7 de julio 2019
Le cocieron la espalda a balazos. Pam, pam, pam, pam, fueron cuatro secos disparos de AK-47.
—Me rindo, me rindo— dijo Carlos Ochoa, segundos antes de que le dispararan.
—Estás loco vos, chavalo. ¡Date la vuelta!— gritó el paramilitar, y lo ejecutó a sangre fría.
El cuerpo de Ochoa, de 19 años, quedó tirado cerca de una barricada detrás del Hospital Santiago, de Jinotepe, el ocho de julio de 2018, cuando paramilitares y tropas especiales de la Policía Nacional irrumpieron a sangre y fuego contra las barricadas de los municipios de Diriamba y Jinotepe, en el departamento de Carazo, a unos 45 kilómetros al sur de la capital Managua.
Ochoa fue uno de los 38 caraceños asesinados ese día, según un recuento del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh). Aquel día tuvo el saldo más sangriento de todos en las jornadas de la “Operación Limpieza”, como llamó la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo a la orden de desmantelar los tranques y barricadas que instaló la población en calles y carreteras, durante la rebelión ciudadana que estalló en abril de 2018.
“Llegó muerto al hospital ese muchachito”, dijo a CONFIDENCIAL el doctor Carlos Sánchez, que ese día estaba como cirujano de turno en el hospital de Jinotepe.
Ochoa estudiaba Cocina en la Escuela de Hotelería y se involucró en las protestas contra el Gobierno de Ortega el 30 de mayo, después de la masacre contra la marcha del Día de las Madres Nicaragüenses, cuando se levantó el primer tranque en Jinotepe, que más tarde se convertiría en uno de los más importantes, por su posición estratégica en el circuito de la Carretera Panamericana: el tranque del Colegio San José.
“Lo ametrallaron a sangre fría”, dice de Ochoa, Moisés Silva, un miembro del Frente Amplio por la Democracia (FAD) que se involucró en las protestas contra el Gobierno como parte del Movimiento 19 de Abril. Silva vio caer a Ochoa a escasos metros de él.
—Los paramilitares llegaron disparando, nosotros estábamos detrás de una barricada, resistiendo —dice Silva— y los paramilitares retrocedieron un poco y él salió de la barricada a ver si se habían alejado, pero ellos estaban detrás de un muro.
Sacar a Ochoa del sitio donde cayó fue una odisea. Sus compañeros lo trasladaron bajo las balas que continuaban disparando policías y paramilitares. “Un chavalo se arriesgó y de arrastra fue a sacarlo. Carlos (Ochoa) estaba boqueando, ahogándose en su propia sangre. Después de la barricada, varios lo cargamos hasta el hospital”, recuerda Silva, quien coordinaba más de la mitad de los aproximadamente 30 tranques que había en el casco urbano de Jinotepe, y ahora está refugiado en San José, Costa Rica.
“Nosotros tenemos contabilizado que en Jinotepe murieron 14 personas el ocho de julio; en Diriamba murieron como 12, y en Dolores murieron como tres. Eran 32 por todo. Todos eran jóvenes, andaban en las edades de 17 a 25 años”, dice Silva. El Cenidh suma a la lista a los policías que también murieron ese día, para cerrar la lista de la sangrienta jornada en 38 asesinados.
Las armas de guerra
Eran las 5:30 de la mañana el ocho de julio de 2018, y los pobladores de Jinotepe y Diriamba aún no terminaban de despertarse. En el tranque del Colegio San José, Óscar Rojas, un obrero jinotepino de 42 años que se involucró en las protestas contra la dictadura de Ortega, se percató de lo que venía ese día.
Las tropas de paramilitares y policías avanzaban sigilosamente, formando un anillo en las dos ciudades. “Traían AK-47, PKM, M-60, Garand, RPG7 como se pudo ver en unos videos de redes sociales” dice Rojas que, como otros caraceños que participaron en las protestas y lograron huir de la matanza de aquel día, ahora está refugiado en Costa Rica.
Rojas fue uno de los dirigentes del tranque San José y afirma que él y sus compañeros se dieron cuenta de los preparativos del ataque desde la madrugada, y se prepararon para la defensa.
El ataque comenzó a las 5:30 de la mañana y durante 12 horas los policías y paramilitares dispararon, seguidos de palas mecánicas, que desarmaron los tranques y barricadas hasta darles el control de las ciudades. Fue una lucha calle a calle, recuerda Rojas, quien calcula que aproximadamente 3000 jóvenes autoconvocados defendieron la ciudad de Jinotepe.
“Ellos tardaron tanto en tomar control de la ciudad, porque no eran de aquí y no conocían la zona, ni las calles. Nosotros sí”, valora Rojas.
