Tecún Umán es un gran charco. Aquí no se camina, se chapotea. El éxodo hondureño se encuentra con otro enemigo: la lluvia. A veces empapa como el rocío, casi sin que te des cuenta. En otras, descarga violentamente, de forma despiadada, a cubetazos. Las palanganas de los picops que dan jalón son pequeñas tiendas improvisadas con plásticos bajo las que se cobijan los migrantes. Eso, los que pueden agarrar jalón. Si no, toca caminar. Es la ruta del hambre, que no se detiene y llega a su última etapa en Guatemala. Cientos de seres humanos con los pies doloridos, agotados, necesitados y, además, completamente mojados. México está a la vuelta de la esquina. A un río de distancia, si el Gobierno de Enrique Peña Nieto lo permite. Pero esta noche, víspera de cruzar la frontera, lo importante es mantener secas las pocas pertenencias que se echaron a la espalda hace cientos de kilómetros.
“Ya hemos llegado, con todo el sacrificio que hemos hecho de venir caminando. Gracias a la gente que nos dio jale. Nos sentimos orgullosos de estar en este lugar, alegres, emocionados, ya estamos cerca”. Miguel Ángel Hernández tiene 52 años, pero aparenta muchos más. Acaba de llegar a la Casa del Migrante de Tecún Umán, en la calle con una de las mayores riadas de todo el municipio. Hernández es enjuto, con bigote, piel cuarteada por el sol, manos grandes y endurecidas, ropa completamente mojada. Viene de Azacualpa, departamento de Santa Bárbara. Allí se quedó su esposa, Iris Janeth Ramírez, de 33 años, y sus dos hijos, Hesmin Janeth, 12 y Christian Miguel, de 8. “Cuánto lloró”, dice, recordando el momento en el que le comunicó que hacía el petate y se sumaba a la caravana. “Pero uno lo hace por ellos”, afirma, como excusándose por haberse marchado.
Nadie deja a su familia de la noche a la mañana si no existe un buen motivo.
Horas antes, en la palangana de un picop, en uno de los respiros que ofrecía la lluvia, Hernández explicaba el suyo. Un asalto. El último asalto. El que le dejó temblando.
Relata el hombre, aferrándose al carro que salta con los baches, que trabajaba vendiendo verduras en un picop. Iban él y su ayudante. Encuentran a un tipo que pide jalón. Lleva una guitarra. Lo montan en el vehículo. Error. Terminaría “amarrado con un trapo en la boca” y rodando por una loma. Salvó la vida. Quiere llegar a Estados Unidos. Recuerda el episodio con ese tono recto y noble que tienen algunas personas de campo.
“Lo montamos, ya para salir. Ahí abrió la guitarra, sacó el AK y se lo puso en la cabeza (a su compañero). “Paren el carro y me dan lo que tienen o si no los mato”. Llevó el carro para adelante, ahí nos dejó, amarrados, nos quitó el dinero y el carro lo dejó botado en el cerro. Un viejito que iba a cortar leña nos soltó. Y dijo que el carro había ido a parar a la barranca, y llamamos a las autoridades y ahí estaba. Nos quitaron todo. Nos golpearon. Y dije, hasta aquí, ya no vuelvo a trabajar en eso. Porque uno está con miedo ¿sabe? Intenté trabajar en el campo, pero 120 lempiras (Q38,40) de 6 de la mañana a 7 de la noche no alcanza tampoco. Eso es lo que le hace a uno correr para acá”.
Pobreza y violencia, pobreza y violencia, pobreza y violencia. Las dos ideas se repiten. También, y esto se dice menos, pero aparece frecuentemente en las conversaciones, un Gobierno inexistente, que no se preocupa por sus ciudadanos.
Una conversación en la palangana de un picop
El camino hace compañeros inesperados. Un elemento importante de la caravana es la fuerza que da el grupo. Existe una convicción unánime, que se mantiene por el momento, de que mantenerse unidos es garantía de éxito. Pero la caravana es un ser vivo, cuyas partes individuales se dividen, vuelve a unirse, se rompen, se saludan de nuevo o se despiden, quizás para siempre o hasta la siguiente etapa. Hoy y ahora es una palangana de un picop, pasadas las 16:00 horas del jueves 18 de octubre. Nueve hombres, una mujer y un niño. Los hay de San Pedro Sula, de El Paraíso, de Santa Bárbara. La mayoría son campesinos, de frijoleo, cebollita y milpa. Manos gruesas, con callos, castigadas. Manos que saben trabajar, que lo desean, que están dispuestas, pero que, al menos, piden que se les pague lo justo para vivir.
