1 de diciembre 2023
Su Majestad, la Reina
Sra. Vicepresidenta del Gobierno
Sr. Rector Magnífico de la Universidad de Salamanca
Señora Presidenta de Patrimonio Nacional,
Señora Secretario del Jurado,
Autoridades, señoras y señores:
En los primeros días después del derrocamiento de la dictadura somocista en mi país, en 1979, mientras recordaba, aún incrédula, no sólo a los muchos que murieron para lograrlo, sino a los tantos que hicieron suya esa lucha, escribí un poema que termina con el verso: “la solidaridad es la ternura de los pueblos” Había conocido esa generosidad genuina que permite a un ser humano habitar la piel de otro. La vi y la toqué en los días y noches que viajé por Europa buscando ecos para nuestra lucha lejana y luego la sentí en los cientos de personas que llegaron a trabajar en condiciones difíciles en la reconstrucción de un país que recién conocía la libertad después de cuarenta y cinco años de dictadura somocista. Esa ternura de manos y rostros ávidos me enterneció hondamente. Comprobé entonces que la solidaridad es hermana del más alto amor: el que reconoce en el otro la propia vulnerabilidad, el que asume que la grandeza humana procede del ser colectivo de nuestra especie.
El 5 de mayo de 2021, salí de mi casa en Managua, luego del encierro de la pandemia, a visitar a mis hijas y nietos en Estados Unidos. No llevaba nada más que ropa de verano. Tenía un tiquete de regreso para el 22 de julio; un tiquete que ya no pude usar pues en junio, el gobierno de Daniel Ortega continuó la ola represiva que empezó en 2018, desatando una redada insólita que encarceló a todos los candidatos electorales que aspiraban a presentarse en las elecciones de noviembre de ese año. Luego la emprendió contra periodistas, defensores de derechos humanos, activistas políticos y hasta un cronista deportivo cuyos tuits críticos eran muy populares. Desde 1993, como muchos otros que fuimos sandinistas, yo escribía artículos y me manifestaba denunciando la deriva autoritaria de Ortega y los crímenes cometidos por su gobierno en las protestas de 2018. Si regresaba al país, me advirtieron los amigos, con seguridad iría del aeropuerto a la cárcel. Mis hijas, mi hijo, mi esposo me disuadieron de intentarlo.
Fue así como me di cuenta, a mis setenta y pocos más años, que no podría volver a mi casa, ni a mi país. A pesar de la solidaridad amorosa de mi hija Melissa, no tenía donde vivir. Mis palabras me cobraban un precio. Escribí:
DESPATRIADA
No tengo donde vivir.
Escogí las palabras.
Allá quedan mis libros,
mi casa, el jardín, sus colibríes.
Las palmeras enormes,
las apodadas Bismarck
por su aspecto imponente.
No tengo donde vivir.
Escogí las palabras.
Hablar por los que callan,
entender esas rabias
que no tienen remedio.
Se cerraron las puertas.
Dejé los muebles blancos,
la terraza donde bailan volcanes a lo lejos,
el lago con su piel fosforescente,
la noche afuera y sus colorines trastocados.
Me fui con las palabras bajo el brazo.
Ellas son mi delito, mi pecado,
ni Dios me haría tragármelas de nuevo.
Allí quedan mis perros Macondo y Caramelo,
sus perfiles tan dulces,
su amor desde las patas hasta el pelo.
Mi cama con el mosquitero,
ese lugar donde cerrar los ojos
e imaginar que el mundo cambia
y obedece mis deseos.
No fue así. No fue así.
Mi futuro en la boca es lo que quiero,
decir, decir el corazón,
vomitar el asco y la ranura.
Queda mi ropa yerta en el ropero,
mis zapatos mis paisajes del día y de la noche,
el sofá donde escribo,
las ventanas.
Me fui con mis palabras a la calle.
Las abrazo, las escojo.
Soy libre,
aunque no tenga nada.