“Ellos entraron por todos los puntos cardinales y se ensañaron principalmente contra el tranque San José, pero como no habían podido, dieron la orden de que entraran por la Carretera Panamericana, por el sector del Dulce Nombre, tomándose el Hospital Harmín”, dice Silva.
Los dirigentes de las protestas en Jinotepe aceptan que ellos defendieron su ciudad con armas de fuego.
—¿Acaso ellos nos estaban tirando caramelos?— increpa Rojas cuando se le pregunta por las armas de fuego.
—Teníamos el derecho a defendernos— agrega.
Según Silva, ellos usaron armas “en un plan netamente defensivo y así evitamos un derramamiento de sangre mayor”.
—Mientras unos detenían el avance de los paramilitares sobre la ciudad, otros emprendían la huida para salvar sus vidas hacia los montes— argumenta.
¿Cómo llegaron las armas?
El obrero y autoconvocado exiliado, Óscar Rojas, confirma que el primer tranque que se levantó en Jinotepe fue el del Colegio San José, tras masacre de policías y paramilitares contra la “madre de las marchas pacíficas” del 30 de mayo, en Managua.
“Se levantó en protesta por ese ataque y para defendernos”, sostiene Rojas. El tranque paralizó durante más de un mes el tránsito sobre la Carretera Panamericana, incluyendo el transporte internacional de carga que se dirigía hacia Costa Rica. Semanas antes del operativo final del ocho de julio, los autoconvocados en los tranques ya habían sufrido otros ataques.
El 12 de junio, a las tres de la mañana, tropas paramilitares atacaron brutalmente el tranque San José. Dulce Porras, una jinotepina a quien el Gobierno acusa de ser uno de los líderes de las protestas en la ciudad, recuerda que aquel día se puso un jean y una camiseta, y salió afuera de su casa a ver qué pasaba. A lo lejos, escuchaba bombas y disparos.
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“Salí de mi casa, cerca de la iglesia Santiago, y vi como tres cuadras llenas de mujeres en pijamas, camisones de dormir y shorts, que con pailas en mano, o sonando lo que fuera, iban en una marcha a las tres de la mañana, a salvar a sus hijos en el tranque”, recuerda Porras, en Costa Rica, donde está exiliada desde julio pasado, después de que los paramilitares le pusieran precio a su cabeza.
—¿Qué madre no va ir a defender a su hijo, sabiendo que se lo van a matar?— se pregunta Porras, de 67 años. Desde esa madrugada, los tranques se multiplicaron por toda la ciudad, como mecanismo de defensa ante la posibilidad de nuevos ataques de paramilitares.
“Jinotepe es un pueblo arrecho —afirma Porras—. Fue un bastión del Frente Sandinista. Y por eso tanta saña contra este pueblo, porque le dio la espalda al Gobierno, cuando comenzó a matar a estudiantes indefensos”.
“La gente comenzó a buscar los morteros y las bombas caseras de defensa, como las molotov”, asegura Rodolfo Rojas Cordero, quien también participó en la defensa de la ciudad.
Moisés Silva, del Movimiento 19 de Abril, agrega que después de ese ataque, los pobladores de Jinotepe que tenían armas guardadas, y también policías y militares inconformes con el Gobierno, entregaron armas a los jóvenes, para que las usaran en labores meramente defensivas.
“Mi participación fue preparar a los muchachos para la defensa, la defensa circular de la ciudad, de cómo poner una barricada, de cómo trasladar los alambres para que no metieran las motos los paramilitares, y orientar a los muchachos en la línea de la disciplina, en el sentido de no caer en las provocaciones y no participar en los actos que los sandinistas hacen para involucrar a los azul y blanco, como el saqueo, y de guardar la imagen, que no permitieran que se involucran en los tranques delincuentes connotados del FSLN en Jinotepe”, detalla Rojas Cordero.
La huida para salvar la vida
A las 5:30 de la tarde del ocho de julio, tras doce horas de ataque de policías y paramilitares, todos los jóvenes que continuaban resistiendo se reunieron en el Hospital Santiago. Ya el resto de la ciudad estaba bajo control de los paramilitares y era el momento de emprender la retirada.
—Comenzamos a salir por montes, pegado a la costa y comenzaron también a seguirnos— recuerda Rojas—. Nos seguían con la técnica canina y hasta con helicópteros.
“Nosotros dormimos en el monte, pasamos tres días comiendo solo caramelos con agua que bebíamos de los ríos”, relata.
Algunos lograron escapar poco a poco a Costa Rica, otros se refugiaron en casas de amigos o en iglesias, como hizo Wilfredo Porras, que herido con un balazo en la pelvis se escondió en la parroquia Santiago, y así sobrevivió al ataque que perpetraron los paramilitares.
