Guillermo Rothschuh Villanueva
21 de enero 2024
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En la escritura de Mario Vargas Llosa hay un elemento que subyuga. Atrapa por su forma de crear diferentes atmósferas
El Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, en una imagen de archivo. Foto: EFE/Zipi Aragón
Para quienes crecimos disfrutando de sus novelas y ensayos resulta imposible decir un adiós a Vargas Llosa. Especialmente cuando somos firmes creyentes que las relecturas son más placenteras que las lecturas. Por cuarta vez estoy releyendo Conversación en La Catedral (1969), su parto más difícil según él mismo hizo público. Sigo maravillado por el diseño arquitectónico de una novela que continúa encandilando a los jóvenes. Zavalita, el negro Ambrosio, Cayo Bermúdez, Hortensia y la Queta, son personajes con quienes he convido a lo largo de mi vida. Volveré sobre mis pasos para releer su prodigiosa obra literaria. Aceptar su despedida no supone desertar de sus páginas. El Jaguar, Lituma, el japonés Fushia, la Meche, el flaquito Palomino Molero, Antonio el Consejero, el capitán Pantaleón Pantoja, la Chunga y Urania Cabral seguirán acompañando mi existencia.
En mi iniciación como lector una de las primeras novelas que saboreé con placer inocultable fue La ciudad y los perros (1962). Pese a los dolores de cabeza mi entusiasmo no decayó. Apenas comenzaba a gatear. Los extravíos en que incurría por los saltos bruscos en el tiempo y los cortes abruptos dando paso a nuevos diálogos con otros personajes me obligaban a regresar una y otra vez al párrafo anterior. Solo entonces quedaba claro quién o quiénes eran los que hablaban. El Jaguar o Alberto, el poeta. Estaba en una edad donde la identificación con los cadetes del Leoncio Prado resultaba plena y dichosa. El flaco Higueras sigue siendo para mí un personaje entrañable. Siendo adolescente pude disfrutar de esta creación prodigiosa. Se sumaba a Fuentes y Cortázar abriendo el abanico del boom latinoamericano. Vargas Llosa ganó fama desde el despertar de su carrera.
Su disertación contándonos Historia secreta de una novela (1971) la disfruté igual que la lectura de La casa verde (1966). En Vargas Llosa hay un elemento que me subyuga. Me atrapa por su forma de crear diferentes atmósferas. Me sumerge en su mundo y lo gozo y me divierte. Sigo la cadencia y respiración de sus criaturas. Expone la reacción aireada de sus parientes cuando siendo un niño indagó a qué se debía que la casa verde frente a su casa únicamente cobraba vida durante la noche. En vez de recibir una respuesta acorde con su edad, sus tías pensaban que su pregunta venía envuelta en nitroglicerina. Lo coscorronearon. Ninguna pudo decirle que se trataba de un prostíbulo. En ese lugar destacaban la Chunga y los Inconquistables. Chivos redomados vivían del coño de sus mujeres. Sentí compasión por Lalita y su infortunio.
Su arte narrativo lo iba plasmando de diferentes maneras. Como hijo fiel de Flaubert, la trilogía en que basaba su creación las cumplía a cabalidad. Un aprendizaje feliz. Violencia, sexualidad y descripción pormenorizada de los hechos vertidas en dosis adecuadas. Con pocas excepciones en sus novelas brotan como manantial. Evitaba el cartabón para no restar frescura y originalidad. Las desgajaba de manera virtuosa. Son una constante. Una especie de marca de fábrica. En dos de sus obras premiadas, La casa verde y Conversación en La Catedral son más que evidentes. Con placer me apoderaba de las claves de su creación. Con marcado interés esperaba sus alumbramientos. Mientras tanto nos sorprendía cada cierto tiempo con ensayos ilustrativos sobre novelistas a los que profesaba admiración y simpatía: Flaubert, Victor Hugo, Arguedas, Onetti, Borges, etcétera.
Durante mis años de estudiante de secundaria leía a mis compañeras pasajes picantes de sus primeros aciertos. Una manera de rendirle tributo de forma aviesa. Sus risas permitían comprobar el gusto que les provocaba visualizar ese entramado. Un desliz y caería en la pornografía o en la cursilería de las novelitas rosas. Vargas Llosa jamás temió al melodrama. A las pruebas me remito. Solo basta seguir las peripecias de Las travesuras de la niña mala (2006). Nada más sensiblero que esta novela. Sin el toque mágico que nos ofrece al cierre se hubiese descarrilado. Esto no ocurre en Elogio de la madrastra (1988). Una perla bien engastada. Su lectura se disparó. El candidato a presidente del Perú, Alberto Fujimori la califico de pornográfica. El lector menos indicado se aventuraba a condenarla. Dichosamente las aspiraciones de Vargas Llosa fueron truncadas.
Con la creación de un trío amoroso se explaya en la sexualidad. Lucrecia, la esposa de don Rigoberto, se ve envuelta en un romance sórdido. Se revolcó a sus anchas con Fonchito, su hijastro. Un angelito que la sedujo y arrastró hacia los precipicios de la locura. ¿Cómo decir adiós al peruano? Siete u ocho veces la he leído y otras tantas veces la he regalado. ¿Fonchito no sería otro que el mismo Vargas Llosa? En sus arrebatos sexuales el peruano ha sido consistente. Nunca cejó. Se ganó la malquerencia de los insulsos con su casamiento con la tía Julia. No contento fantaseó con La tía Julia y el escribidor (1977). Alguien como yo que se destetó escuchando las radionovelas de La Mundial jamás podría olvidar al ilustre guionista Pedro Camacho. Una incursión maravillosa por el mundo de la radio. A Pedro Camacho lo devoraron sus engendros.
