18 de marzo 2021
Dentro de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) uno está solo. Hay más pacientes delicados y médicos vigilando, pero al final uno está solo. Solo, aferrándose a la vida, mientras ve morir a quienes están alrededor. Y eso no es fácil. No cualquiera lo soporta. No cualquiera quiere contarlo.
“Uno piensa: él próximo puedo ser yo”. Y algunos lo son. Otros continúan. Esperan. Y duele. “Duele porque pocas veces uno está preparado para dejarlo todo”, “porque hay quien te espera”, “porque hay alguien que quiere verte o querés ver por última vez”. Pero uno está adentro, solo rodeado de muerte.
Lester, Felipe y Eduardo estuvieron ahí. Ingresados en una UCI, contagiados de covid-19. Lester y Felipe son sobrevivientes a la primera ola de contagios de covid-19, entre mayo y julio de 2020. Eduardo resistió durante el segundo pico epidémico que detonó en diciembre.
En el primer año de la pandemia en Nicaragua, 13 237 personas se han contagiado de covid-19 y más de 3000 de ellas han fallecido, según el Observatorio Ciudadano COVID-19, y los fallecidos por exceso de mortalidad atribuibles a covid-19 sobrepasan los 7500. Sin embargo, el Ministerio de Salud únicamente admite la mitad de contagios y 176 fallecidos. ¿Cuántos pacientes aún sufren secuelas? ¿Cuántos fallecieron tras ser dados de alta? ¿Cuántos son sobrevivientes de cuidados intensivos? ¿Cuántos se han recuperado? En Nicaragua no hay datos verificables, pero los nicaragüenses continúan contando sus testimonios sobre el verdadero impacto de la pandemia.
Léster, Felipe y Eduardo, nos contaron sus testimonios de sobrevivencia. Ellos se enfrentaron a la peste y le ganaron la batalla, en la soledad de una sala de Cuidados Intensivos.
“No creía en la covid, hasta que llegó por mí”
Luego de 15 días en la Unidad de Cuidados Intensivos, Eduardo Hanón, de 57 años, fue dado de alta. Desde entonces, su vida y la de su familia, cambió. “Volví a nacer”, afirma.
Minutos antes de narrar los días más amargos de su vida, Eduardo Hanón estuvo plantando grama en el patio de su casa. Sus pies cubiertos con un par de calcetines de rayas café y su pantalón enlodado, lo delatan. Al verlo uno dudaría que apenas hace dos meses le dieron de alta de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Metropolitano Vivian Pellas, tras sobrevivir a la covid-19. Pero allí está, frente a la cámara, tomando un trago de café cada vez que la voz se le apaga al hablar de su estancia en la UCI.
—Es difícil. Bien difícil— zanja de entrada.
Eduardo se contagió a mediados de diciembre. Los primeros síntomas de covid-19 se manifestaron el 15. Primero fue tos, después diarrea, luego fiebre y completó el cuadro con pérdida del olfato. Antes de enfermarse, él no creía en la pandemia, nunca se cuidó porque pensaba que, si en algún momento llegaba a contagiarse, no pasaría a más, porque estaba seguro de que la gente que vive en climas tropicales tiene más resistencia. Pero en diciembre, tras nueve meses de pandemia, su cálculo falló. El 25 de ese mes, tras 10 días de atenderse en casa, comenzó a estornudar sangre y su familia decidió hospitalizarlo.
“Yo digo que ese día volví a nacer, porque llegué con una saturación de oxígeno de 76. Me costaba respirar. El doctor le dijo a mi familia que si en tres horas no mejoraba la saturación, me iban a intubar”, recuerda.
Desde ese momento fue ingresado en la UCI y ya no volvió a ver a su familia en persona hasta el 8 de enero de 2021, cuando le dieron de alta. La sala, cuenta, era amplia y tenía capacidad para siete personas, pero en esas fechas solo había cuatro pacientes más. En el ambiente solo se oía el sonido de los ventiladores.
“Era algo ensordecedor, pero no importaba lo ensordecedor, lo importante era respirar una vez a la vez, profundamente, porque si uno respiraba rápido no se llenaban de oxígeno los pulmones y no se podía distribuir en todo el cuerpo, allí es donde uno tosía más”, describe.
El sonido de las máquinas era tan fuerte que al siguiente día de haber llegado, no lo soportó más y pidió que le dieran una pastilla para conciliar el sueño. De otra forma no conseguía dormir. Mientras estaba despierto, reunía todas sus fuerzas para dos propósitos: respirar “una vez, a la vez” y orar. Nada más.
— Yo me despedí de mi familia en el hospital— dice con la voz ahogada, mientras se le escapa una lágrima.
Eduardo pasó la época más festiva del año luchando por vivir. Se perdió la Navidad, el cumpleaños de su esposa, de su madre, de su hijo, su aniversario de bodas y el fin de año, volteado boca abajo en esa cama de hospital. “Esas fechas definitivamente se perdieron”, dice.
