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Niñez migrante: ¿Cómo es crecer ‘sin papeles’ en un país en el que no naciste?

40% de la niñez migrante en el sistema educativo costarricense no tiene documentos migratorios, lo que trunca su bienestar y desarrollo

Hulda Miranda

22 de mayo 2022

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Deyling escuchó un día que su papá no la había enviado a la escuela porque no tenían “los papeles”. Dice que fue hace unos cuatro años, cuando se mudaron con su hermana menor de Nicaragua a Costa Rica, tras la muerte de su mamá. 

El viaje a través de la frontera se le hizo divertido, cuenta Deyling con frases cortitas y sus ojos negros clavados en una hoja en la que va pintando sus memorias. 

-Fue en carro. En taxi, pues.

-¿Y de qué es tu dibujo?


-El dibujo sobre Costa Rica y Nicaragua.

Al llegar a este país tenía que retomar la escuela, pero cree que la falta de “los papeles” se lo impedía. 

-¿Y papá qué te decía?

-Que iba a buscar hacer algo para meterme a la escuela… Ya después sí (fui a la escuela). Me sentí muy feliz. 

Deyling nos cuenta su historia una mañana de inicios de diciembre pasado, de esas frescas, por los aires navideños. Nos sentamos en el piso de un salón amplio, junto con una veintena de niñas y niños, y es imposible escucharles uno a la vez. Todo el mundo conversa. 

Unas voces suenan bajitas, pero otras, a galillo pelado, piden un marcador de otro color para continuar su dibujo. Es el patio techado de Casa Ilori, un programa en el que profesionales brindan atención emocional y educativa a niñas y niños de La Carpio.

Deyling, al extremo izquierdo de la foto, sentada junto a otras niñas de La Carpio mientras con una lana hacíamos una actividad introductoria para conocernos. Foto: David Bolaños

La ubicación de Casa Ilori no es casualidad. La Carpio es el asentamiento de migrantes más grande de Centroamérica; ahí residen 25 000 personas, de las cuales la mitad son nicaragüenses o de origen nicaragüense. Por décadas, las personas residentes de este lugar han sufrido la segregación urbana, inseguridad y estigmatización. 

Años atrás, las personas de Casa Ilori solo jugaban con los menores en la calle, pero luego vieron que podían hacer más por esta comunidad y empezaron a construir un espacio de aulas, juegos, comprensión y una cocina donde no dejan de sonar las ollas. Después se dio la posibilidad de que Casa Ilori fuese uno de los sitios para Espacios Seguros, un proyecto del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef, por sus siglas en inglés) para que niñas, niños y adolescentes migrantes puedan compartir y convivir. Hay 16 Espacios Seguros en todo el país, principalmente ubicados en zonas fronterizas y urbanas con alta concentración de población migrante. 

El equipo periodístico de CONFIDENCIAL, y los medios costarricenses La Voz de Guanacaste e Interferencia de Radios UCR, entró en contacto con las coordinadoras de Espacios Seguros para poder escuchar a Deyling y más niñas y niños migrantes -principalmente nicaragüenses- que viven en Costa Rica. 

Nos propusimos conocer, desde sus propias voces, si realmente Costa Rica garantiza sus derechos como ha prometido en leyes y convenciones internacionales. 

Antes de conocerles, recibimos una capacitación en uso del lenguaje y acercamiento oportuno con la niñez, impartida por la psicóloga Natalia Alvarado. Posteriormente, asistimos a Espacios Seguros en La Carpio y en Santa Cecilia, en La Cruz de Guanacaste.

También ideamos un cuento para relatarles a las y los niños que visitamos: la protagonista es una mariposa que encuentra amigos en los lugares a los que migra. En las actividades que hicimos en ambas comunidades les pedimos que, tras escuchar el cuento, nos contaran por medio de un dibujo su propia historia, sus vivencias diarias, sus preocupaciones y alegrías.

Este reportaje profundiza en las vidas de esa niñez migrante.

