13 de septiembre 2023
El 13 de septiembre de 1983, se aprobó en Nicaragua el decreto ley número 1327, o Ley del Servicio Militar Patriótico. Si bien el texto legal no lo decía específicamente, aquella dramática y polémica decisión fue interpretada por la cúpula del Frente Sandinista casi como la única solución para garantizar su supervivencia como Gobierno, lo que hizo que la decisión fuera unánime.
La propuesta de ley, que establecía la movilización obligatoria de los jóvenes, fue presentada por Humberto Ortega en su calidad de jefe del Ejército Popular Sandinista (EPS), porque “los grupos de la contra que inicialmente se caracterizaron por su tamaño pequeño y su dispersión, a partir de 1983 comenzaron a conformarse como una fuerza organizada con mandos, unidades, logística, comunicaciones, armamento de mejor calidad y entrenamiento en sus bases hondureñas”, dijo a CONFIDENCIAL por correo electrónico, un exalto cargo de ese partido que conoció de cerca las discusiones que llevaron a tomar esa decisión.
“En esas circunstancias, la creación de unidades más profesionales y preparadas especialmente para la guerra de contrainsurgencia se consideró indispensable para contener la creciente amenaza que planteaba la contra al poder sandinista. Y eso solamente era posible con reclutas jóvenes, entrenamiento adecuado y un período de servicio que permitiera la consolidación de las unidades y la acumulación de experiencia combativa. La aprobación de la Ley del SMP fue la respuesta a la situación planteada”, añadió.
El liderazgo del Ejército, encabezado por el general Humberto Ortega, impuso su impronta sobre el todopoderoso Frente Sandinista y el Gobierno de Reconstrucción Nacional. Podían haber negociado una salida política a la guerra, pero se decidieron por la movilización de la juventud. La fuente recuerda que “no hubo voces que se opusieran a la decisión de implementar el Servicio Militar Obligatorio. La dirigencia consideró que esa era la única manera de contener el avance” de la contrarrevolución.
El resultado, pese a que el considerando VIII del decreto ley estipulaba que, al integrar a “los nicaragüenses aptos que presten su Servicio Militar Obligatorio”, ayudaría a “disminuir los gastos que genera la defensa y destinar dichos recursos financieros al desarrollo económico y social del país”, el resultado fue muy distinto.
Las consideraciones en torno a la pérdida de vidas “se volvieron relevantes unos años después cuando la guerra se prolongó, las víctimas mortales y los lesionados crecieron, el gasto militar llegó a competir excesivamente con las inversiones civiles, y los jóvenes cada vez en mayor medida resistían el reclutamiento obligatorio”, rememoró.
El número de jóvenes reclutados para servir en el Servicio Militar nunca fue divulgado, aunque se conoce extraoficialmente que el EPS llegó a tener 80 000 hombres en armas a finales de 1989. La cantidad de soldados muertos en la guerra tampoco fue revelada, aunque cálculos independientes establecen varias decenas de miles.
“A medida que pasó el tiempo se tornó cada vez más difícil cumplir las proyecciones de reclutas a pesar de los métodos draconianos que se aplicaron. Pero el dilema de la dirigencia sandinista seguía siendo el mismo, sin el Servicio Militar no podían contener a la contra”, añadió la fuente.
Cuarenta años después, al analizar lo sucedido, destaca en primer lugar la pérdida de vidas, la destrucción de infraestructura, la división de las familias, y el oscurecimiento del futuro de muchos jóvenes que ya no pudieron seguir estudiando o que, simplemente, dijeron adiós a Nicaragua para no volver a ella nunca más, que es de lo que nos hablan los siguientes cuatro testimonios.
“Joaquín”, el soldado que se salvó
Me reclutaron a finales de abril de 1986. Yo estudiaba tercer año de Medicina en la UNAN Managua, y no era apto por ser asmático, así que cuando me citaron al Centro de Salud de San Judas, junto con otros 80 estudiantes de la carrera, nos fuimos tranquilos porque sabíamos que estábamos exentos por ley, pero casi 70 fuimos reclutados. Nos llevaron con nuestros cuadernos, gabachas, libros y mochilas, que llevamos con nosotros, porque pensábamos que no nos iban a reclutar.