Dentro de la UCI lo más difícil para él fue estar solo, confiesa. Aun cuando tuvo el privilegio de comunicarse por videollamada con su familia casi todos los días, la soledad lo golpeaba. Tanto que tuvo que pedir que alguien lo acompañara.
“Lo más triste era estar solo. La mente es poderosa y así como te puede hundir te puede sacar y al estar solo comienzas a pensar cualquier cantidad de cosas (...) Yo le dije a la doctora ‘necesito a alguien aquí, necesito a alguien que hable de cualquier cosa conmigo. No soporto más’”, cuenta y señala que gracias a la compañía de un camillero que llegaba a conversar con él, sus días fueron más llevaderos.
Después de 15 días en la UCI, Eduardo Hanón fue dado de alta. Ya respiraba por su cuenta, pero luego de dar cuatro pasos se descompensaba. En el tiempo que estuvo internado bajó 18 libras y su estancia en la UCI le costó cerca de 30 000 dólares. Sin embargo, opina que en un hospital público sus posibilidades de sobrevivir se hubieran reducido y que estar vivo, no tiene precio.
“Llegó un momento en que todos los que
estaban en la sala murieron y solo quedé yo”
En mayo, Felipe Zamora, de 62 años, perdió a su hermano por covid-19. El mismo día del entierro, él fue hospitalizado por la misma causa. En la UCI, siguió viendo la muerte de cerca.
A las tres y media de la tarde del 30 de mayo de 2020, Luis Zamora, de 52 años, falleció por covid-19 en el Hospital José Nieborowski, de Boaco. Una hora después de su entierro, su hermano mayor, Felipe, fue trasladado de emergencia, en una camioneta de la Policía, con los mismos síntomas de la peste.
“Mi hermano cayó el 29. Ese día en la noche yo lo atendí y le dije a mi papá que se retirara porque no quería que se contagiara. Días antes a él lo llevamos al hospital porque tenía un dolor en el cerebro y estaba decaído, pero solo le pusieron una inyección y lo mandaron para la casa”, relata Felipe.
Al llegar al hospital, Felipe fue internado. Primero estuvo en una sala para pacientes con síntomas similares: fiebre, dolor de cabeza, debilidad, pérdida del olfato y del gusto. Pero al tercer día, lo trasladaron a la UCI. Allí vivió y padeció la muerte de muchos de pacientes y conocidos.
—¿Tuvo miedo de morir?
—No. Siempre estuve fuerte. Yo decía esto es voluntad de Dios. Esto es una prueba. Pero mientras estuve allí sí vi muchas muertes. Llegó un momento en que todos los que estaban en la sala murieron y solo quedé yo.
La muerte se volvió tan habitual que depositó su fortaleza en la fe. Todos los días oraba y se decía asimismo: “Voy a salir de aquí”. Y no era fácil, confiesa.
“Me acuerdo que un día ingresaron a un señor de Managua, pero a eso de la siete de la noche falleció y estuvo allí con nosotros, velándose, en la cama, hasta el día siguiente que llegaron a traerlo. También hubo un muchacho que era de (la comunidad) Tierra Azul y quedó colgado de la baranda (de la cama). Yo le dije a la enfermera: “Mire, ya falleció”, y ella me dijo: ‘Sí, calma”.
“Miré dolor en las muertes”, dice Felipe, casi susurrando, con la mirada perdida en los recuerdos de aquellos días.
Incluso, cuando finalmente le dieron de alta, le pidieron que se levantara porque su cama la iban a ocupar para una señora. A los treinta minutos, recuerda, ella falleció. Después otro ocupó la cama. “Fueron muchos (los contagiados). Eso estaba fuerte, pero nunca doblegué, siempre confié en Dios”, destaca.
En los 15 días que estuvo internado, Felipe no pudo comunicarse con su familia. De hecho, en los primeros días, sus familiares lo dieron por muerto porque les dijeron que una persona de nombre Felipe había fallecido, y mandaron hacer una bóveda para enterrarlo.
Tras salir del hospital, Felipe no tenía ni fuerzas para ponerse de pie. Sus sobrinos le ayudaron a subir los escalones de su casa. Le faltaba el aire y bajó tanto de peso que los huesos se le marcaban. “Vine como de 90 libras y yo no era así, siempre había sido sólido”, compara.
En los dos meses siguientes, se sentía cansado, estaba débil y apenas lograba dar unos pasos. Cuando logró salir de su casa por primera vez, fue para ir al entierro de su papá, de 85 años, quien falleció por un infarto, tras sufrir por varias semanas la muerte de su hijo, Luis.
En el hospital, recuerda, lo atendieron bien. Le dieron todos los tratamientos y tuvo seguimiento cada ocho días. Aunque los resultados de su prueba de covid-19, “solo ellos se la quedaron. Yo no supe”, relata.