Viajamos hasta Santa Cecilia de La Cruz, en Guanacaste, una comunidad a solo 12 kilómetros de la frontera con Nicaragua. Ahí compartimos con niñas y niños en el salón de la comunidad donde, desde el año pasado, Unicef desarrolla su programa Espacios Seguros. Foto: César Arroyo Castro

Muros

Deyling es una niña fuerte. Lleva una blusa de color amarillo sol y sonríe con los ojos.

Es posible que, hasta ahora, Deyling no sepa con claridad de qué se trataban aquellos papeles tan importantes que su papá decía que debía conseguir para enviarla a la escuela. En el lenguaje técnico, eran los documentos de regularización migratoria. 

Esa documentación emitida por la Dirección General de Migración costarricense (DGME) categoriza la estadía de una persona extranjera en el país, por ejemplo como turista, residente, refugiada o en trámites de nacionalización. Si alguien no tiene definida su condición es considerada como una persona con condición migratoria irregular. 

En realidad, Deyling pudo ir a la escuela aún sin “los papeles” porque Costa Rica se rige por una serie de normativas que le prometen los derechos esenciales, como la educación y la salud, a niñas, niños y adolescentes hasta los 18, sin importar si son costarricenses o extranjeros. 

El principal documento que lo respalda es el Código de la Niñez y la Adolescencia, una norma nacional basada en el tratado de la Convención sobre los Derechos de la Niñez, que impulsó Naciones Unidas para establecer los derechos humanos básicos de esa población. 196 países del mundo lo ratificaron.

Sin embargo, en el camino, las familias migrantes topan con obstáculos como falta de dinero, discriminación o poco acceso a la información que obstaculiza que sus hijos tengan un número de identificación y que vivan plenamente todos sus derechos. No tener “los papeles” significa en ocasiones ser casi invisible para eso que algunos llaman “el sistema”.

Es difícil conocer con certeza la cantidad de migrantes “sin papeles” que hay en Costa Rica, precisamente porque muchas de estas personas no existen en registros oficiales. Informes de la Dirección de Migración del 2017 estimaron entre 100 000 y 200 000 personas nicaragüenses en condición migratoria irregular. Para entonces, todavía no había estallado la crisis sociopolítica de 2018 en Nicaragua, que aumentó significativamente el éxodo de ciudadanos de ese país. Unas 100 000 personas nicas llegaron a Costa Rica tras abril de 2018, según un informe de Diálogo Interamericano para CONFIDENCIAL

Si cerramos el foco solo a las personas menores de edad, el Ministerio de Educación Pública (MEP) registra alrededor de 52 000 extranjeros estudiando en los centros educativos del país. Según sus datos, la gran mayoría es nicaragüense. Hasta el año pasado, de ese grupo, al menos 21 000 (40%) se encontraban en condición migratoria irregular.

No todos los niños y niñas que conocimos en Espacios Seguros son parte de ese número que el MEP estima. Algunos no están yendo a las aulas porque en sus casas no hay suficiente dinero, aunque en Costa Rica la educación es, en principio, gratuita y obligatoria. 

-Yo tuve que pasar un muro. Era alto y gris- cuenta Karla, una niña alta y delgada, de voz muy dulce, que sí va a la escuela y que también asiste a Casa Ilori. 

Karla nos muestra su dibujo sobre cómo llegó a Costa Rica cuando, junto con su mamá y su hermano, dejó atrás Matagalpa, la ciudad nicaragüense en la que vivían. En la hoja blanca se detalla un muro enorme, el monte, un cielo resplandeciente, unas cuantas nubes y luego, nada. Es todo lo que recuerda, nos dice. 

