Guillermo Rothschuh Villanueva
25 de febrero 2024
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En mi recuento histórico sobre los grandes montadores chontaleños Policarpo se ubica entre los mejores
Policarpo Amador a sus ochenta y siete años, todavía le gusta montar a caballo.
Cuando ya no lo esperaba y me parecía imposible, Liliana L. Rodríguez Amador me preguntó dónde podía encontrar el libro en que hablaba de su tío Policarpo Amador. Se refería a Asalto a la memoria (Instituto de Cultura de Nicaragua, 1998), mi primer libro dedicado a la provincia ganadera, gentilmente publicado por Clemente Guido Martínez. Ese día me enteré que el famoso montador de toros originario de Chontales estaba vivo. Se había desaparecido por completo de mi radar. Satisfice el deseo de Liliana obsequiándole un ejemplar de los pocos que me quedan de una obra que guardo para ocasiones especiales. Jamás pensé que mi gesto sería retribuido de la mejor manera. El once de enero Liliana me preguntó si aceptaba almorzar con su tío y me sentí halagado.
En mi recuento histórico sobre los grandes montadores chontaleños Policarpo se ubica entre los mejores. El jueves dieciocho estábamos frente a frente en un restaurante chino ubicado en el Puerto Salvador Allende. La edad —tiene ochenta y siete años—no ha provocado estropicios significativos en su memoria. Para retarlo indagué si recordaba nombres de montadores ilustres durante sus años mozos. Me quedó viendo y humedeció sus labios. El primero en nombrar fue al juigalpino Tanislao Leiva. Luego evocó a Valentín Báez y Rosas Salablanca ambos juigalpinos y a Víctor Manuel Suárez de Llano Grande, “El haragán del Tamarindo”. Comenzó a recordar viejos momentos. Policarpo ha sabido sortear el tiempo con la misma maestría con que sostenía el pretal.
Pude ratificar que entre los viejos montadores persiste la costumbre de mantener en alto predicado a quienes sobresalieron a su orilla en estos lances montaraces. Una vez pregunté al campisto magistral y entusiasta que fue Serapio Aragón: ¿Compadre a quién admira más usted? Sin asomos de envidia me respondió que a Concho Villagra. Serapio lo había relevado como caudillo indiscutible en el manejo de los toros durante las fiestas agostinas en los años sesenta. Mucho antes había preguntado a Concho quién era el más grande todos y me respondió con aplomo: “Rothschuh, es Catarrán. ¡No hay ni habrá otro como Catarrán!”. Dentro de esta misma estirpe se ubica Policarpo Amador. Un hombre que no tiene reparos en elogiar a sus coetáneos. Algo que enaltece su figura.
A Policarpo lo conocí en la barrera de Pueblo Nuevo, subido en palco platicaba con sus admiradores. Colocado a prudente distancia pude observar la herida que le dejó estampada en la frente “El Viajero”, un toro cerrero perteneciente a la hacienda de Hato Grande. El toro lo descalabró cuando la barrera quedaba a ciento veinte metros de la esquina sureste de la iglesia parroquial. José Dimas Galagarza, campisto de Hato Grande, con la intención de que al toro no le quitara la fama, lo llamó por el lado contrario. Llegó a Pueblo Nuevo por el desquite. La única condición fue que nadie se metiera a la barrera y lo peló. Venganza, dulce venganza. Sonriente me dijo que tenía que sacarse la espina. Cuando lo botó “El Viajero” quedó inconsciente por largo rato.
“El Viajero” no fue el toro más intrépido con que lidió. A los quince años sintió la tentación de probar suerte en una de las aficiones más sentidas por los chontaleños. “El Santajueneño” se convirtió en una obsesión. Un toro propiedad de Gustavo Otero. Lo montó tres veces en Llano Grande y las tres veces lo tiró al suelo. Nadie pensaba que Policarpo lo intentaría por una cuarta vez. Se sintió feliz al vencer al toro más difícil durante su larga vida como montador. Las fiestas patronales forman parte de las tradiciones religioso-culturales más arraigadas entre los chontaleños. Muchas veces con resultados negativos. Cabezas rajadas, quebraduras y muertos. El machismo no mella en el ánimo de las mujeres. En Chontales el ritual se renueva año con año.
Las apuestas forman parte del paisaje de las corridas de toros, algo similar a lo que acontece en los juegos de fútbol o béisbol. Un arte en que muchos creen que se practican amaños. El toro puede ser objeto de maleficios o el montador utilizarlos para que el astado no los desbarranque. En Chontales no hay forma que piensen lo contrario. Los más convencidos que pueden “arreglarse” son los dueños de los toros. Pensé que con el tiempo y la condición universitaria de muchos de sus propietarios esta creencia vendría en mengua y desaparecía. Nacas cole. Aún persiste. Entre risas Carpo me cuenta que en innumerables ocasiones le preguntaron cuál era el secreto o a que maleficios recurría para que los toros no lo botaran. “Siempre contesté lo mismo. Tenerlos bien puestos”.