Esa noche nos llevaron a la brigada mecanizada, detrás del aeropuerto, y al día siguiente nos dividieron en dos grupos: uno fue enviado hacia Apanás, y el otro, en el que yo estaba, al Centro de Entrenamiento Militar (CEM) “Zinica”, cerca de la represa Las Canoas, en Boaco, donde estuve como mes y medio. Después me enviaron a la 61 Brigada, donde me asignaron a un Batallón Ligero Cazador con funciones de médico, por unos ocho meses.
Quizás en octubre, la Contra lanzó un gran operativo donde se tomó desde el empalme de Acoyapa hasta Ciudad Rama, incluyendo los pueblos y ciudades que estaban sobre la carretera. En respuesta, se enviaron varios batallones a esa zona, así que tres sanitarios (una especie de paramédicos) y yo, fuimos enviados a formar un puesto médico avanzado.
Alistamos nuestras mochilas, implementos médicos, medicinas, y salió el primero de ocho helicópteros, pero como uno de los sanitarios dejó olvidada mi mochila, regresé a buscarla y al volver a la pista, los helicópteros ya se habían ido. Media hora después supimos que seis helicópteros fueron impactados por misiles Redeyes: dos se estrellaron, muriendo 14 personas, incluyendo los dos sanitarios que iban en el helicóptero que yo debí haber abordado.
Al inicio no lo creíamos, y aunque yo no vi a los muertos, me entró una sicosis, y les dije que si me iban a mover a alguna parte, que fuera por tierra. Tardé dos días en llegar, y lo que encontramos fue una masacre.
En total, estuve en 16 combates, pequeños y grandes. No murió ninguno de mis amigos cercanos, pero sí gente de otras unidades que yo había conocido, y me tocó atender a algunos. Recuerdo el caso de uno que llegó con una pierna desbaratada y tuve que amputarla: corté vasos, nervios y músculos, hice un muñón, y lo envié en helicóptero a un hospital. No volví a saber de él.
Unos tres meses después nos regresaron a Managua, con la misión de organizar los puestos médicos, donde encontré a más estudiantes de Medicina que habían sido reclutados. Nos desmovilizaron un viernes de mayo de 1987, y aunque ya me había ganado el grado de sargento tercero, no dio tiempo a que me fuera impuesto, pero sí estaba autorizado.
El lunes siguiente regresé a la universidad. Me integré con todo a la carrera, aprovechando el tiempo libre para ponerme al día, y tardé como dos meses en volver a casa.
¿Qué pienso de eso? Que fue una guerra entre hermanos nicaragüenses, y que la mayoría fuimos por obligación… creería que más del 80%. Fuimos porque nos habían reclutado, no porque quisiéramos estar ahí, y eso afectaba la moral combativa de la tropa. Eso explica que en alguna ocasión 600 hombres atacaran una fuerza de tarea de 90 a 120 contras, y se les escaparan.
Es verdad que eso nos formó el carácter, nos hizo más humanos, más responsables de nosotros mismos, pero fue una desgracia para el país, haber tenido que enviar a miles de chavalos para defender a los líderes de un partido político, y que murieran tantos miles… no valió la pena. Ninguna guerra vale la pena, pero ésta mucho menos.
Lo que tuvo que hacer “Ileana” para proteger a su hijo
Mi hijo tenía 15 años cuando se aprobó la Ley del Servicio Militar, pero unos días antes de su ratificación, llegaron a la oficina gubernamental en la que yo trabajaba en el norte del país, y sacaron a dos personas de cada departamento para llevarnos a un salón en Managua. Ahí había un comandante que explicó que nos habían llevado para saber si estábamos de acuerdo con que en Nicaragua hubiera un servicio militar. Lloré.
Al año siguiente, cuando mi hijo aún no había cumplido los 16, un día que yo no estaba en casa llegó la responsable del Comité de Defensa Sandinista (CDS), del barrio y le dijo que como él era joven y ya estaba inscrito, tenía que hacer vigilancia revolucionaria. Él se fue, y pasó toda la noche rondando por los barrios con un rifle tan grande, que cuando caminaba rozaba la tierra. Yo lloré mucho cuando me contó que lo habían mandado a esa misión.
Un tiempo después lo agarraron en el cine: metieron un camión IFA hasta la puerta del local, y ahí me lo agarraron y lo subieron, pero había un tío que era policía, y lo sacó. Cuando comenzaron a llevarse a los jóvenes, él entró en pánico y me dijo “mamá, y usted ¿qué piensa? Me van a llevar al Servicio, y me van a traer muerto”. Se me fue el alma cuando me dijo eso. Comencé a desvelarme, a pensar y me dije: no puede ser, no te preocupes. Vamos a ver qué hacemos.