Karla dibujó el muro que recuerda haber cruzado cuando llegó a Costa Rica con su familia. Foto: David Bolaños

 

El muro separa a Costa Rica y Nicaragua en la comunidad de Peñas Blancas, en La Cruz de Guanacaste. Por años, ha sido uno de los sitios por donde familias y viajeros cruzan en una dirección y otra. Sin embargo, el paso ha perdido protagonismo por restricciones de ingreso a la zona cercana al puesto migratorio en Costa Rica, a raíz de la pandemia. Foto: César Arroyo Castro

Más allá de sus memorias, esa pila de cemento sin pintar que marca el fin de un país y el inicio del otro se ubica apenas a unos metros del puesto fronterizo oficial de Peñas Blancas, donde decenas de viajeros hacen filas que en épocas festivas parecen eternas.

Por el muro han ingresado, durante años, todo tipo de viajeros nicaragüenses. Algunos de ellos no pudieron pagar los 40 dólares por persona para la visa que Costa Rica les exige. Otros vienen, no de paseo: huyen de la violencia, el desempleo, en busca de nuevas oportunidades, a veces sin siquiera haber alistado una maleta.

Otras personas también entran con todos los requisitos, pero después permanecen más tiempo del permitido y su estadía legal vence. 

El muro ha sido históricamente uno de los puntos más conocidos por los que cada año ingresan personas migrantes de forma irregular. Pero la frontera es porosa, repiten todo el tiempo las autoridades, y existen otros trillos más escondidos. 

-Nosotros duramos mucho en venir. ¡Y solo eso tengo que decir!- nos suelta de pronto y a regañadientes Andrés, uno de los niños que asistió esa mañana a Casa Ilori. Medio distraído a ratos, Andrés después nos amplía:

-Vinimos de Nicaragua, duramos muchas horas viniendo. Viajar de allá y sí, pasamos por puentes y cosas así, y vimos muchas montañas, y cosas así.

El gran reto, una vez en suelo tico, es regularizar su condición migratoria y trepar otro muro que no es físico: lograr una verdadera inserción de estas familias en la sociedad del país que les acoge. 

Costa Rica busca subsanar eso con protocolos y políticas que, en el caso de la niñez, se apegan al Código y a la Convención. En los servicios de la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), por ejemplo, las personas menores de 18 años y las mujeres embarazadas tienen garantizada la atención médica indistintamente de sus nacionalidades, condición migratoria, estatus económico u otro. 

“Nosotros tenemos que darles (los servicios de salud). Es obligatorio”, reafirma el jefe del área de cobertura del Estado de la CCSS, Eduardo Flores, y especifica que su atención la paga el Estado. 

El mismo principio aplica en la educación pública. “Nosotros siempre trabajamos para que se cumpla el derecho inalienable de la educación”, dice el jefe de Educación Intercultural del Ministerio de Educación Pública (MEP), Víctor Pineda. “Aceptamos a todas las personas porque es nuestra responsabilidad”. 

El MEP es incluso más aspiracional. Los centros educativos deberían ser un espacio en donde estudiantes nacionales y extranjeros intercambien sus costumbres y rasgos identitarios. 

“La idea es poder aprovechar todo el bagaje cultural que trae la persona extranjera para enriquecer el currículo nacional, y aprovechar el bagaje cultural de todas las demás personas que ya estaban acá para enriquecer la vivencia de la persona extranjera y que tenga una mejor adaptación sociocultural en el país”, dice Pineda. 

El funcionario pone como ejemplo centros educativos de San Carlos, en el norte de Alajuela, donde implementan la enseñanza de béisbol en los programas de educación física por la gran cantidad de estudiantes nicaragüenses y por ser ese el deporte predilecto en su país. 

Se lee bien en la teoría, pero en la práctica esos esfuerzos tienen sus fallas, considera Ercy Méndez, la directora de Casa Ilori.

“Yo me pregunto: ¿cómo hacen la inclusión? ¿cómo se presentan en el aula que tenemos niños de otras nacionalidades?  Presentarlo como riqueza, hablar del tema de la diversidad. ¿Cómo se hará eso en un aula? Yo creo que está ausente”, relata basándose en su experiencia. 