Si uno quiere saber por qué esta gente dejó todo y sigue una caravana de incierto futuro, nada mejor que escuchar.
- Con 120 lempiras, uno qué es lo que come. Si en una libra de azúcar, una bolsa de café y una bolsa de pan, van las 100 lempiras. Más la clase de los niños, el alquiler, la luz… no saca nada uno.
- ¿Quiere comer un pedacito de pollo? Lleve 110 porque si no, no lo comió.
- No nos da nada andar en Honduras. Por eso le estamos huyendo al país, porque el Gobierno que tenemos ni un empleo nos pone. Que fuera otro, vos ponés que pusiera una maquila.
- Desde que llevo trabajando, en San Pedro Sula, me han asaltado diez veces. Me he criado en eso, verdureando, y he trabajado en talleres, pero, no jodás, en un taller lo más que le quieren dar a uno es 600 pesos a la semana.
- ¿Cuánto vas a comer? No come uno. El niño se lleva 50 pesos semanales del kínder. Y hay que pagar la luz. Por eso es que venimos aquí, a buscar una mejor vida.
- Si tuviera un trabajo estable no vendría con mi esposa y mi hijo.
También hay tiempo para hablar de política. Uno afirma ser cachureco (simpatizante del Partido Nacional, que dirige el presidente, Juan Orlando Hernández) de toda la vida. Aunque cree que en las elecciones del 26 de noviembre de 2017 hubo fraude. Otro asegura haber escuchado que si la caravana sigue, hay hondureños dispuestos al golpe de Estado. El tercero se queja de que, en lugar de tanta cárcel (el Ejecutivo ha hecho gala de construir una nueva prisión de máxima seguridad donde encerrar a líderes de las pandillas), podría haber levantado maquilas para ofrecer trabajo.
Campo de refugiados en movimiento
El grupo, compañeros momentáneos en el éxodo, forma parte de esa gran caravana, de ese movimiento masivo nacido el 13 de octubre en San Pedro Sula. Ahora no es un bloque compacto, sino un conjunto de pequeños segmentos que avanzan a través de Guatemala. Son fácil de detectar. Van con botellas de agua en la mano, mochilas hinchadas, cada vez que pasa un carro extienden el pulgar, van a bordo de picops que arrastraban la cola por el peso, o encima de camiones, hacinados. ¿Cuántas personas caben en una palangana? Si sacas una pierna, puede entrar otra más.
La jornada del jueves fue de caminata. A lo largo de los 257 kilómetros que separan la capital de Tecún Umán se podía ver a los migrantes desperdigados por la carretera a Palín, Escuintla, de camino a Santa Lucía Cotzumalguapa.
Algunos intentaban avanzar, incluso bajo el asedio de la lluvia ligera. Otros se escondían bajo alguna lámina o debajo del techo de metal del puesto aduanero de Las Palmas, en Ocotepeque, a pocos kilómetros de Mazatenango, donde, a pesar de las nubes y el agua, el clima era tibio y húmedo.
Rápido llegó la oscuridad. A las 5:30 de la tarde, en la amplia, desolada y mal iluminada carretera de Pajapita, en San Marcos, la noche se tragaba todo. Las personas que avanzaban lento sobre la calle ya no ofrecían sus pulgares. Más bien suplicaban, con las manos juntas en forma de rezo, por un ride para llegar lo más pronto posible a la próxima ciudad. “Por favor”, decían, “llevamos niños”.
Estamos ante un campo de refugiados en movimiento.
Tecún Umán genera sensaciones extrañas, la certeza de que algo está pasando. Las fronteras siempre tienen un ambiente turbio, son lugares abonados para negocios oscuros. Pero esto es diferente. Son decenas de personas resguardándose de la lluvia donde pueden, recibiendo una comida caliente, deambulando para buscar un rincón donde cobijarse. Los que tienen suerte, duermen en la Casa del Migrante. Otros, muchos más, se instalan en iglesias. En el exterior, cualquier lugar es válido para refugiarse de la lluvia: el parque central, con su concha acústica, un cajero de Banrural, el porche de una tiendita.