Lo que hice fue gestionar su pasaporte, y me lo dieron en quince días. Yo trataba de ir con ropa casual, para que no reconocieran que trabajaba para una entidad del Estado. Un día me dice un médico amigo: me llamaron para ver si acepto ser médico del Servicio Militar, examinando a los chavalos para decidir quién está apto y quién no. Yo le dije que aceptara, para que me ayudara con mi hijo y después renunciara, si quería, y así lo hizo.
Recuerdo que había una persona que tenía una epilepsia bien pronunciada. Convulsionaba seguido y había que mantenerlo con tratamiento para bajarle las convulsiones. De ese expediente, mi amigo médico sacó una nota con el nombre de mi hijo, y ya con ese papel me fui a la frontera con Honduras.
Al llegar, me cuestionaron por querer sacarlo del país, pero yo les dije que lo llevaba a un hospital en Honduras a que le hicieran unos exámenes que no se hacían en Nicaragua, para averiguar por qué convulsionaba tanto, y que volvería en tres a cuatro días. Nos dejaron pasar y me lo llevé para Guatemala, donde se quedó estudiando en el colegio de unos religiosos, y ahí sacó su bachillerato.
Mi hija, que es menor que él, me contó que el mes que yo tardé en regresar a Nicaragua, hubo agentes de la Seguridad del Estado que comenzaron a llegar a la casa vestidos de civil, preguntando por mi esposo y por mi hijo. Cuando encontraron a mi esposo, le dijeron que tenían días de no ver a su hijo en las calles, ni en la escuela, así que él les respondió que había tenido que salir por razones médicas.
Mi hijo volvió a Nicaragua cuando triunfó doña Violeta. Trabajó por varios años en el país y se casó, pero cuando se quedó sin empleo aprovechó algunos contactos que había hecho, y se fue a El Salvador, porque consiguió trabajo ahí, y porque sentía que así estaba más cerca de Guatemala, país que él adora.
“Donaldo”, corriendo por la libertad
Un día de 1985, mientras estudiaba el segundo año de ingeniería civil en la entonces Escuela Internacional de Agricultura y Ganadería (EIAG), en Rivas, llegaron los oficiales de Prevención (una unidad militar a la que se le asignó la tarea de reclutar a los jóvenes y capturar a los desertores) me agarró al salir de clase y me llevaron a Cibalsa, donde había una unidad militar. Mi mamá se enteró hasta los ocho días. Yo tenía 17 años, y perdí no solo mis estudios, sino también los planes e ilusiones que tenía como joven.
Estuve un año en Cibalsa porque no tenían adónde mandarme. Como yo sabía manejar, me pusieron de chofer de un camión IFA, con la misión de abastecer a las tropas en distintos lugares del departamento. En cierta ocasión en que conducía un camión cisterna se me atravesó una vaca, frené violentamente, y nos volcamos, pero el muchacho que iba conmigo y yo, salimos ilesos.
Más adelante tuve otro accidente, en una ocasión en que estábamos quemando un pasto seco para limpiar un cuadro para jugar béisbol. Yo tiré un fósforo encendido que cayó dentro de una lata con gasolina y tomó fuego. No explotó, pero lanzó un chorro de fuego que me quemó la cara. Estuve internado un mes en el hospital, con los ojos vendados, y luego me dieron rebaja de servicio (subsidio) por seis meses. Aunque al inicio solo veía de cerca, unos meses después me curé por completo.
En esos seis meses comencé a hacer planes para migrar a Costa Rica. La oportunidad llegó el 15 de septiembre de 1986, cuando nuestros padres y profesores comenzaron a planear nuestro escape cuando cruzáramos la frontera con la antorcha. Éramos unas 2000 o 3000 personas que íbamos corriendo tras la antorcha y al llegar a la frontera, simplemente seguimos corriendo sin parar.
Poco después, la policía tica formó campamentos para atendernos como refugiados, y llevó buses para trasladar a la gente, pero mis primos y yo nos quedamos en un restaurante. Cuando pasó todo, tomamos un bus hacia San José, y aunque en el camino había agentes revisando la documentación migratoria, a nosotros no nos pidieron nada porque éramos carajillos.