Hilario decidió usar su hoja para escribir -en lugar de dibujar- el camino que tomó con sus papás y hermanos. Decidieron migrar de Nicaragua y aquí está haciendo nuevos amigos. Foto: David Bolaños

Las experiencias en las aulas pueden ser muy distintas. Niños y niñas que conviven con muchos compañeros que también son migrantes, como ellos. Otros son “contados”: conviven con una mayoría de estudiantes ticos. Aunque incluso todos puedan ir a la escuela, no lo hacen en las mismas condiciones: si una o un niño no tiene “papeles”, no obtendrá un título de graduación. 

Por esos vacíos, Unicef ha detectado que el ejercicio de los derechos no es pleno cuando existe una condición migratoria irregular. 

“Aquí en Costa Rica tienen acceso a salud, educación, pero como tienen una situación irregular, se torna difícil su inclusión social, su ciudadanía plena. Muchas veces porque no tienen los documentos, no tienen los diplomas de conclusión de curso y su inserción en el marco laboral es más difícil. Hay una serie de retos y barreras”, comenta la representante de Unicef en Costa Rica, Patricia Portela de Souza.

Son muros. No son de cemento como el que cruzó Karla cuando ingresó a Costa Rica, pero algunos son igual de difíciles de escalar. 

La coordinadora de la Dirección Regional Huetar Norte del Patronato Nacional de la Infancia (PANI), María Amalia Chaves, señaló que la institución, incluso, puede denunciar ante juzgados a los padres que se nieguen a enviar a sus hijos a la escuela y obligar a centros educativos a recibir a los menores.

Pero la traba en muchas ocasiones no está en ingresar al centro educativo, sino en lograr graduarse con todas las de la ley. Al final, el muro va haciéndose más grande, con más ladrillos: sin una identificación, no obtienen un título de graduación y no podrán entonces ir a la universidad ni tener un trabajo, explica el ex subdirector general de Migración, Daguer Hernández, quien fungió en ese puesto hasta el reciente cambio de Gobierno en mayo pasado. 

Acceder

El equipo periodístico conformado por los tres medios nos movimos a Santa Cecilia de La Cruz de Guanacaste, una comunidad ubicada a tan solo 12 kilómetros de la frontera con Nicaragua. Lo hicimos un par de semanas después de haber estado en La Carpio. Si los vientos de diciembre ya de por sí son fuertes, en La Cruz lo son mucho más. 

El año pasado, Unicef y líderes de la zona abrieron un Espacio Seguro en el salón comunal, ubicado en el centro del pueblo.

Para el programa era necesario hacerlo porque es una comunidad transfronteriza: viven familias nicaragüenses y descendientes de migrantes que enfrentan los retos de acceder a sus derechos en esta zona tan alejada de las oficinas centrales de cualquier institución pública. 

En total, 15 menores asistieron a la cita en la que les invitamos a hablar de sus derechos. Coni fue una de ellas. Tiene la piel color canela y unos ojos enormes. Nos cuenta que ya sabe leer y escribir y que quiere llegar a ser doctora. 

A sus 12 años ya podría saber multiplicar, dividir y usar fórmulas para calcular áreas de triángulos y cuadriláteros. Podría estar empezando el colegio, pero solo ha podido completar el cuarto año escolar. 

-No tengo las cosas. Me van a matricular el otro año. Llevo “uuuh” que no estoy estudiando.

Llegó a Santa Cecilia cuando tenía ocho años. Allí vive con su papá, una tía, una prima y dos primos. Su mamá y el resto de la familia, cuenta ella, residen en León, Nicaragua. 

-Mi papá trabaja vendiendo en una feria, en La Cruz, con mi abuela y otra tía más. Mi papá no ha tenido plata y mi tía le da apenas 2000 colones (unos 3 dólares), entonces no ha tenido tiempo de comprarme las cosas. Por eso no estoy estudiando. 

-¿Vos tenés pasaporte y todo?

-No, solo tengo la partida de nacimiento de allá.