En una de estas calles, junto a un comercio de ropa todavía abierto, se encuentra Daniel de Jesús, de 25 años. Llama por primera vez a sus padres desde que salió hace cuatro días de Lapaera, departamento de Lempira. Acaba de llegar. Hace memoria de lo vivido a través del camino, el día del diluvio universal. “He venido ayudando a una señora que venía sola, con tres niños. Pero ellas no confían, la misma violencia las tiene traumadas, aunque uno sea buena persona y quiera ayudar”, dice. México está a la vuelta de la esquina, pero su objetivo son los Estados Unidos. No tiene miedo de que les cierren la frontera. “El pasaporte de nosotros son las mujeres y los niños. No pueden detenerles con bombas. Si fuéramos solo hombres, Donald Trump ya habría enviado un ejército”, afirma. Puede resultar sorprendente, pero, a lo largo de la caminata, aún se escucha mucha gente que confía en que las penurias y las personas más vulnerables puedan conmover al presidente que llegó a la Casa Blanca haciendo gala de su guerra contra los débiles.
Junto a De Jesús, en otro grupo, se encuentra Sindy Velásquez, de 25 años. Compra ropa porque toda la que traía la ha tenido que tirar. Está completamente mojada. Más peso para el trayecto ya que, si sigue lloviendo así, es imposible que se seque. “Me siento alegre, porque ya estamos aquí”, dice, sentada, exhausta, casi sin levantar la vista, lo justo para vigilar a su hija de cuatro años que corretea entre los charcos. Nuevamente, la misma pregunta, algo molesta, que recuerda que no está todo hecho: ¿Qué harán si el camino se cierra? “Cualquier cosa menos volver atrás”, responde.
Alguien tiene un plan
A una jornada de cruzar al tercer país en cuatro días, hay cansancio, pero el ambiente es relajado. La gente empieza a escuchar que algunos paisanos habían logrado superar la frontera con México. Sin embargo, hay mucha desinformación. Algunos piensan que el grupo saldrá a las 5 de la mañana. Otros, que esperarían a la llegada de quienes quedaron rezagados en Mazatenango. Estamos en el mundo del rumor. Todo el mundo ha escuchado a alguien que dijo algo.
A las 20:00 horas, en la plaza, llega el anuncio.
—Buenas noches, compañeros— saluda un hombre moreno, alto y robusto, desde el escenario de la concha acústica. —Mañana nos vamos a reunir acá a las 7 de la mañana. Repito, a las 7 de la mañana. Vamos a cruzar a las 12 de la tarde. 12 de la tarde—, remata.
Aplausos. Excitación. Mañana es el día más importante, porque entrar en México significa dejar Centroamérica, no es un paso más. Es el paso. Allí, si todo sale mal, aún se puede pedir asilo. Otra cosa es que lo concedan. La ley de migración permite solicitar asilo político, y el gobierno mexicano tiene 45 días para aprobarlo o denegarlo. "Aunque en general suelen retrasarse porque la comisión está colapsada" explica Raúl Cueto Martínez, consúl de México en Quetzaltenango.
Lo explica Wilfredo Cantor Ramos, un tipo fornido, que dice ser antiguo empresario y que pasa de albergue en albergue anunciando la cita de las 7 de la mañana: “quizás el Gobierno mexicano nos puede extender, o nos pueda dar asilo político, eso es lo que nosotros queremos, que nos ayuden, por la situación que hay en nuestro país”.
Cantor Ramos tiene expresiones de pastor evangélico, aunque niega ser religioso. Parece que es uno de los que sabe de qué va todo esto. Al menos, habla de un proyecto concreto. “El plan es pasar caminando. No queremos cometer la estupidez de cruzar la frontera huyendo de migración, porque llevamos demasiados niños. Eso es lo que vamos cuidando, las mujeres que van con los niños”, dice.
¿Pasar caminando? ¿Cientos de personas? ¿A través de un puente con frontera?
“Hoy por la tarde llegó el cónsul de México, también de migración y nos prometieron ayudarnos por el camino. Nos prometieron darnos un pase para que podamos entrar”, dice. La conversación se realiza a las 21:00 horas, así que no hay modo de contrastar con fuentes oficiales. No obstante, Cantor Ramos se matiza. “De allá recibimos información de que solo quieren utilizar esa información para retenernos y regresarnos de vuelta”. Volvemos al punto cero. “Estamos creyendo en Dios que, por los niños que llevamos, se toquen el corazón y nos dejen. No se puede vivir en nuestro país”.
En el interior del albergue, un pastor realiza una oración, entre aplausos. Afuera sigue lloviendo y decenas de personas se cubren con una manta. Una mujer discute con dos jóvenes. En la concha sonora todo el mundo duerme.
A las siete de la mañana de hoy, viernes 19, una multitudinaria asamblea en la plaza de Tecún Umán decidió que saldrán a las 12 rumbo a la frontera. El objetivo es cruzar caminando el puente que separa Guatemala de México.
México se encuentra a un río de distancia.
Publicado en PlazaPública.com.gt