9 de abril 2024
Nunca me había sentido “la otra” sino hasta que emigré a Costa Rica. No había pensado en cómo salir del país propio para instalarse en uno ajeno redefine la identidad y, a veces, hasta el propósito de vida. Al menos así fue en mi caso.
Llegué en 2015 de Nicaragua al vecino país centroamericano con una maleta llena de ilusiones por la nueva etapa que empezaba junto con mi esposo cuando a él lo trasladaron por su trabajo. Él canadiense y yo nicaragüense, fuimos, poco a poco, como extranjeros, descubriendo y enamorándonos del nuevo hogar: ese pequeño paraíso visitado por millones de personas de todo el mundo, año con año, por su exuberante y verde naturaleza, el mismo que destaca como modelo a seguir en la región, por ser de las pocas naciones del mundo sin un Ejército y por su prolongada historia de democracia, paz y estabilidad.
Pero, en la maleta también llevaba conmigo algunas reticencias. Después de todo, Costa Rica también era el lugar al que habían llegado antes que yo, y durante décadas, unos 300 000 compatriotas huyendo de la pobreza, de dictaduras, de una guerra civil, de terremotos y huracanes.
En las noticias leía que de Costa Rica llegaban a Nicaragua los dineros que ahorraban esos migrantes para enviar a sus familiares. También escuchaba acerca del maltrato que sufrían algunos por ser nicaragüenses, de la hostilidad entre nicas y ticos (como llaman y se identifican a sí mismos los costarricenses) por las tensiones políticas fronterizas, oía sobre la explotación que sufrían quienes venían a buscar trabajo en los campos de piña y café, como guardas de seguridad, empleadas domésticas o albañiles.
Éramos “los otros”, la población extranjera más grande que llegaba a hacer los oficios que ya el tico promedio, con mayor educación y recursos, no quería hacer. Éramos, para algunos, los pobres, morenitos, sencillos, inferiores, pero también los amenazantes que llegaban a delinquir. Persiste, desde entonces, una frase popular que usan algunos costarricenses para censurar algún comportamiento: “No sea nica”, explica el investigador especializado en temas migratorios, Carlos Sandoval.
En 2005 se vivió uno de los puntos más álgidos de esa hostilidad en Costa Rica, cuando un nicaragüense en estado de indigencia, Natividad Canda, murió despedazado por tres perros tras ingresar ilegalmente a un taller de carros para robar aluminio, y ante la pasividad de policías y otros que presenciaron el hecho, reportaron los medios. El hecho detonó fuertes debates y expresiones xenófobas sobre los migrantes nicaragüenses en Costa Rica.
Diez años después, el ambiente parecía más amigable, al menos en mi entorno y para mí, como mujer joven profesional en Periodismo. Lo que hallé fueron microagresiones o “xenofobia solapada”, como la describió una joven nicaragüense universitaria a la cual entrevisté en mis primeros meses aquí. Recuerdo el asombro de algunos costarricenses cuando se enteraban de que era nica y hablaba inglés, también “cumplidos” como: “Ah, es nica, pero usted habla bonito”, “¿Es nica?, pero no pareciera”. Por supuesto, a la vez, había y hay, aún, agresiones, insultos, y ataques fuertes y abiertamente xenófobos que sufren otros nicaragüenses, por lo general en condiciones económicas y sociales desventajosas, porque la xenofobia se acompaña de racismo y clasismo aquí y en todas partes del mundo.
Esta diferenciación entre cómo unos y otros extranjeros son percibidos y tratados según clase, raza y nacionalidad, en Costa Rica es más evidente al contrastar la experiencia de los migrantes centroamericanos con la de los estadounidenses y europeos que se asientan de manera permanente en las zonas más turísticas, los “expats”, como se llaman a sí mismos para diferenciarse del resto de migrantes. Estos últimos, que llegan a jubilarse, comprar casas o a poner un negocio, son usualmente mejor recibidos, y rara vez hay en el debate público expresiones discriminatorias en su contra. Además, las autoridades han promovido recientemente una ley de nómadas digitales, orientada a atraer, sobre todo tras la pandemia, a extranjeros que deseen vivir y trabajar de forma remota en Costa Rica y ganen al menos 3000 dólares al mes.
Hay un dicho que, supuestamente, retrata parte de la idiosincrasia costarricense: “Un tico te invita a su casa, pero no te da la dirección para llegar”, repiten los mismos ticos con humor. Tengo amigos muy queridos, ticos y ticas, que sí me dieron la dirección de su casa. Son personas interesadas en entender mi realidad como nicaragüense y migrante, con quienes he creado vínculos fuertes basados en la admiración y el respeto mutuos.
