Andrés Velasco / Arminio Fraga / Guillermo Ortiz
27 de septiembre 2023
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Venezuela y Nicaragua han dejado de ser democráticos, mientras que otros países –entre ellos El Salvador– muestran tendencias cada vez más autoritarias
Foto: Luis X en Pixabay
La teoría económica sugiere que los países pobres deberían converger paulatinamente a los niveles de ingreso de las economías avanzadas. Si bien esto ha sucedido en Asia Oriental y Europa Central, América Latina se ha quedado atrás. Desde 1960, pocos países de la región han logrado reducir la brecha entre su ingreso per cápita y el de Estados Unidos –y aún en estos casos, los logros han sido menores–.
Como explicamos en un nuevo informe para el G30, no existe una sola causa que explique el mediocre crecimiento de las economías latinoamericanas en las últimas décadas. En algunos países –como Argentina, Ecuador y Venezuela– el crecimiento sostenido será poco o nulo hasta que las autoridades resuelvan los graves problemas pendientes en materia fiscal, de deuda y, en algunos casos, de inflación.
A Brasil también le ha costado lograr un crecimiento sostenido. Su tasa de crecimiento per cápita no sólo ha sido menor que la de Estados Unidos durante la mayor parte de los últimos 40 años, sino que incluso fue negativa durante la mitad de este período. Si bien la inflación y la pobreza extrema han disminuido, las políticas macroeconómicas aún no producen tasas de interés sostenidas bajas, y tampoco una menor volatilidad; además, esas políticas han sido incoherentes, lo que indica una sorprendente incapacidad para aprender de los errores del pasado. En consecuencia, el empleo informal sigue siendo común, el desempleo permanece alto, la inversión permanece baja y la productividad se ha estancado.
En México, las distorsiones microeconómicas y las políticas sociales mal diseñadas han causado una mala asignación de los recursos. A pesar de un sinnúmero de reformas y una mayor integración comercial con Canadá y los Estados Unidos, el impacto en el crecimiento ha sido mínimo, lo que en alguna medida refleja una creciente brecha económica entre el norte y el sur del país. La deficiente inversión en capital físico y humano en el sur coincide con un aumento de la inversión en el norte, producto del regreso desde China a los países vecinos (el llamado nearshoring). Además, la intensificación de la violencia narco y el declive de la capacidad del Estado contribuyen aún más al débil desempeño económico, lo que hace peligrar las perspectivas futuras de México.
A pesar de la reciente alza en la inflación, otros países latinoamericanos –entre ellos, Colombia, Perú, Chile y Uruguay– han logrado estabilizar sus economías y lograr décadas tanto de inflación moderada como de baja volatilidad financiera. Mediante la aplicación de políticas de estabilización y la apertura al comercio internacional, esos países han logrado episodios de alto crecimiento que han elevado los ingresos per cápita y producido una prosperidad sin precedentes.
Pero incluso en estos casos de mayor éxito, el crecimiento se desaceleró mucho antes de que los niveles de ingreso hubieran convergido a los de las economías avanzadas, lo que sugiere que la estabilidad macroeconómica es una condición necesaria pero no suficiente para llegar a un crecimiento sostenido. Los cuatro países aún requieren una estrategia de crecimiento dirigida a superar las fallas del mercado y de gobierno, cuyo objetivo sea la diversificación de la economía y el desarrollo de nuevos sectores con un alto potencial de crecimiento.
América Latina sigue siendo una de las regiones más desiguales del mundo. Aunque las políticas públicas redujeron sustancialmente la desigualdad y la pobreza en los primeros quince años de este siglo (gracias en parte al auge de los recursos naturales), la pandemia causó un retroceso sustancial. Por lo tanto, muchos países necesitan recuperar el terreno perdido.
La economía política de la región también sigue siendo problemática. Las últimas décadas del siglo XX trajeron una democratización generalizada –un logro muy importante– pero actualmente la erosión de la democracia es lo que debe preocupar. Algunos países, como Venezuela y Nicaragua, han dejado de ser democráticos, mientras que otros –entre ellos, El Salvador– muestran tendencias cada vez más autoritarias.
Incluso entre los países que permanecen firmemente democráticos, los problemas de diseño institucional hacen que la gobernanza sea difícil. La peculiar combinación latinoamericana de regímenes presidenciales con sistemas electorales proporcionales, suele producir gobiernos que carecen de mayoría en el congreso. Sin tal mayoría no pueden llevar a cabo reformas ni cumplir las promesas hechas en campaña, lo que a su vez produce frustración y desencanto en el electorado.
La confianza en las instituciones ha disminuido en toda la región. América Latina parece estar presa en una trampa de baja credibilidad y bajo rendimiento. Como la ciudadanía no confía en el gobierno, con frecuencia hace caso omiso de las reglas y regulaciones que establecen los gobiernos. En consecuencia, las políticas gubernamentales suelen tener resultados mediocres, lo que confirma la desconfianza de la ciudadanía y cierra así el círculo vicioso. La recuperación de la confianza y la reconstrucción de las capacidades del Estado son dos caras del mismo desafío. Su resolución exigirá un esfuerzo coordinado, que comprenda tanto ajustes tecnocráticos como un liderazgo político audaz.
Sin embargo, en una atmósfera de polarización y de paralización política, la aplicación de reformas profundas y duraderas es una batalla cuesta arriba. Los mediocres resultados económicos y distributivos continuarán envenenando el pozo de la desconfianza, lo que conducirá a una mayor fragmentación y polarización políticas, y a una menor capacidad para tomar decisiones difíciles.
Pero no todo debe ser pesimismo y fracaso. Las recientes tendencias populistas y autocráticas del gobierno mexicano han sido efectivamente controladas por su sistema judicial, y los electorados en otros lugares han comenzado a responder de manera positiva a los llamados a la reforma. Todavía es posible imaginar negociaciones políticas a gran escala, en las cuales el fortalecimiento de la red de seguridad social de la región y el mejoramiento de la calidad de los servicios públicos vayan acompañados de reformas que aumenten el atractivo de la inversión productiva. Impulsar la productividad y reducir la desigualdad son cambios indispensables, que deben ser acompañados de reformas al sector público.
Un crecimiento más rápido y equitativo, así como una economía más diversificada y robusta, siguen siendo objetivos alcanzables para muchos países latinoamericanos. La región está bien posicionada para producir abundante energía limpia, además de estar ricamente dotada de los minerales necesarios para la transición a una economía baja en carbono. Las nuevas tecnologías –como el hidrógeno verde, que podría ser una fuente considerable de ingresos en divisas– pueden contribuir a reactivar el crecimiento.
América Latina no está condenada al estancamiento ni al deterioro político: es posible detener el actual retroceso antes de que se vuelva irreversible. Obtener mejores resultados requerirá buenos políticos, buenas políticas y buena suerte. Si se va a producir un cambio a través de la región, debe ser ahora.
*Arminio Fraga, expresidente del Banco Central de Brasil, es fundador de Gávea Investments y copresidente del Grupo de Trabajo del G30 sobre América Latina. Guillermo Ortiz, copresidente del Grupo de Trabajo del G30 sobre América Latina, es exgobernador del Banco de México.
** Texto original publicado por Project Syndicate
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Economista, académico, consultor y político chileno. Fue ministro de Hacienda durante todo el primer gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010). Es director de Proyectos del Grupo de Trabajo del G30 sobre América Latina y Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science. Sus textos son traducidos por Ana María Velasco.
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