Coni llegó a Costa Rica cuando tenía ocho años. A su familia le ha costado tener dinero suficiente para enviarla a estudiar, pero ella no pierde las esperanzas de volver a las aulas porque quiere ser doctora cuando sea grande. Foto: César Arroyo Castro

La historia de Coni es similar a la de decenas de niñas y niños que ingresan de manera irregular a Costa Rica. Al cruzar la frontera, termina una travesía física, pero empieza un engorroso camino de requisitos para existir de manera oficial en este país. 

El papá de Coni, a quien no le alcanza ni para los útiles escolares, probablemente tampoco tenga los 123 dólares que cobra Migración por emitir el Documento de Identidad Migratorio para Extranjeros (Dimex). Ese es uno de los grandes obstáculos para muchas de estas familias, explica el ex subdirector general de Migración. 

“Una familia muy numerosa, de siete hijos, que tiene que pagar 123 dólares por cada hijo… A veces consideran mejor no regularizar a ninguno, para que ninguno se sienta más que el otro”, ejemplifica Hernández.

El resto de trámites burocráticos representa otras dificultades para familias que en ocasiones salen de su país con apenas un puñado de ropa. Algunas autoridades conocen esto en detalle e intentan no quedarse de brazos cruzados. 

Por ejemplo, Migración antes pedía el certificado de nacimiento apostillado. Ahora admiten otros documentos para validar la identidad de menores. 

“Autorizamos documentos no vigentes mientras fueran legibles, incluso el pasaporte. Comenzamos a simplificar hasta llegar a un punto en donde había personas que no tenían el documento, pero sí forma de comprobar los vínculos con actas de bautismo y otros documentos como certificaciones del PANI o de los Tribunales de Justicia”, agrega Hernández. 

La Dirección de Migración inició en diciembre del 2020 un proyecto para regularizar a niñas, niños y adolescentes. En coordinación con instituciones como el MEP y el PANI, identificaron a estudiantes que tenían posibilidad de tener su Dimex por ser hijos de padres costarricenses, hijos de solicitantes de refugio o por estar estudiando. 

Unicef colaboró con un fondo de dinero que permitió rebajar a 60 dólares el cobro por el Dimex a las familias.

En el plan piloto, que se realizó entre febrero y abril del 2021, 800 menores lograron regularizarse. “Resultó bastante bien”, dice optimista Hernández, aunque sabe que la cantidad de niñas y niños que necesitan “los papeles” es muchísimo mayor. 

Con este procedimiento especial, el plazo para obtener el documento de identidad se redujo de dos años a un par de meses. 

“Iniciamos una segunda etapa, ya no como un proyecto piloto, sino con una meta de 2000 personas regularizadas. Cerramos este proyecto en noviembre del año pasado. Ahorita estamos resolviendo y documentando, sin embargo, se presentaron 8000 solicitudes”, detalla el ex subdirector de Migración. 

Ahora Hernández cree que hay que apelar a la solidaridad: “Estamos trabajando con diferentes actores de la sociedad civil con el fin de que puedan colaborar a patrocinar un niño con su  pago de los 60 dólares”, explicó antes de dejar su puesto. 

Muchas veces, esa solidaridad llena los vacíos que deja el Estado. Para una persona menor de edad, tener identidad en este país parece depender del favor de la gente. Sin embargo, es su derecho y es el Estado quien debe garantizarlo. 

Niñez migrante

Las y los niños nicaragüenses que viven en comunidades con concentración de familias migrantes -como en La Carpio y en La Cruz- se sienten muchas veces acompañados. Saben que comparten una historia, un origen, una cultura y que eso también es motivo de orgullo. En la foto, cuatro niñas pintan juntas en Casa Ilori, en La Carpio. Foto: David Bolaños

Inclusión

-Nosotros somos de Nicaragua. Vinimos acá. Caminamos por la frontera. Nos había agarrado la policía. Nos iban a mandar, pero como pagamos, nos dijeron que crucemos. 