La gentileza, solidaridad y la auténtica bienvenida de la gran mayoría de costarricenses a través de gestos conmovedores hicieron que mis reservas fueran desapareciendo. Recuerdo, por ejemplo, la noche del 20 abril de 2018, cuando debí interrumpir una visita a Managua, tras el inicio de las masivas protestas ciudadanas que fueron reprimidas brutalmente por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua. Para entonces el caos ya se había apoderado del país entero. Era tan solo el inicio de largos y agobiantes meses que se han convertido en seis años de una seria crisis sociopolítica y de derechos humanos. Al regresar a Costa Rica con el corazón revuelto y asustado, me esperaban en el aeropuerto amigos costarricenses con carteles de apoyo y cálidos abrazos.
No fui la única a la que recibieron los ticos en ese momento. Costa Rica se convirtió a partir de ese año, junto con Estados Unidos, en uno de los principales destinos de decenas de miles de nicas que han huido por la represión y el deterioro económico derivado de la situación política.
Con el tiempo, mi yo migrante y mi yo periodista decidieron que había que narrar las experiencias de esos nicaragüenses que, al salir de su patria, se convertían a menudo en los otros invisibilizados o estereotipados. Había que contar quiénes éramos y cómo la estábamos pasando en los lugares de acogida, había que retratarnos como parte de la sociedad nicaragüense y como parte de las sociedades que nos acogen, y había que tender un puente para que se reconocieran los nicas de adentro y los de afuera. Asumí esta misión como una causa personal.
Gracias a la intensa cobertura que hemos desarrollado desde Nicas Migrantes de Confidencial, uno de decenas de medios digitales que operan desde el exilio en Costa Rica, he podido ver de cerca las dualidades costarricenses en su trato hacia la población extranjera, que actualmente constituye cerca del 15% del total de cinco millones de habitantes.
A pesar de ser una población importante por su tamaño y sus contribuciones económicas, con un aporte al PIB de más de 12%, según cálculos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), actualmente no hay una política migratoria y de integración clara ni consistente, ni la ha habido en los últimos años, tal y como lo señala Daguer Hernández, quien fungió como subdirector de la Dirección de Migración y Extranjería (DGME) entre 2018 y 2022.
Sí es verdad que Costa Rica tiene una tradición histórica de acogida de solicitantes de refugio y refugiados de distintas nacionalidades, y así se confirma con la recepción de más de 200 000 solicitudes de refugio que se han acumulado desde 2018, la gran mayoría de nicaragüenses. Pero, lamentablemente, ello no es suficiente.
Debido a la enorme cantidad de solicitudes, a la Unidad de Refugio le tomará muchos años resolverlas y, mientras tanto, quienes se hallan en el país como solicitantes de asilo, lidian con las trabas establecidas a finales de 2022 por el presidente Rodrigo Chaves, quien alegó que había migrantes económicos aprovechándose del sistema de refugio. Antes se había quejado de que estos migrantes eran una carga y de que la comunidad internacional no estaba apoyando lo suficiente con donaciones para atenderles.
Esa retórica desde el poder que posiciona a los migrantes como carga es errada, pues esos migrantes económicos no solo son un importante porcentaje de la fuerza productiva en los distintos sectores económicos costarricenses, sino que, además, pagan impuestos y cubren todos sus gastos para vivir en este país, que es el más caro de Centroamérica. Estos migrantes laborales no pueden acceder fácilmente a programas estatales de asistencia, menos si no tienen un estatus migratorio regular. De hecho, los migrantes en condición irregular muchas veces son explotados o sus derechos laborales no son reconocidos. Es común que los patronos no les inscriban ante la Caja Costarricense del Seguro Social, el sistema de salud público que solo atiende a asegurados, y, a niños y embarazadas sin importar su nacionalidad o condición migratoria. Esa apreciación del presidente Chaves también deja por fuera que los nicas son mano de obra imprescindible en la producción de productos como la piña (Costa Rica es el principal exportador del mundo), o en la cosecha de café (apreciado por su gran calidad a nivel internacional), entre muchos otras áreas de la economía.