No tenía nada, pero tuve y he tenido, desde que llegué a quedarme en España, el 1 de febrero de 2022, la ternura de la solidaridad. No me cupieron los volcanes, ni los ríos, ni las selvas de mi patria en el apartamento equipado que me facilitaron unos amigos en Madrid, pero un país tan pequeño como Nicaragua es portátil y lo guardé conmigo, cubriéndolo para que no tuviera frío. En Madrid me encontré con mi hermana Lucía y su hermosa familia española; con mi editor de poesía, y viejo amigo, Chus Visor, con mi poeta querido Luis García Montero y con mi compatriota escritor, Sergio Ramírez también exiliado. Las académicas Carmen Riera, Paz Bataner y sobre todo Santiago Muñoz Machado, director de la RAE, me acogieron como Académica Correspondiente que soy en España, en ese, no por augusto, menos hospitalario histórico edificio, vecino de Los Jerónimos. La RAE también manifestó su decidido respaldo a la Academia Nicaragüense, asegurando su continuidad, ante el atropello de la dictadura de Ortega de retirarle la personería jurídica sin razón legal en mayo de 2022, tras una venerable existencia de 94 años. En la Casa de América, su director Enrique Ojeda y Ana María Rodríguez dedicaron, a pocos meses de mi llegada la Semana del Autor de esa institución a mi obra. Amigos y amigas me dieron la bienvenida.
Es duro el exilio, pero en España he sentido lo que más se añora en los destierros: la sensación de pertenencia. Me ha rodeado un círculo de personas, infatigables en su búsqueda de la literatura, el arte y la ciencia como modos insustituibles de conservar la tabla de salvación de la cultura, en la marejada contemporánea que no sabemos a qué playas nos arrojará. Me he percatado, cuando creí quedarme sin nada, que pertenezco a ese aliento común, ese fluido vital de un humanismo beligerante que aquí coincide en el mismo idioma. En esa sopa primigenia de las palabras y las ideas existo, floto y sé quien soy. Gracias a tantas personas que me han acogido, gracias a la certeza del amor con que me acompaña en este destino incierto mi esposo, Charles Castaldi. Gracias a mi hijo Camilo, a mi hija Adriana al otro lado del mar, y a mis hijas Maryam y Melissa que están haciéndome más feliz con su presencia hoy en Salamanca, mi barco ha pasado del naufragio a la salvación. Aquí no soy un pez fuera del agua; soy parte del cardumen que nada en este Madrid cuyos ruidos y acentos me son familiares. Sospecho que los guardé desde que a mis catorce años vine a terminar mi bachillerato en el Colegio Santa Isabel cerca de Atocha. A diferencia de entonces, cuando la dictadura franquista tornaba lúgubre el ambiente, y el negro de luto de las viudas se paseaba por sus calles, el Madrid de ahora vibra en sus aglomeraciones, y su luz tiene la energía de una sociedad que defiende su renovación.
Hoy es un día feliz para mí. Es un día en que me abrazan los trazos que a los veinte años me salieron de los dedos como un azar, un milagro. Página tras página, como si apurados, salieron los poemas de una pequeña máquina de escribir eléctrica Smith Corona, que compré impulsivamente de un tipo que llegó con ella en los brazos, buscando comprador, a la oficina donde yo trabajaba. Estaba apenas recibiendo mi primer sueldo en un sobre blanco y nada me pareció mejor idea que comprarla. La máquina pasó quieta en mi escritorio varios meses, como esperándome, hasta la noche en que en un frenesí procedí a teclear uno tras otro mis primeros seis poemas.
