18 de julio 2023
En mayo pasado Josep Borrell estuvo en Cuba. Fue su primer viaje como alto representante para la Política Exterior de la Unión Europea; no su primera visita a la isla, por cierto. Siendo ministro de Relaciones Exteriores de España había estado tres veces en menos de un año y medio. Alguna vez me referí a dichos viajes como “Diplomacia Meliá”.
Esta visita tuvo lugar en el marco del Acuerdo de Diálogo Político y Cooperación UE-Cuba (ADPC) que define el enfoque político de la UE: “de compromiso crítico pero constructivo con Cuba”, según la letra oficial. El viaje también tuvo por objetivo coordinar con los países de América Latina y el Caribe la agenda de la próxima Cumbre UE-CELAC en Bruselas los días 17 y 18 de julio.
Con tres dictaduras en su seno, las cuales exhiben un nefasto récord en materia de derechos humanos, CELAC —principal instrumento del multilateralismo cubano en el hemisferio— es una verdadera piedra en el zapato para la política exterior europea. Así, el trabajo de Borrell para preparar la narrativa de la cumbre es cuesta arriba, por decir lo menos. Una cumbre difícil de explicar, mucho más de justificar.
Agréguese que Cuba, Nicaragua y Venezuela son aliados de Rusia en la guerra contra Ucrania. No es claro que el tema sea incluido en la agenda, pero debería. Entre otras razones porque la Corte Penal Internacional ha librado una orden de arresto contra Putin. Se le imputa “ser presunto responsable del crimen de guerra de deportación ilegal de población (niños) y la transferencia ilegal de niños desde áreas ocupadas de Ucrania hacia la Federación Rusa desde el 24 de febrero de 2022″. Ello siendo que Maduro tiene abierta su propia investigación en dicha Corte.
Volviendo específicamente a Cuba, desde la sociedad civil le reclamaron a Borrell denunciar las violaciones de derechos humanos e interceder en favor de la liberación de los más de 700 presos políticos. También se le pidió que invoque la cláusula de derechos humanos contenida en el ADPC y que condiciona la continuidad del mismo al otorgamiento de mayores libertades para el pueblo cubano y que incluye la posibilidad de suspenderlo de manera unilateral e inmediata de no verificarse mejoras en este terreno.
Y, de hecho, la situación es mucho peor. Desde las protestas de 2021 la persecución ha aumentado y la represión se ha hecho más brutal, pero Borrell no honró ninguno de los tres pedidos y rehusó recibir a disidente alguno. Expresó “preocupación”, vacuo término de rigor, por la situación de derechos humanos, pero se concentró en las reformas económicas iniciadas en 2021 que permitirían la creación de micro, pequeñas y medianas empresas privadas. Así dice el régimen.
De hecho, su primer evento público fue un encuentro con los “nuevos empresarios”. Conversó con ellos sobre las potencialidades de la apertura, comunicándoles el apoyo de la UE a esta iniciativa y su certeza que el contexto actual presenta desafíos, pero también “formidables oportunidades para modernizar la economía”.
El optimismo modernizador de Borrell contrasta con la realidad, sin embargo, la peor crisis económica desde el periodo especial. Las colas para la gasolina son cada vez más largas. La reducción de la libreta de racionamiento ha producido una marcada disminución en el consumo de alimentos, los medicamentos otro tanto. Los apagones son diarios; los productos de primera necesidad escasean; el deterioro de la infraestructura ha dejado sin agua a más de cien mil habitantes de La Habana. En 2022, más de 300 000 cubanos ingresaron a Estados Unidos por tierra desde el sur.
Considérese la siguiente incongruencia. Por mucho menos que las violaciones y crímenes de esta dictadura de seis décadas, así como las de Nicaragua y Venezuela, en septiembre de 2018 la Comisión Europea llevó a Polonia al Tribunal de Justicia de la Unión bajo el cargo de violar normas comunitarias sobre independencia judicial, aplicándole una multa. Y en marzo de 2021, la comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa publicó un memorándum condenatorio del Gobierno de Hungría por “erosionar el pluralismo y la libertad de expresión en los medios de comunicación”.
Los graves crímenes que comete el Estado en Cuba, Nicaragua y Venezuela, sin embargo, se “premian” con una invitación a una Cumbre. Con ello la política exterior europea los exime de sus responsabilidades; los exonera y normaliza.
La rectificación de los sinsentidos de Bruselas llegó desde la otra Europa, la rama legislativa en Estrasburgo. Este 12 de julio el Parlamento Europeo aprobó una resolución urgiendo al Estado cubano a detener la represión, liberar a manifestantes y disidentes, y permitir el ejercicio de las libertades, invocando la cláusula de suspensión del ADPC. Criticó a Borrell por no reunirse con opositores y por contribuir al “blanqueo” del régimen. E instó al Consejo a adoptar sanciones contra los responsables, empezando por el presidente Díaz-Canel.
Una bocanada de aire fresco, por cierto, pero no oculta que las incoherencias de la política exterior europea cuando se trata de Cuba, y por añadidura sus aliados regionales, son profundas y antiguas.
En buena parte ello resulta del hecho que, históricamente, Bruselas ha externalizado el manejo de sus relaciones con América Latina en Madrid. Lo cual tiene sentido por los lazos de la historia, el idioma y la cultura. El problema es que en España gobierna una coalición antisistema, supuestamente “de izquierda” —el PSOE de Pedro Sánchez, Podemos y el independentismo catalán— socios en la corrupción del castrochavismo. El alto representante de Política Exterior es miembro de dicha coalición.
Ello viene de arrastre desde la presidencia de Zapatero. No son pocos los casos localizados en las instancias judiciales españolas: el lavado con PDVSA del embajador Raúl Morodo, el financiamiento de las campañas de Pablo Iglesias y las maletas de Delcy Rodríguez en Barajas, entre otros ejemplos. Como resultado, el Ejecutivo europeo no aplica en América Latina los mismos estándares ni los mismos instrumentos jurídicos —por ejemplo, la Convención Europea de Derechos Humanos de 1950— que utiliza con sus Estados miembros, tal como ocurrió con Polonia y Hungría.
Nótese la curiosidad. En los años setenta surgió en Europa el “Eurocomunismo”. Liderado por el PC italiano y el francés, dicho movimiento produjo un giro copernicano en el pensamiento marxista-leninista. Consecuencia directa de la invasión a Checoslovaquia en 1968, desde la propia izquierda surgió una poderosa critica al socialismo realmente existente, rechazando el modelo soviético, rompiendo con Moscú y abrazando el reformismo parlamentario. En la práctica, dichos partidos comunistas se convirtieron en social-demócratas, es decir, partidarios del capitalismo democrático.
No deja de ser irónico. La izquierda europea denunció al stalinismo soviético medio siglo atrás, pero al stalinismo castrista y sus aliados ni siquiera lo regañan. Por el contrario, lo protegen y lo absuelven, haciéndose cómplices de sus crímenes.
*Artículo publicado originalmente en Infobae.