17 de abril 2024
A lo largo de la historia, la religión fue piedra angular de los sistemas monárquicos, incluso en los grandes tratados como el Leviatán de Hobbes, el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil de Locke, Los seis libros de República de Jean Bodin, la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino y La Ciudad de Dios de San Agustín. Lo que tienen en común estos textos es que conciben el mandato divino como fuente del poder político.
Ahora bien, en el título de este artículo aparece la palabra mesianismo, que tiene una carga ligada a la salvación, la redención y el renacimiento de un ser o nación. Asimismo, está relacionada con una cosmovisión en la que una persona cambia el rumbo de una sociedad a través del cumplimiento de una misión divina. En términos dogmáticos, sin importar la religión, un Dios o ente supremo llegan a la tierra para limpiar de sus pecados a la gente.
La religión como estrategia
En algunos casos la adjetivación de ciertos liderazgos con esta palabra implica una carga peyorativa; sin embargo, para efectos del texto el concepto hace referencia a los políticos que usan la religión como estrategia para consolidar sus proyectos políticos. Asimismo, estos personajes enlistan una serie de soluciones a problemas como la pobreza, la inseguridad, la violencia, la crisis económica y democrática, pero nunca mencionan las políticas públicas, los recursos y la estrategia a seguir.
Estos liderazgos apelan a la mimetización entre su persona y lo que ellos llaman “el pueblo”, que puede ser entendido como una masa o sector poblacional que los apoya y respalda en sus propuestas. En la ciencia política hablar del pueblo se entiende como un concepto vacío, diría Jacques Rancière, en el cual nadie puede explicar sus características. No obstante, se ha llegado a la conclusión de que esta palabra pretende homogeneizar y borrar las diferencias de la ciudadanía.
Ahora bien, el pueblo y la religión tienen una relación simbiótica, ya que en las escrituras religiosas se habla del pueblo de Dios, de la opresión al pueblo santo o de la liberación del rebaño sagrado (sinónimo de pueblo). En estos tiempos, los líderes carismáticos han construido una cosmogonía religiosa como un Jesús revolucionario y rebelde de acuerdo a Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, quienes consideran a este personaje un luchador de izquierda.
Otro ejemplo lo encontramos en México con Andrés Manuel López Obrador, quien ha dotado de tintes religiosos a su partido, Morena, que fue fundado el 12 de diciembre de 2014, día de la Virgen de Guadalupe. Asimismo, en sus discursos ha hecho uso de los elementos religiosos como el Sagrado Corazón de Jesús para hacer frente a la pandemia de covid-19; también ha mencionado que es mejor tener un par de zapatos en vez de varios, ya que se peca de soberbia y es mejor vivir en la pobreza de forma digna.
Existen otros ejemplos, como el lema “Dios, patria y familia” de Jair Bolsonaro en Brasil para atraer el voto evangélico, apelar a la familia tradicional y al nacionalismo brasileño. Tras su derrota en el ballotage de 2022, sus simpatizantes oraban cerca de los cuarteles militares y pedían a Dios un golpe de Estado para evitar el ascenso de Lula da Silva.
Por otro lado, en Estados Unidos Donald Trump ha implementado ritos religiosos al terminar sus mítines con el objetivo de atraer el voto evangélico. El trumpismo ha logrado transformar la pasión política en devoción hacia su persona; sus simpatizantes creen fervientemente que el expresidente tiene una misión, y es hacer grande a los Estados Unidos de nuevo.
Al revisar a otros populistas que no se encuentran en el continente americano, encontraremos, por ejemplo, en la India, a Narendra Modi, quien busca consolidar un modelo de democracia hindú dando prioridad a las personas de esta religión y dejando de lado a otras religiones. En Turquía el proyecto de Recep Tayyip Erdogan es la abolición del Estado laico para erigir una democracia islámica que sustente sus prácticas autoritarias.
La crisis de la democracia
Para entender este nuevo fenómeno es necesario observar la crisis de la democracia que ha sido estudiada por politólogos como Adam Przeworski, John Keane, Pippa Norris o Arent Liphart. Estos autores han analizado el descontento con el pluralismo, el diálogo y la política tradicional: el malestar se ha generalizado al punto de que la ciudadanía ya no confía en los políticos o partidos tradicionales. Este es el punto medular para entender por qué la fe se ha convertido en un motor de campañas y candidatos outsiders o autoritarios.
Las religiones se han convertido en una herramienta para que las y los votantes vuelvan a creer en los candidatos. A lo largo del siglo XX la presencia de un líder carismático, como diría Max Weber, bastó para seducir a las masas de diversas partes del mundo. Sin embargo, ahora el populismo se ha mezclado con la religión en aras de sacralizar la política y transitar de un modelo de confianza y vigilancia en el que se obliga a los políticos a rendir cuentas a uno en el que la ciudadanía se convierte en creyente de un personaje.
Es necesario replantearnos la erosión democrática y el desgaste del modelo de rendición de cuentas, que está siendo sustituido por los dogmas. Uno de los problemas que concibo es que los nuevos autoritarismos utilizan como base de su poder la religión y con ello pretenden dotar de misticismo a los políticos, en aras de que la base social devenga en creyente.
La política no es una cuestión de fe; para eso están las iglesias o templos, no los políticos. Empero, cuando el dogma se antepone a la razón, entonces la política y la ciudadanía pierden terreno y se da paso a la semilla del fanatismo. Un país fanático de un personaje o líder abre la puerta a la violencia y a la censura, bajo el argumento de que una sola visión está permitida.
*Artículo publicado originalmente en Latinoamérica21.