En la pandemia, Felipe perdió a su papá y al único hermano vivo que le quedaba. Ahora se siente como una persona diferente, tiene una nueva forma de ver la vida y espera que su testimonio sirva para que otros se cuiden.
“Estuve cuatro días intubado, pensé
que no volvería a ver a mi familia”
Lester Cruz, de 51 años, estuvo 12 días en la UCI. Cuando le dijeron que lo intubarían, él respondió: “que se haga la voluntad de Dios, yo vine aquí para curarme”.
A la medianoche del ocho de junio de 2020, Lester Cruz decidió irse a hospitalizar por su propio pie. Se despidió de su esposa, abrazó a su hijo de 12 años y salió caminando rumbo al centro de salud de Camoapa, en Boaco. A la cuadra de su casa, un amigo médico que supo de la gravedad de sus síntomas lo alcanzó y lo subió a una ambulancia. Su familia no supo más de él hasta cuatro días más tarde. Incluso en el barrio comenzó a rumorear que había fallecido.
“Al llegar al centro de salud, yo llevaba la saturación del oxígeno en 55%. Me hicieron una placa y me dijeron ‘estás bien complicado, hay que mandarte a Boaco’. Tenía una neumonía en tercer grado”, cuenta.
Desde ese día, Lester fue ingresado en la sala de covid del Hospital de Boaco. Le administraron medicinas, pero en vez de mejorar cada día decaía, así que el 12 de junio los médicos le dijeron que la única opción para tratar de sobrevivir era intubarlo. Él sin más opciones, accedió al procedimiento. De esos días no tiene recuerdos, pues para lograr intubarlo, los médicos inducen al coma. Sin embargo, el resto del tiempo que estuvo consciente fue duro, si hubiera tenido una mente más débil, estima, difícilmente estuviera contándolo.
“Uno siente miedo porque sabe que a cómo puede regresar, no regresa. Yo miré a mucha gente morir. Miré de seis a ocho que salieron muertos y eso psicológicamente me afectó. Durante el tiempo que estuve allí yo no dormí, mi cama estaba en la entrada de la sala y veía el movimiento de los médicos, veía entrar y salir gente, oía cuando gritaba ‘doctor, doctor’. Habían como 60 pacientes en toda el área de covid”, narra.
Al décimo tercer día de estar internado, Lester fue dado de alta. Su saturación de oxígeno se había elevado a 95% y ya no necesitaba estar conectado a los tanques. Él calcula que durante el tiempo que estuvo hospitalizado le pusieron unos 20 tanques al día. Bajó 30 libras, caminaba con dificultad y tenía molestias en la garganta.
“Los doctores me explicaron que si quedaban secuelas, me podía dar dolor en el cuerpo, problemas con la respiración hasta por seis meses. Me dijeron que si me daba dolor de cabeza o fiebre podía tomar analgésicos, pero que no me automedicara otra cosa”, cuenta.
Aunque los médicos le recomendaron estar 15 días en reposo, Lester decidió extenderlos. Dejó de trabajar en su taxi y se dedicó a recuperarse poco a poco. Fue hasta los dos meses y medio que ya se sintió recuperado para retomar su vida. “Cuando salí me habían quedado unas secuelas en las arterias que me duraron como dos o tres meses. Yo no podía alzar los brazos, me dolía hasta levantarlos para ponerme la camiseta. Gracias a Dios se me quitó”, afirma.
— ¿Sabe cómo se contagió?
— Creo que me contagie haciendo unas compras en el mercado, no fue en el taxi. Yo me fui hacer unas compras y después que hice la compra yo eché el dinero a mi bolsillo y después sentí como que un animalito me pico en el ojo y me rasqué. A los tres días me comenzaron los síntomas— relata.
— ¿Por qué esperó tanto para ir al hospital?
— Yo le pregunté a un doctor que estaba dando consultas vía telefónica, porque aquí en Camoapa en mayo comenzaron los contagios comunitarios, y me dijo que lo más probable era que yo tuviera dengue. Pero al séptimo día los síntomas siguieron, y yo presentí que no era dengue así que me fui al hospital.
De la familia de Lester nadie más se contagió. Del hospital los llamaban cada cierto tiempo para preguntar si alguno tenía síntomas, pero nadie más se enfermó. “Yo ya estoy sano. Lo único —confiesa— es que tengo temor de volverme a enfermar porque en el vehículo se monta tanta gente, pero tengo que seguir trabajando”.
*En Nicaragua no hay datos verificables sobre cuántas personas se han contagiado, fallecido o recuperado de covid-19. Tampoco se conocen sus edades o género. Durante este año, en Confidencial nos hemos propuesto contar el verdadero impacto de la pandemia a partir del análisis de los pocos datos oficiales y de las fuentes alternas, pero sobre todo, a partir de los testimonios. Si usted se ha contagiado de covid-19 y tiene un testimonio que desea compartir, puede escribirnos a info@confidencial.digital