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“Había un herido en Agrimersa y salimos a traerlo, entonces a dos cuadras de la parroquia de Santiago, buscando hacia el Oeste, recibí un balazo en la pelvis, sin tocarme el hueso, gracias a Dios, pero ya no pude ir por el otro herido. Fueron otros, y tardaron hora y media para trasladarme a la parroquia, que estaba solo a cuadra y media, porque en cada intersección había disparos contra nosotros”, recuerda Porras, ahora exiliado en Costa Rica.
“Cuando los paramilitares estaban en la iglesia, merodeaban por todos lados y nos decían que si nos encontraban nos iban a tirar desde el campanario de la iglesia”, narra Porras.
“Me refugié en la iglesia… ahí bajamos los cielos, rezando y prometiendo de todo. Ya nos mirábamos muertos”, detalla. Lograron salir horas más tarde. Fue de los afortunados que sobrevivió.
Las ejecuciones
Ricardo Largaespada tenía 57 años, y desapareció el día del ataque a Jinotepe y Diriamba. La última vez que lo vieron con vida fue cuando defendía el tranque de San José, junto con los jóvenes. Después del ataque, su familia lo buscó en hospitales y centros de salud, hasta que finalmente les confirmaron que su cuerpo estaba en el Instituto de Medicina Legal.
—Nos dijeron: “Les damos el cuerpo, pero se lo llevan ya a enterrar, sin hacer bulla”, recuerda un familiar de Largaespada que habló con la condición no revelar su nombre. “Usted viera, estaba el cuerpo sin las dos manos, le cortaron las manos. Tenía golpes por todos lados. A él lo agarraron vivo y lo torturaron”, describe llorando.
Moisés Silva asegura que a varios de los muertos del municipio se los llevaron vivos para torturarlos y “ejecutarlos a sangre fría”.
Silva recuerda el caso de José María Campos, de 21 años, quien se movilizaba en una moto y fue herido en una pierna cuando intentaba ayudar a un compañero a cruzar una tapia, y él ya no pudo saltarla.
—Lo agarraron vivo, lo torturaron, lo amarraron a una camioneta y lo arrastraron por el pueblo— relata Silva llorando.
“Lo hicieron como para dar una lección”, estima.
La vela de Campos luego fue asediada por la Policía y paramilitares. “Tuvieron que enterrarlo rápido, sin velarlo, porque el acoso era demasiado”, afirma.
En Jinotepe, la mayoría de los familiares de quienes murieron durante la represión, han abandonado sus casas o tienen miedo de dar entrevistas.
“No, por favor váyase. No nos perjudique, ya demasiado tenemos”, dijo una familiar de Campos, en Jinotepe, que únicamente reveló que la mamá del joven también tuvo que irse de la casa de la familia. Detrás de la puerta entreabierta, remata: “No podemos hablar”.
Los crímenes de lesa humanidad y el vínculo militar
Durante las protestas contra el Gobierno de Ortega, al menos 325 nicaragüenses fueron asesinados, la mayoría a manos de la Policía y fuerzas de choque afines al Gobierno o paramilitares, según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) demandó que el presidente Ortega, jefe supremo de la Policía Nacional, su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo, y toda la jefatura de la Policía Nacional fueran investigados por crímenes de lesa humanidad.
La población sostiene que los paramilitares y policías les atacaron con armas de guerra. Un exsoldado del comando de Operaciones Especiales del Ejército, de seudónimo "Francisco", que se involucró en las protestas antigubernamentales en Jinotepe, asegura que quienes les atacaron tenían entrenamiento militar.
“En el momento que nosotros nos encontramos en la Calle 4, en una de las barricadas de Jinotepe, yo estoy viendo por una rendija de uno de los adoquines, y veo que una persona, alta, robusta, morena, viene en una manera de avance, encorvado, que eso solo se usa en técnicas de combate urbano, y solo lo maneja una persona que tiene, seis meses, ocho meses, o años de estar entrenando en lo mismo”, afirma "Francisco".
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Continúa: “Va la vista al frente, el fusil a una misma distancia, no lo mueve ni lo baja, y siempre va buscando solo el frente y dando medio perfil, y él llega y nunca expone su frente, siempre de costado y él apunta de costado”.
“Yo en ese momento dije, esos majes están entrenados, no son policías, porque incluso nosotros dábamos clases a la Policía. El destacamento en el que yo estaba era contra acciones antiterroristas, y le daba cursos a la Policía, lo que era combate urbano, y no eran policías, eran demasiado robustos, con demasiada técnica, para decir que eran de la Policía”, asegura.
El Ejército ha negado a través de comunicados que sus fuerzas hayan participado en la represión de las protestas. Dicen que se limitaron a proteger objetivos de interés nacional y que ellos tenían control total de sus fuerzas y de su armamento. Pero "Francisco" está convencido de que “hubo demasiada cercanía del Ejército de Nicaragua en la represión”.