un místico.

¿Cómo es que usted a los 26 años andaba ya metido en cosas tan importantes? ¿Cómo llegó tan joven a canciller del arzobispado?

Yo lo conocí cuando me iba a ordenar sacerdote. Vine de Guatemala el 23 de octubre de 1978 y fui a presentarme con él para que me destinara a una parroquia. Él me ordenó sacerdote y él pagó mi almuerzo de ordenación. Después me fui de párroco a Chalatenango. Me pidió que regresara a San Salvador el 19 de noviembre de 1979, como canciller adjunto, porque a Mariano Brito le había dado un infarto y necesitaba alguien mientras se recuperaba. Después, cuando Brito regresó, me mantuvo en el equipo para lidiar con las disputas, me dijo.

Supongo entonces que a usted le encomendó lidiar con los obispos de la Conferencia Episcopal…

Las relaciones con la Conferencia Episcopal eran entre hermanos pero tirantes.

Hay hermanos que se sacan cuchillos. Allí había obispos perversos.

Sí. Algunos estaban habituados a estar al servicio de la oligarquía. Y Romero pues era diferente. Ante ellos era un antiobispo, manipulado por la izquierda comunista. No había mucha relación entre ellos.

¿Cómo respondían a las calumnias de obispos contra Romero? ¿Le tocaba a usted responder?

No. Como respuesta a los ataques de los obispos, Romero nos invitó al silencio y la oración.

¿Y quién llevaba las relaciones con las organizaciones populares?

Romero y Urioste y Moreno.

Usted llegó al final del arzobispado de Romero. Tengo la impresión de que él se sentía abandonado por Juan Pablo II. ¿Alguna vez expresaba lo que pensaba del Papa?

Le dolió en el corazón cómo lo recibió el Papa y así lo expresaba. El Papa no escuchaba otras voces más que las que le hablaban mal de Romero.

Pero tampoco parece que Juan Pablo II, un polaco recién llegado a Roma, entendiera muy bien la situación en El Salvador y la lucha pastoral de Romero.

No. Pero especialmente Juan Pablo II no entendía la relación de Romero con las organizaciones político populares del país, que coincidía a veces en las palabras hacia los pobres con las de la izquierda.

¿Se sentía abandonado?

Él lo expresaba así. Alguna vez nos dijo directamente: “Me siento solo y abandonado y a veces reacciono con ustedes, que están cerca de mí, de manera impropia. Les pido perdón”. Yo lo vi llorar en su soledad y me impactó mucho que una vez, sobre su crema de espárragos, caían sus lágrimas. Lloraba. Nos dijo: “Demuéstrenme que estoy equivocado y le voy a pedir perdón al pueblo el domingo. Si algo no puedo hacer es engañar al pueblo”. Eso fue en sus últimas semanas.

Monseñor Rafael Urrutia, quien a sus 26 años fue, a petición de monseñor Romero, canciller adjunto del Arzobispado, fotografiado durante una entrevista ofrecida al periódico El Faro, en las oficinas del Arzobispado de San Salvador, el 18 de septiembre de 2018. Foto de El Faro: Víctor Peña.

Poco después supo qué había decidido, junto al resto del país…

Cada sábado, después de esto, cenábamos y él y yo rezábamos el rosario. Como a las 8 u 8:30, él leía algún comentario bíblico o el Concilio Vaticano II, y él terminaba su esquemita para la homilía. Después se ponía de rodillas frente al crucifijo que tenía frente a su cama desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana. Los sábados no dormía. Se quedaba en oración permanente. Allí me di cuenta de dónde le venía la sabiduría de sus palabras. La fuente de su predicación era esa oración de rodillas frente a Cristo crucificado, durante toda la noche.

¿Eso es normal para un sacerdote?

Eso es normal entre los santos, dedican mucho tiempo a la oración. Entre clérigos es normal que oremos, pero no tan largas horas. En sus cuadernos espirituales habla del uso de la disciplina y del silicio, que es una especie de pincho con alambre de púas. En el seminario nos lo hacían usar los viernes de cuaresma a todos, pero él se disciplinaba todos los miércoles y viernes. Eran penitencias por sus propios pecados. Ahora ayunamos en vez de la disciplina. Monseñor además ayunaba. Era un asceta, casi un místico.

¿Cómo es que usted a los 26 años andaba ya metido en cosas tan importantes? ¿Cómo llegó tan joven a canciller del arzobispado?

Yo lo conocí cuando me iba a ordenar sacerdote. Vine de Guatemala el 23 de octubre de 1978 y fui a presentarme con él para que me destinara a una parroquia. Él me ordenó sacerdote y él pagó mi almuerzo de ordenación. Después me fui de párroco a Chalatenango. Me pidió que regresara a San Salvador el 19 de noviembre de 1979, como canciller adjunto, porque a Mariano Brito le había dado un infarto y necesitaba alguien mientras se recuperaba. Después, cuando Brito regresó, me mantuvo en el equipo para lidiar con las disputas, me dijo.

Supongo entonces que a usted le encomendó lidiar con los obispos de la Conferencia Episcopal…

Las relaciones con la Conferencia Episcopal eran entre hermanos pero tirantes.

Hay hermanos que se sacan cuchillos. Allí había obispos perversos.

Sí. Algunos estaban habituados a estar al servicio de la oligarquía. Y Romero pues era diferente. Ante ellos era un antiobispo, manipulado por la izquierda comunista. No había mucha relación entre ellos.

¿Cómo respondían a las calumnias de obispos contra Romero? ¿Le tocaba a usted responder?

No. Como respuesta a los ataques de los obispos, Romero nos invitó al silencio y la oración.

¿Y quién llevaba las relaciones con las organizaciones populares?

Romero y Urioste y Moreno.

Usted llegó al final del arzobispado de Romero. Tengo la impresión de que él se sentía abandonado por Juan Pablo II. ¿Alguna vez expresaba lo que pensaba del Papa?

Le dolió en el corazón cómo lo recibió el Papa y así lo expresaba. El Papa no escuchaba otras voces más que las que le hablaban mal de Romero.

Pero tampoco parece que Juan Pablo II, un polaco recién llegado a Roma, entendiera muy bien la situación en El Salvador y la lucha pastoral de Romero.

No. Pero especialmente Juan Pablo II no entendía la relación de Romero con las organizaciones político populares del país, que coincidía a veces en las palabras hacia los pobres con las de la izquierda.

¿Se sentía abandonado?

Él lo expresaba así. Alguna vez nos dijo directamente: “Me siento solo y abandonado y a veces reacciono con ustedes, que están cerca de mí, de manera impropia. Les pido perdón”. Yo lo vi llorar en su soledad y me impactó mucho que una vez, sobre su crema de espárragos, caían sus lágrimas. Lloraba. Nos dijo: “Demuéstrenme que estoy equivocado y le voy a pedir perdón al pueblo el domingo. Si algo no puedo hacer es engañar al pueblo”. Eso fue en sus últimas semanas.

* Texto original publicado en El Faro.


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Carlos Dada

Carlos Dada

Periodista fundador de El Faro, de El Salvador, y maestro de la Fundación Gabo. Es premio Maria Moors Cabot por la Universidad de Columbia, Stanford Knight Fellow y becario Cullman de la Biblioteca Pública de Nueva York.

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