A partir de ellos, y por todos los que la vida me ha venido dictando, es que estoy hoy aquí recibiendo un galardón tan especial como éste que lleva el nombre de la Reina Sofía. La saludo, Majestad, con todo mi respeto, por su gracia y su merced al crear este premio que han recibido poetas inmensos y amados, entre ellos dos nicaragüenses: nuestro enamorado del cosmos, Ernesto Cardenal, y la mujer de corazón de lis y alma de querube que fue Claribel Alegría. También hombres luchadores geniales y sufridos como Raúl Zurita, Juan Gelman y tantos más. Este premio lo recibo con la humildad de saber que soy sólo dueña de lo que Gonzalo Rojas llamó el azar de la palabra, pero también con orgullo porque sé que el jurado ha valorado especialmente la temprana celebración que hice y sigo haciendo del ser mujer, para oponerme a la desigualdad y, como corolario, unirme a tantas voces que, a lo largo de la historia de la literatura, han escrito sobre la libertad, la han defendido o han mostrado los mundos oscuros, reales o imaginarios, donde habitan seres humanos a quienes se les arrebata. A ellos y a su Majestad, les estoy inmensamente agradecida.
Doy fe del tiempo y los escollos encontrados para reivindicar la mirada femenina y dar plenos poderes a una experiencia humana que por siglos no lograba expresarse fuera de los límites de convenciones morales y religiosas que relegaban a la mujer a un rol marginal y sometido. Un cuerpo tan extraordinario y complejo como el que da forma y reproduce la vida ha sido adorado, pero también temido. Tratado como sublime si era virginal; en su desnudez y sensualidad era nada menos que culpable de la caída del hombre y de la expulsión de la pareja humana del Paraíso Terrenal. Desde que era una niña en un colegio católico, me pareció atroz la idea que de que la pobre Eva cargara culpa tan grande por atreverse a querer el conocimiento, uno de los más altos y fructíferos afanes humanos. Mientras Newton encontró la grandeza al ver caer una manzana; la pobre Eva ha pasado siglos mal vista por comerse una. El mito del Paraíso Terrenal fue crucial para perpetuar la idea de la mujer como una criatura engañosa y peligrosa. Es un mito poderoso que aún hoy subyace en la corriente donde la asombrosa biología femenina deriva en desventaja, marginalidad y violencia contra las mujeres. Como criatura de los años setenta yo tuve la suerte de vivir en el apogeo de la conciencia feminista. Plumas certeras como la de Simone de Beauvoir y otras, que se atrevieron y crearon las historias y argumentos que nos alumbraron la senda para salir de la selva de contradicciones y culpas que nos mantenían ocultas tras bastidores. Desde el siglo XIX las mujeres tomamos la palabra y hoy en día la creatividad y fuerza de nuestras historias, poemas y ensayos transitan por las avenidas de la literatura revelando, con los faros encendidos, las experiencias y sensibilidades de una existencia antes invisible.
En los años 70, mi poesía fue considerada transgresora. Poetizar la feminidad desde la fuerza y no la debilidad, hacerme sujeto y no objeto, hablar desde la interioridad y no desde la percepción exterior del deber ser, me convirtieron en esos años en piedra de escándalo. Como dice Virginia Woolf, dado que los hombres han sido los árbitros de la costumbre, al leer a la mujer, cito: “el crítico del sexo opuesto quedará intrigado y sorprendido, de un modo genuino, por el intento de alterar la actual escala de valores y verá en ello no la mera existencia de un punto de vista diferente, sino un punto de vista que calificará de débil o trivial, o sentimental, solo porque es diferente al suyo”.
Pero como decía Claribel Alegría, “la poesía salva” y el destino me hizo nacer en un país de poetas que se convirtieron en mentores y defensores de mi manera de ejercer la poesía. Desde niños los nicaragüenses no hemos tenido más que un héroe indiscutible: Rubén Darío. Ningún guerrero o político ha sido tan motivo de orgullo, ni ha marcado la identidad nacional como él. Gracias a él la poesía ha formado parte de nuestras vidas de tal manera que decimos que en Nicaragua todo mundo es poeta hasta que no se demuestre lo contrario. No hay quien no haya intentado escribir poesía. Es un deporte nacional. El título de “poeta” es de tanta consideración allá, que se usa como en otros países el de doctor o licenciado. Yo soy, por ejemplo, la poeta Belli. Serlo me ha servido, en la vida cotidiana, hasta para que un policía me detuviera en medio del tráfico solo para decirme que le honraba detenerme porque le encantaba mi poesía. Otro, que me iba a multar, miró mi nombre en la licencia y me dijo: “Ah, usted es la poeta. Váyase pues. No la multo. Quizás esto le sirva como anécdota para alguno de sus poemas” Por desgracia, policías como ésos han desaparecido de las calles de Nicaragua.