Una política migratoria con miras a lograr la integración completa de la población extranjera procuraría la regularización masiva, de manera que las autoridades tengan un registro exacto y completo de quienes habitan el país, y permitiría a los migrantes trabajar de manera formal, con todos sus derechos y obligaciones, como bien lo argumenta Hernández. Desafortunadamente, han pasado 25 años desde la última regularización masiva de migrantes en Costa Rica, cuando en 1999 se otorgó una amnistía a migrantes centroamericanos como un gesto humanitario, luego del paso destructivo del Huracán Mitch por el istmo. En enero, el Gobierno anunció la creación de una Estrategia Nacional de Migración, ojalá sea la respuesta integral que muchos anhelamos.
Al llegar a Costa Rica, noté también que había muy poca representación mediática de los migrantes nicaragüenses. A pesar de que estábamos presentes en todas partes, como trabajadores, vecinos y familia, había poca visibilidad de la población nica o bien, si la había, era con frecuencia estereotipada y negativa. Me pareció extraño que no hubiese, por ejemplo, una sección sobre migración en el periódico más grande e importante del país, siendo esta una de las naciones latinoamericanas con mayor proporción de migrantes entre sus habitantes. Tampoco hay estadísticas oficiales desagregadas que consideren de manera particular y profunda cómo la característica de ser migrante impacta la calidad de vida de una buena parte de los habitantes.
Durante las más recientes campañas electorales tampoco he visto especial énfasis en el tema migratorio, y solo encontré en la elección de 2022 a un partido que incluyó de forma transversal y explícita a la población migrante, junto a costarricenses, en su plan de gobierno. Una diferencia afortunada entre Costa Rica y otros países en este aspecto es que, hasta hoy, no ha habido campañas electorales en que los candidatos aticen la xenofobia, una tendencia actual en Estados Unidos y Europa, donde los populismos colocan a los migrantes como chivo expiatorio de los males que aquejan a las sociedades.
Para el catedrático de la Universidad de Costa Rica (UCR), Alberto Cortés Ramos, la brecha en la integración de los migrantes ocurre porque Costa Rica define a su ciudadanía a partir de la nacionalidad de las personas y no de quienes habitan su territorio. Yo agregaría que, quizá, otro impedimento para la plena integración de los migrantes, es la existencia de un nacionalismo arrollador que no da espacio para celebrar la pluralidad y la integración de otras identidades culturales aunque, en realidad, tras décadas de ese flujo importante de migrantes nicaragüenses, vemos que cada vez más se fusionan nuestras formas de hablar, nuestras comidas y tradiciones, y, más importante aún, nuestros pueblos. Así lo vemos en la convivencia cotidiana de vecinos, amigos y colegas las miles de familias binacionales que se han conformado a lo largo de las décadas.
Me pregunto si, quizá, algunos costarricenses, al considerar el país “distinto” o “excepcional”, inconscientemente rechazan la idea de una consolidación más profunda con la población inmigrante, mayoritariamente nicaragüense, porque ello implicaría parecerse más al resto de centroamericanos.
Iván Molina, historiador de la UCR, explica en un artículo de la BBC, justamente, que la identidad costarricense “se construye contra el espejo del resto de Centroamérica”. Sobrevive aún el mito de la blanquitud, también mencionado en el artículo periodístico, aunque con menor fuerza. Hubo un tiempo, señala Molina, que para explicar por qué Costa Rica era diferente al resto de países centroamericanos, se aseguraba que era “porque Costa Rica es blanca”. Lo cierto es que es, al igual que sus vecinos en el istmo, un país mestizo y multicultural y, en 2015, así se reconoció en la Constitución, que fue modificada para reconocer a Costa Rica como “multiétnica y pluricultural”, en un avance importante de su autopercepción como nación diversa.
Me gusta mantenerme optimista, volver a esos cambios y revisiones, a los gestos que conmueven y dicen mucho de quienes son los ticos.
En 2018, con la llegada masiva de nicaragüenses, hubo una protesta xenófoba y violenta en La Merced, un parque de la capital conocido como “el parque de los nicas”. Recuerdo la preocupación y el temor de muchos nicaragüenses, pero también la indignación de muchos costarricenses que no solo se quedó en palabras. A los pocos días hubo una respuesta contundente a la manifestación antiinmigrante: por las principales avenidas de la ciudad marcharon cientos de personas que portaban banderas nicaragüenses y costarricenses y que coreaban: “¡Hombro con hombro, mano con mano: ticos y nicas somos hermanos!”. Esa, para mí, es una mejor manera de distinguirse que tienen los costarricenses. Es a la que deseo aferrarme: digna de celebración e imitación.
*Este artículo fue publicado originalmente en ReVista, Harvard Review of Latin America como parte de la edición de abril de 2024 sobre Costa Rica.