Chundo González se jactaba de tener un toro invencible, tanto que se atrevió a decir que si Policarpo lo montaba “ni siquiera le iba calentar el lomo”. Presuntuoso pregonaba a los cuatro vientos que nadie podría con “El Mambo”. Cuando Bacho Amador supo lo dicho, propuso a Chundo que apostaran diez vacas paridas y diez mil córdobas que Policarpo lo paraba. Tenía en alto predicado las piernas de su sobrino. Se le heló la sangre. No quiso correr riesgos. No aceptó la apuesta. La fama de Policarpo era indiscutible. Siendo mozalbete su padre lo recibía a fajazos limpios cada vez que un ternero o torete lo echaban por tierra. Así templó su carácter. Un largo aprendizaje que con posterioridad rendiría los frutos esperados. Una práctica común entre los nuevos montadores.
Entre evocaciones imborrables Policarpo todavía recuerda cómo Serapio Aragón encajado sobre el caballo “El Pavo” de su coterráneo Payo Martínez, hizo alardes de su condición de campisto una tarde memorable en la barrera de Pueblo Nuevo. Ubicó el caballo frente al toro rigioso, al embestirlo jaló las riendas hacia la derecha y el toro pasó de costado. Se fue en blanco. No contento lo hizo tres veces. Serapio insistía en provocar al toro y este respondía buscando arremeter contra el caballo. Misión imposible. Nunca lo alcanzó. Una temeridad. Los aplausos fueron unánimes. La gente en palco se puso de pie. Serapio ratificaba de esta manera por qué era considerado como uno de los campistos más sobresalientes en la historia de la ganadería chontaleña. Una fama que subsiste.
Policarpo me contó que una vez Margarito Villagra atendiendo una invitación de sus amigos se apeó del caballo para echarse unos tragos. Cuando de repente, de manera imprevisible la Paya Bonilla se montó en la bestia. No contenta realizó una faena idéntica a las que ya nos tenía acostumbrado Margarito. Tomó el curtido y llamó al toro. Nadie lo creía. Paya sacó limpiamente un par de corneadas. Después se bajó del caballo y se lo entregó a su dueño. Eran toros de sitio provenientes de Hato Grande, San Ramón y San José de los Gómez, buenos a corcovear y mejores al cacho. No como los toros de ahora. Muy pocas ganaderías disponen de animales que siembren terror en las barreras y saquen en barajustada a los mirones. Una tradición que esperamos no desaparezca.
La fama de Policarpo obedece a diversos motivos, no solo por pegarse en el lomo de los toros como garrapata. Se debe a que se mantuvo como montador durante cuarenta años. Así forjó su leyenda. Nunca asistió a las barreras de Santo Tomás, Villa Somoza, San Pedro de Lóvago, La Libertad y Santo Domingo. Sus templetes fueron las barreras de Llano Grande, Cuapa, Juigalpa y Comalapa. Su osadía más alocada fue montar tres toros seguidos, uno después de otro, durante las fiestas de abril en La Gateada. Iba rumbo a Nueva Guinea. El bus se detuvo y se percató que el pueblo estaba alborotado celebrando sus fiestas patronales. Se bajó del vehículo y se metió a la barrera. Prestó un par de espuelas, pidió un primer toro y lo peló. Luego dos más. Estableciendo un récord.
Muy pocos se acercan a la cantidad de toros que Policarpo arrebató la fama. Las veces que los toros lo tumbaron siempre cayó parado. Según sus cuentas tuvo ocasión de montar más de ciento cincuenta animales. En su juventud fue cuando más toros montó. Contando con la venia de sus padres nada podía detenerlo. “El Viajero” lo recuerda por la herida infligida en la frente. Un toro manso. Se dejaba llevar al bramadero sin contratiempos. Su temperamento cambiaba por completo cuando sentía que le ponían el pretal y clavaban las espuelas. A partir de ese momento era otro. Un demonio que desataba su furia corcoveando y esponjando los ijares. Totalmente diferente al “Cumbo Negro” que no corcoveaba tanto. Se quitaba a los montadores con los cachos.
A los cincuenta y cinco años montó en la barrera de Pueblo Nuevo “El Bicicleta”, un toro colorado proveniente de Hato Grande, de la familia Rondón-Sacasa. Pensó que sería la última vez que lo haría. No fue así. Montó dos veces al nieto de “El Viajero” y las dos veces lo botó, reconoce entre risas. Era la época que los mismos animales eran jugados durante los tres días que duraban las fiestas en Juigalpa. Uno de los mayores goces durante su niñez fue acompañar a los toros cuando los llevaban a aguar y comer gamalotes en Panmuca. Jamás imaginé que Policarpo había estudiado de niño en Juigalpa. Hospedaba en casa de sus tías Lola y María Amador. Lo más admirable es que Policarpo no esté contando a sus 87 años una historia de la que es miembro distinguido.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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