En los años 30, una generación iconoclasta, la generación de Vanguardia, se rebeló contra la influencia dariana y se dio a la tarea de construir un lenguaje propio, un río caudaloso en el que eventualmente nadó Ernesto Cardenal. Con José Coronel Urtecho, uno de los fundadores de la Vanguardia, Ernesto tradujo la poesía norteamericana de T.S.Eliot, Ezra Pound, William Carlos Williams, Mary Anne Moore. Las siguientes generaciones fuimos grandemente influidas por ese lenguaje. En Whitman, en el desenfado de Sor Juana, de Ana María Rodas, Rosario Castellanos, y la pasión militante de Miguel Hernández, Neruda, o Roque Dalton, fui encontrando yo mi camino.
Entré a la lucha política por extensión de la rebelión personal de atreverme a bendecir mi sexo–la mujer que se revela se rebela, dijo José Coronel Urtecho-.
Mi madre me convenció de que el azar biológico que me había hecho existir dentro de ella, a mí entre cientos de posibles criaturas en esa lotería de la existencia, traía aparejada la obligación de dejar huella. Del eros vital pasé al eros de la Patria. Me sumé, como tantos otros jóvenes en mi época a la lucha contra el Thanatos que a diario se nos aparecía en su encarnación de general de ejércitos y sumo dictador. Matar la muerte fue nuestra alternativa. La lucha como se vivió en el proceso que acabó con la dictadura somocista, fue una hazaña de la imaginación que inspiró su propia épica. Mi cuerpo se metamorfoseó en el cuerpo del país y los amores humanos y ciudadanos se confundieron en uno solo.
Este es mi segundo exilio. Mientras en el primero fui perseguida por la dictadura de Somoza por ser sandinista, ahora paradójicamente un sandinismo despótico me persigue. Si en el anterior tenía 25 años, esta vez cincuenta años me separan de aquella muchacha que soñó con ver sus sueños cumplidos. Lo más triste por supuesto, es que se cumplieron y luego se convirtieron en una cruel pesadilla.
En la pesadilla, el régimen nicaragüense ha puesto en la guillotina la libertad de pensamiento. La emprendió contra más de tres mil ONG, ilegalizó 30 universidades, los centros de pensamiento y todos los medios independientes. Para silenciar opiniones contrarias a las suyas han perseguido hasta el último bastión de quienes predicaban la verdad: los púlpitos. La Iglesia Católica está bajo asedio. Más de 80 sacerdotes han sido expulsados o encarcelados y el obispo más elocuente, Monseñor Rolando Álvarez fue condenado por ser quien es a 26 años de prisión.
La solidaridad de España ha permitido que más de trescientas personas a quienes arbitrariamente se nos arrebató nuestra nacionalidad, dejándonos apátridas, haya podido optar por la nacionalidad española. Amo España, pero tengo claro que nunca dejaré de ser nicaragüense. Los volcanes y el trópico, hasta los terremotos, son parte de mi naturaleza. Ningún tirano cambiará eso. Cuando ellos hayan desaparecido, mis libros quedarán en las bibliotecas como las obras de una mujer nicaragüense.
Asumo en estas desventuras de Nicaragua, la idea de Camus sobre el mito de Sísifo del cual él extrajo, con gran sabiduría, la conclusión de que los seres humanos derrotamos la muerte y lo absurdo de la vida, al aceptar con conciencia plena que subir la piedra una y otra vez es lo que nos toca. El imagina un Sísifo feliz y rebelde cuando camina de nuevo a empujar la roca porque ha decidido no verlo más como castigo sino como el acto de rebeldía del ser humano que acepta como su destino que la roca caerá y que habrá que volver a subirla.
