29 de diciembre 2023
El 21 de diciembre de 1983, hace exactamente cuarenta años, mis pies tocaron por primera vez suelo nicaragüense. Un encuentro espontáneo se convertiría en una conexión íntima que, a lo largo de cuatro décadas, ha experimentado los altibajos más inesperados. La Revolución Sandinista (1979-1990) fue un intento de combinar la justicia social con la libertad política y de reconciliar el marxismo con el cristianismo. Para quienes visitamos Nicaragua en aquella época, fue casi imposible no contagiarse de la euforia de la gente sencilla que buscaba contribuir a dar forma a este proyecto con toda su imaginación y energía, dispuesta incluso a dar grandes sacrificios. El “modelo sandinista” alimentó la esperanza por una nueva sociedad, más allá del capitalismo imperial y del socialismo petrificado, y mucho más allá de Nicaragua.
He dedicado gran parte de mis energías políticas y de mi vida a este país y a su pueblo. Después de cuarenta años, todo lo que queda de esta relación y de los ideales asociados a ella es un montón de escombros. Un binomio de dictadores —Daniel Ortega y Rosario Murillo— ha instaurado un régimen opresivo para el cual no existen adjetivos verdaderamente adecuados. Casi todas las voces críticas de Nicaragua ya han sido deportadas al extranjero o encarceladas; han sido despojadas de su ciudadanía; sus propiedades han sido confiscadas; sus pensiones canceladas; sus inscripciones en el registro civil borradas; como personas jurídicas han sido eliminadas. Se han abolido los derechos humanos y los derechos políticos básicos. Ya no se permite la entrada al país a nadie de fuera. Las víctimas de esta represión no tienen forma de comunicarse libremente, ni dentro del país ni internacionalmente. Del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) lo que queda es una dinastía familiar mafiosa.
Hace cuarenta años, viajé a Nicaragua como parte de una brigada de trabajo para apoyar al desarrollo de una sociedad libre. En aquel momento, el Gobierno estadounidense del presidente Ronald Reagan emprendió una guerra masiva de intervención contra Nicaragua para destruir militarmente precisamente esta construcción de una nueva sociedad. En octubre de 1983, tropas aerotransportadas estadounidenses invadieron y ocuparon la pequeña isla caribeña de Granada. Esta agresión fue entendida internacionalmente como una amenaza de invadir también Nicaragua y derrocar al Gobierno sandinista. Como consecuencia, en sólo dos meses, se organizaron brigadas de trabajo en todo el mundo para expresar —en una misión pacífica— la solidaridad con Nicaragua. Cosechamos café, construimos casas y centros de salud, sembramos papas y trabajamos en la educación y en la salud. Profundamente impresionados por nuestras experiencias allí, regresamos a nuestros países y construimos un movimiento de solidaridad internacional como nunca antes se había visto.
La guerra de los Estados Unidos contra Nicaragua fue parte integral del aumento masivo del armamento de la OTAN con misiles nucleares de medio alcance dirigidos contra la Unión Soviética. Sin embargo, cuando la Unión Soviética se derrumbó y la alianza militar oriental, el Pacto de Varsovia, se desintegró, la OTAN no aprovechó esta oportunidad para entrar en una espiral de desarme. Se habló mucho de un “dividendo de la paz”, pero en sus acciones, la OTAN continuó, después de cierta pausa, su política de armamento. Quería expandir su supremacía internacional —especialmente contra Rusia— a toda costa. El movimiento pacifista alemán se opuso a este curso de guerra reclamando el desarme unilateral, la disolución de la OTAN y la cooperación con Rusia para establecer un orden de paz internacional estable. Pero pudieron más los halcones de Washington y Bruselas.
El movimiento de solidaridad con Nicaragua se declaró parte del movimiento por la paz, porque el desarme y la cooperación internacional son la única forma de ayudar a que el derecho a la autodeterminación de los pueblos de las regiones económicamente desfavorecidas del mundo logre abrirse paso.
Actualmente, sin embargo, los escenarios violentos y militares se han impuesto de forma absoluta. La guerra en Ucrania es la expresión del fracaso total de la política militar occidental. La OTAN se está armando como nunca antes. Las sanciones económicas hunden la economía mundial en una crisis y a los países pobres en una pobreza aún mayor. La megalomanía rusa no conoce límites morales cuando se trata de enviar a decenas de miles de soldados inocentes a una muerte sin sentido. La política de ocupación israelí en Palestina es implacable. La reacción palestina es el asesinato y la masacre de civiles. Israel, a su vez, responde con el genocidio. Los Gobiernos de “valores occidentales” apoyan esto con palabras y hechos. Los derechos humanos y el derecho humanitario internacional son pisoteados por todos los bandos. Y en Nicaragua gobierna una de las dictaduras más brutales que ha existido en América Latina.
La guerra civil en Nicaragua no terminó por la fuerza de las armas en 1990, sino mediante negociaciones. El movimiento de solidaridad internacional con Nicaragua no pedía entonces cada vez más armas, a pesar de que Nicaragua era víctima de la agresión de los Estados Unidos y tenía todo el derecho a defenderse. Fuimos allí con la misión pacífica de —mediante una campaña política mundial— persuadir a los EE. UU. a que pusieran fin a su guerra contra Nicaragua. No éramos pacifistas. Creíamos que la defensa armada de la revolución sandinista estaba justificada. Pero nos decidimos —en plena guerra— por una actividad política y pacífica porque nos parecía, en aquella situación, la forma más sensata y adecuada para trabajar por la paz. Ocho —probablemente más— internacionalistas pagaron con su vida esta actuación cívica. Entre ellos: Pierre Grosjean (Francia), Ambrosio Mogorrón (España), Albert Pflaum (Alemania), Maurice Demierre (Suiza), Paul Dessers (Bélgica), Joel Fieux (Francia), Berndt Koberstein (Alemania) e Ivan Claude Leyvraz (Suiza).
Ya es hora de que la razón y la voluntad de paz vuelvan a imponerse en la política internacional. Si esto no se consigue, las consecuencias serán nefastas.
*Lisboa, 21 de diciembre de 2023.