En las siguientes semanas hicimos nuestros trámites. Yo conseguí el refugio, y me quedé en Costa Rica, y aunque aquí nacieron mis cuatro hijos, nunca me nacionalicé.
Yo no conocí mi país. No pude volver a Nicaragua en los 90, porque ya estaba trabajando en Costa Rica, en un proyecto de construcción, donde me fue bien porque pude aprovechar lo que aprendí en Rivas leyendo planos, pero no pude disfrutar de Nicaragua.
“Rolando”... un futuro truncado
En 1983, yo estudiaba internado el tercer año de secundaria con Agronomía en Diriamba, cuando me llegó el citatorio para revisión médica. Me presenté ante una junta de reclutamiento, pero como la propaganda era bastante fuerte, y yo tenía amigos que eran oficiales permanentes, y otros que ya estaban en el servicio militar, no puedo decir que me impusieron la vida militar, sino que yo fui para andar con los amigos y vivir una experiencia nueva.
Nos reconcentraron en Granada, que era la sede de la Cuarta Región, y luego nos enviaron a una base que estaba ubicada en el kilómetro 14 de la carretera a Masaya. Poco después me enviaron a una unidad antiaérea, sin ningún tipo de entrenamiento previo, aunque luego nos prepararon en la especialidad antiaérea, y un tiempo después me trasladaron a un pelotón de seguridad en El Chipote, donde terminé mi servicio militar. Fui desmovilizado en diciembre de 1985.
Al verlo en la distancia, puedo ver que fue difícil para los jóvenes, en especial para los que fueron enviados a la montaña, pero los que nos quedamos en el Pacífico también perdimos, en especial el tiempo. Al volver, yo quise retomar mis estudios donde los había dejado, pero no fue posible integrarme con mis nuevos compañeros de clase, que eran más jóvenes que yo, además que eran distintos, porque los tiempos cambian, y las cosas ya no eran iguales.
Logré terminar el tercer año, y sacar un técnico básico en café, pero no me sirvió de mucho, porque mis compañeros de clase se graduaban como técnicos medios o superiores, así que ¿quién me iba a contratar a mí? Trabajé como albañil, y aunque podía seguir estudiando, la situación económica de mi hogar requería que trabajara, así que seguí haciéndolo.
Viéndolo a la distancia, me parece que las cosas pudieron haberse resuelto de otra manera, con negociaciones políticas, sin tener que movilizar a miles de jóvenes a la guerra. Fue un atraso para toda una generación que no pudo estudiar ni prepararse para buscar un mejor futuro. Tal vez tendríamos otra Nicaragua, si lo hubieran hecho distinto.
El derrumbe de la economía
Datos del Banco Central de Nicaragua (BCN), muestran que el PIB per cápita expresado en dólares, era de USD 793.8 en 1982, y comenzó a declinar de forma constante (excepto en 1984), hasta cerrar esa década en USD 252.3 por habitante. Medido en córdobas constantes, el PIB alcanzó un máximo de C$ 22 738.1 millones en 1983 (apenas C$2.7 millones superior que el de 1982), y se desplomó año con año, hasta cerrar la década en C$ 18 151.9 millones.
Mientras el PIB crecía -0.8% a lo largo de esa década, el crecimiento de la población se ralentizaba como efecto de la migración, las penurias económicas (que desincentivan la procreación responsable), la cantidad de jóvenes movilizados a los teatros de operaciones y las muertes en la guerra.
En términos del índice de precios al consumidor, (IPC), las estadísticas históricas del BCN muestran que la inflación (que creció 4.3% en 1978), se disparó hasta los dos dígitos entre 1979 y 1984; tres dígitos en 1985 y 1986; cuatro dígitos en 1987, para romper su techo en 1988, al alcanzar un abismal 33 547.9%.
Otro resultado fue el crecimiento sin par de la deuda pública externa, que pasó de ser el equivalente al 44.9% del PIB en 1978, a escalar al 940.3% del PIB en 1989, como resultado de la combinación de los altos préstamos recibidos del exterior (alimentos, armamentos, petróleo), con un producto interno bruto cada vez menor.
La Ley del Servicio Militar fue derogada el 25 de abril de 1990, como primer acto de gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro, al asumir la presidencia de Nicaragua.