Pienso que esto no se aplica únicamente a Nicaragua. En el mundo entero vivimos la reedición de peligrosos totalitarismos. Tras tantos esfuerzos por conquistar la paz después de la Segunda Guerra, somos otra vez testigos de guerras cruentas y de una comunidad internacional que parece ha perdido los recursos para detener las respuestas bélicas radicales. Nos vemos forzados a ser observadores de las muertes súbitas y del dolor y la desesperanza de esos llamados “daños colaterales” que quienes imparten la muerte justifican sin arredrarse. Si después de la pandemia pensamos que ese mal común nos dejaría un mayor aprecio por la vida y una revalorización de los oficios de cuidarla, la realidad es que hemos visto renacer la agresividad de la polarización política. No podemos excluirnos del llanto y el crujir de dientes de otros seres humanos, como tampoco del llanto de la tierra y los mares contaminados. La poesía no puede ser ajena a esos dolores, a las consecuencias de la irracionalidad y las injusticias, a la tragedia de esas grandes masas humanas que huyen desesperadas sin más alternativa que el destierro.
Termino esta reflexión con mi agradecimiento renovado por este premio. Doy gracias a la vida que me ha servido un banquete de experiencias intensas, tanto amargas como dulces. Doy gracias a la poesía que desde Homero y Safo nos legó a los seres humanos un lenguaje para decir la belleza y apelar a las emociones que revelan los abismos y alturas de la condición humana; un lenguaje íntimo pero que nos hace reconocernos y sumergirnos en la corriente de historias y experiencias que nos han construido como especie.
Y en esta época incierta, pregunto:
¿Tiene patria el dolor?
Voces condenan a quienes sienten como propio
el ardor de los naufragios la espalda que sangra del azotado.
Preguntan por qué llorar por desconocidos
Esos que no comparten su historia, su idioma, su pan de cada día
-El niño que arrojó la marea sobre la arena,
vestido con su ropa de viaje: los zapatitos lustrados,
la camisa, los calcetines con los que pensó nacer a otra vida
sólo para morder la sal del mar y que las caracolas le dieran la noticia
de su propia muerte-
¿Tiene Patria el dolor?
¿Tiene el corazón grabado un mapa donde sólo cabe la propia geografía?
Ningún hombre es una isla, dijo el poeta John Donne. Y también dijo:
“La muerte de cualquier hombre me disminuye
Porque soy parte de la humanidad.
Nunca mandes a preguntar
Por quién doblan las campanas
Están doblando por ti”
Las campanas del mundo están tocando a rebato
Fronteras y cadalsos, ciudades y escuelas, plazas y el mar
se han llenado de pálidas imágenes envueltas en sudarios
la desolación ronda la dulce comodidad de nuestros días
horada nuestra cotidiana indiferencia.
Algún día llegarán por nosotros
Entonces lamentáremos la mirada que rehúsa dolerse por el condenado a muerte
por la ciudad arrasada, por los decapitados,
por la mujer lapidada por adúltera.
Hay quienes miden cuántas lágrimas derramar por esto o lo otro
como si no abundara el agua en nuestros cuerpos
tanto como las aguas en que se ahogan
los que abandonan el único sol que podrán llamar suyo
para abordar los barcos de los despojados.
Cada muerte nos disminuye.
Con palabras engañamos el corazón.
Vociferamos contra la violencia mientras la invocamos.
Anda trasnochada la solidaridad
huyendo por las rendijas de razones filosas
que en vez de sobar el alma la acuchillan.
Doblan por nosotros las campanas
Y hay que recuperar las patrias del dolor
Atreverse a borrar las fronteras
Cometer la osadía de la compasión.
Confío en la osadía de España. Muchas gracias. Viva la poesía.
29 de noviembre de 2023