Luis tiene todo el porte de ser el hermano mayor. Toma primero la palabra y a su lado Luisa, su hermana, presta atención mientras él narra el trayecto y obstáculos que superaron junto a su mamá, su papá y su otra hermana, para viajar desde León de Nicaragua hasta San José, en Costa Rica, hace unos meses. 

A estos hermanos también los conocimos en Casa Ilori, a solo unas cuadras de donde viven. 

Por momentos, ella intenta completar con frases sueltas la historia que empezó a contar su hermano, pero es más tímida. Dice que le gusta este país pero que todavía se está acostumbrando. 

-Dice que sus amigos la tratan mal- interrumpe Luis como intentando traducir las frases de su hermana cuando a ella la timidez y unas lágrimas le cortan el relato. 

Es claro que Luisa quiere compartirnos algo que no se atrevió a plasmar en su dibujo. La pone triste y no logra expresarlo. Un rato más tarde finalmente se siente en confianza y nos revela casi en susurro:  

-Cuando entré era nueva. Después, al día siguiente, me trataron mal. Dicen que nosotros somos pobres, dicen que nosotros no servimos para nada. 

Las palabras que Luisa no podía expresar retratan la dura experiencia de muchas otras personas nicaragüenses. El maltrato hacia ellas es tan histórico como su migración y es uno de los muros más gigantes que deben afrontar en su travesía. 

Así lo han documentado estudios universitarios, sociólogos y otros expertos en artículos periodísticos. Eso termina deteriorando su salud mental: manifiestan síntomas de depresión, como cansancio, tristeza, confusión y humillación, según un estudio con migrantes nicaragüenses del Instituto de Investigaciones Psicológicas de la Universidad de Costa Rica (UCR). 

Los niños y las niñas no son ajenos a todos esos cambios emocionales, explica la psicóloga y docente en esa universidad, Natalia Alvarado. 

“Dejan a amigos y amigas, dejan familia que para ellos es importante, su escuela, compañeros y compañeras, su espacio físico, el lugar donde crecieron para llegar a un lugar que, en teoría, les ofrece mejores condiciones de vida pero no siempre es así”, relata. 

A eso se suma que en muchas ocasiones los padres migrantes, por la misma discriminación, deben optar por trabajos informales, con bajos ingresos y largas jornadas. 

-Mami tiene cuatro (trabajos)... Bueno, ahora tiene cinco, porque me vino a dejar porque tenía que ir a sembrar frijoles, ese es uno. Vende zapatos, vende ropa, vende colonias y hace pedidos. 

Eso nos lo cuenta Nairyn. Tiene 10 años y es la más inquieta del grupo en La Cruz. Mientras hacemos las actividades, de repente se pone de pie para hacer un split o para dar ‘vueltas de carreta’. Nació en Costa Rica, pero su mamá es una nicaragüense que migró a Santa Cecilia. 

-Mami siempre está cansada. Papá está trabajando allá, tiene que cuidar una casa.

Los derechos fundamentales para niñas y niños van más allá de que les garanticen que una o un médico los atienda o que puedan asistir a la escuela. Significa también que crezcan en un ambiente rodeado de amor y comprensión, que no se burlen por su forma de hablar, de vestir o por sus costumbres. Implica también que puedan jugar, divertirse y tener un documento de identidad.

Pero no es fácil combatir los prejuicios de otras familias, funcionarios, niñas y niños que han crecido escuchando discursos xenofóbicos. 

Eso sucede, por ejemplo, cuando reciben atención médica en la CCSS. “Para el costarricense es complicado saber qué es ser migrante”, dice Flores, el jefe del área de cobertura de la institución, y agrega que siempre hay ticos que no entienden que los niños y niñas migrantes tienen derecho de recibir atención gratuita. 

Esas limitaciones refuerzan temores que, ya de por sí, las y los niños cargan de sus experiencias de migración. Así lo ha notado la directora de Casa Ilori, que los ha visto cohibidos y con miedo de expresarse y vivir libremente. 

“Y a mí eso me mueve mucho a hacer lo mejor que yo pueda para que no se sientan en falta, para que se sientan completos, para que se sienta en derecho”, dice Méndez.