Con Pantaleón y las visitadoras (1973) me divertí a lo lindo. Los militares jamás gozaron de su aprecio. Con enorme propensión para crear escenarios, temas y personajes que luego nos resultarían familiares, se le ocurrió fundar un cuerpo de putas para evitar que los soldados continuarán con sus desmanes en la selva peruana y se ganó un nuevo galardón de parte de su Estado Mayor. La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y Pantaleón y las visitadoras, escalerilla en flor. ¿Era inevitable que el capitán Pantaleón Pantoja terminara encamándose? Con una hoja de servicio impecable arrasó con el cuerpo de visitadoras. Al final sucumbe ante los encantos de la brasileña. Cinchi, el radioperiodista hipócrita lo carga con sordidez propia de los periodistas venaderos. Extorsionaba a quienes se resistían a entregarle dinero a cambio de su silencio. Un malandrín.
Tomasito Carreño y la Meche entraron a mi vida de forma intempestuosa. El primero por inocente y la otra por haber renunciado a ejercer de puta. En Lituma en los Andes (1993) consagra a uno de sus personajes más célebres. Si en La casa verde le dolió haber dado muerte al japonés Fushia, esta vez evitó cometer el mismo error. Deseaba preservarlo para la posteridad. Lituma se pasea por varias de sus novelas. En ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), el flaquito que cantaba boleros, enamorado de Alicia, hija de un militar encumbrado, terminó asesinándole por disputarle el amor de su hija. Lituma asoma su rostro como investigador. En Pantaleón y las visitadoras aparece de nuevo la Chunga. Otra manera de asestarle un machucón a los militares. Palomino tuvo una muerte indecorosa e indigna para un hombre tiernamente enamorado: murió con los huevos machacados.
Por mucho tiempo tuve a La guerra del fin del mundo (1981) como su mejor creación. Se metió a fabular sobre los sertones en un territorio que no era el suyo y en una lengua que no era la propia. Antonio, el Consejero, seguirá siendo hasta el final de mis días el religioso consagrado a la preservación y difusión de sus creencias religiosas. Célibe, ganaba adeptos por donde transitaba. Nos revela a su antítesis: el varón de Caña Brava. Se acostó en su propio cuarto con la negra Sebastiana, doblemente esclavizada. Sigo creyendo que Isabel, la mujer que aparece encamándose con Marisa en Cinco esquinas (2016) no es otra que Isabel Prysler. ¿Qué motivos tenía para ponerle ese nombre al personaje? A los escritores divierten estos malabarismos. ¿Un guiño a su amada? En Cinco esquinas concibo a la persona y hago a un lado al personaje. No hubo de otra.
La densidad histórico-política de La fiesta del Chivo (2000) le encumbró otra vez. Para construir una de sus mejores novelas creó un personaje cuya desgracia perdura en mi memoria. Urania Cabral sufrió en carne viva los desmanes sexuales del doblemente depredador de República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo. Se ensañó con su pueblo y tuvo a su disposición a cuantas mujeres quiso. Narra con nombre y apellidos a los implicados en la conjura para poner fin al trujillato. Únicamente se salvó uno de los tres consejeros del dictador. El astuto profesor Joaquín Balaguer. Con La fiesta del Chivo retoma sus temas dominantes y su narrativa consagrada. Esa que va de La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral a La guerra del fin del mundo. Una novela sólida e inigualable. Tiempos recios (2019) me resulta prima hermana de La fiesta del Chivo.
La despedida de Mario Vargas Llosa fue un acto propio de su estirpe, quiso ponerse a salvo. No concibo su adiós mientras siga abrevando en sus aguas. Imposible alejarme. Aparte de las razones expuestas existen otros motivos para continuar disfrutándole. Sus ensayos literarios son imprescindibles. Su lectura me sirvió para seguir la travesía de sus autores más queridos. Leí de manera tardía su tesis de grado en la Universidad San Marcos de Lima, Bases para una interpretación de Rubén Darío (1958). El ensayo fue nuevamente editado en 2001 al otorgársele el doctorado Honoris causa. Agradezco su obsequio a Marcela Pérez Silva. Nadie que desee escribir sobre Gabriel García Márquez puede eludir su tesis de doctorado: García Márquez: historia de un deicidio (1971). Soy su devoto. Discrepé y seguiré disintiendo de sus preferencias e inclinaciones políticas.
Muchos de sus lectores le dieron la espalda después de la publicación de La historia de Mayta (1984). Objetaron que había dado trompicones y de hacerle el juego a la derecha. Los grupos de izquierda, especialmente trotskistas, a los que pertenecía Alejandro Mayta, fueron objeto de escarnio. Una obra que nació como resultado de una investigación sobre una persona real convertida en personaje. Inició una rebelión y sucumbió. Con los años la osadía de Mayta cayó en el olvido. Al líder de la célula guerrillera lo disfraza de homosexual. Las manifestaciones de descontento sirvieron para ratificar lo que todos sabíamos: Vargas Llosa se había pasado a la derecha con todo y faltriquera. Tenía como hábito dejar constancia de sus antipatías. En La historia de Mayta pega un manotazo a Ernesto Cardenal por sus posiciones políticas.
Podría continuar hablando de sus otras creaciones. Me detengo en el momento en que Toño Azpilcueta ha perdido todas sus batallas. La utopía hecha carne vuelve entre nosotros.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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