Niñez migrante

Hilario es uno de los niños que vive en La Carpio y asiste a Casa Ilori. Ercy Méndez y otros grupos, activistas, organizaciones y entidades como Unicef trabajan por el cumplimiento de los derechos de él, y de decenas de niños y niñas de familias migrantes. Foto: David Bolaños

Los papás y mamás de estos niños también sienten miedo cuando la esperanza de una vida mejor se queda en eso, en una ilusión. 

La exclusión geográfica y social ha abierto grietas para el surgimiento de conductas violentas entre algunas comunidades: robos, asaltos, violencia intrafamiliar, violencia policial y drogas están entre las preocupaciones de vecinos. Así lo reflejó un estudio de cuatro personas investigadoras sobre La Carpio. 

No es la norma. El asentamiento es estereotipado en los medios de comunicación como violento e inseguro, pero visitar esta comunidad binacional permite darse cuenta de que, en realidad, sus habitantes son personas trabajadoras que día a día buscan llevar alimento a sus hogares con diversos emprendimientos. 

-¿Hay algo que no te guste de aquí?- le preguntamos a Jostin, un niño sonriente y conversador de Casa Ilori, que en carne propia ha experimentado los retos de vivir en una comunidad con muros, grietas y derrumbes simbólicos para su plena integración a la sociedad. 

-Solo cuando tiran bala en la calle- nos responde después de una breve reflexión.

-¿Eso pasa seguido? 

-Sí. Diay, cuando uno vende más, el otro no, se pelean.

- ¿Y te da miedo? 

-Sí. Me tiro al suelo.

Ser 

-Entonces, cuando decimos: ‘los niños y las niñas tienen derechos, ¿a qué tienen derechos?’, les preguntamos al cerrar una de las sesiones.

Las voces infantiles a todo pulmón inundan el salón de Casa Ilori:

-¡A comer!, ¡A ir a la escuela! ¡A estudiar! ¡A jugar! ¡A aprender!

“Es interesante visualizar cómo en sus dibujos Costa Rica representa también un espacio de esperanza, un espacio donde pueden encontrar mejores condiciones de vida. Esto es bastante revelador y bonito porque los niños sí creen en esa posibilidad de vivir mejor o, al menos, vivir diferente a como vivían en su país de origen”, explica la psicóloga Alvarado tras contemplar las pinturas que las niñas y niños realizaron durante las actividades, y que este equipo recolectó para mostrárselos. 

El error de los adultos muchas veces es creer que por estar en su niñez, no se dan cuenta de lo que pasa, añade la psicóloga. “Tenemos que darle ese espacio de voz, de voto, de escuchar, explicar y ver cómo se sienten ante esto”.

Garantizar sus derechos es permitirles ser: vivir su niñez en seguridad, con educación, salud, recreación y mantener el orgullo de sus raíces, sin nunca sentir vergüenza de ello. Jostin lo sabe y lo presume.

-¿Cómo te va ahora aquí en la escuela? 

-Bien. 

-¿No te molestan tus compañeritos? 

-No. Es que aquí hay más migrantes que costarricenses. 

-Es cierto. ¿Entonces te sentís orgulloso de ser nicaragüense? 

- ¡Se siente el orgullo de ser nicaragüense, como el café Presto!- resume con los ojitos entrecerrados y una expresión que delatan su sonrisa escondida detrás de la mascarilla. 

Dibujos de las y los niños migrantes, o de padres migrantes, de La Carpio, en San José, y de Santa Cecilia, en La Cruz de Guanacaste. Fotos: César Arroyo Castro y David Bolaños

Niñez migrante

Niñez migrante

*Con reportería de: Cindy Regidor, Sharon Cavallini y David Chavarría.

También colaboraron en este especial: Katherine Estrada, Elmer Rivas, Alejandro Durán, David Bolaños, César Arroyo, Rubén Román, Roberto Cruz y Jennifer Vega.

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Hulda Miranda

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