15 de mayo 2023
El tiempo ha terminado por dar razón —por lo menos en parte— a Samuel Hungtinton. Al menos una de sus tesis principales ha sido verificada. Dijo Huntington que los procesos de democratización avanzan en forma de olas y, por lo mismo, los de antidemocratización en forma de contraolas. Siguiendo la tesis, podría suceder que en la oceonografía como en la historiografía las contraolas lleguen a ser tanto o más violentas que las olas originarias. Así sucedió durante la contrarrevolución formada por la Santa Alianza europea, como también en la aparición de los totalitarismos fascistas y estalinistas, el primero una contrarrevolución antidemocrática interoccidental, y el segundo, una contrarrevolución antileninista, antidemocrática y antioccidental.
Olas y contraolas
Usando los términos, más filosóficos que historiográficos de Claude Lefort, muy diferentes a los de Huntington, podríamos hablar de una gran revolución democrática surgida desde que en EE. UU y en Francia fuera iniciada la, por él llamada, revolución democrática, una revolución que no cesa a pesar de las contrarrevoluciones que en su avance provoca.
La última ola democrática percibida por Huntingon tuvo lugar en los tres últimos decenios del siglo XX con la democratización del sur europeo (Grecia, Portugal España), con el fin de las dictaduras militares latinoamericanas (principalmente en el Cono Sur) y, sobre todo, con la revolución democrática, nacional y popular que liquidó a las dictaduras comunistas del Este europeo. De acuerdo a esa perspectiva, estaríamos hoy situados en medio de otra gran contrarrevolución antidemocrática dirigida en contra de la cultura y la política occidental, la que oteando el horizonte político con mirada secuencial, podemos apreciar como respuesta a la revolución anticomunista de 1989-1990 y a la consecuente ampliación democrática que continuó a lo largo y ancho del espacio occidental. Esa ampliación democrática —estoy escribiendo en términos macrohistóricos— ha continuado ampliándose en el siglo XXI, tanto al exterior como al interior de los propios países occidentales
Así vemos hoy como, radicalizando las premisas del liberalismo político, diversos sectores socioculturales hacen valer sus derechos, a veces de modo irracional (convengamos: los procesos revolucionarios nunca obtienen un certificado de buena conducta) en contra de conservadoras y patriarcales resistencias, interpelando a los humanos más allá de clases e ideologías, e incluso en su propia corporalidad, sea esta de género o de sexo.
En otras palabras, intentamos afirmar que la ampliación del liberalismo político, expresado en el crecimiento del espacio geográfico y político democrático mundial, continúa avanzando, aún más allá de las llamadas “libertades liberales”. Precisamente, en contra de ese avance responden los contra-movimientos autodenominados i-liberales surgidos desde comienzos del siglo XXI, a los que en otros textos hemos denominado, nacionalpopulistas, movimientos aparecidos incluso al interior de los propios EE. UU con Trump y el “trumpismo”. Hoy esos movimientos ya están convertidos en Gobiernos en países como Polonia, Italia, Hungría, Turquía, muy cerca de gobernar en Francia, o formando parte de coaliciones con la derecha tradicional, como ha sucedido en Israel, Austria y en los países escandinavos.
Y bien, gran parte de esos movimientos y Gobiernos han sintonizado con los “valores” propagados por la Rusia de Vladímir Putin, a saber: la defensa de la familia patriarcal, de la patria, la reintegración de la religión al Estado y un rechazo visceral a la multiculturalidad sexual. Occidente y su ideología liberal es para todas esas contraolas políticas (la verdad: más i-democráticas que i-liberales), el lugar de la disolución de la nación, de la desintegración social, de la decadencia moral. Y bien, justo ahí, en ese punto, tenemos nuevamente que conceder la razón a Huntington. Estamos asistiendo a un choque político pero, además, cultural a nivel global. Un choque —eso no lo previó Huntington— no solo entre naciones, sino también al interior de cada nación, vale decir, un choque internacional e intranacional a la vez.
La canción del nuevo orden mundial
El nuevo orden —mundial, proclamado desde Rusia y China a partir de los extremadamente amistosos encuentros entre Putin y Xi—, tiene su origen no tanto en contra de la economía occidental (de la que ambos imperios profitan y a la vez necesitan como campo de reproducción del capital) sino en contra del orden político occidental al que ven como una amenaza existencial no solo desde fuera, sino también hacia el interior de sus respectivos campos de dominación.
El mismo Putin, en su discurso de Munich de 2007, dejó claro que su objetivo era modificar el orden mundial. Dijo Putin en esa ocasión: “Pienso que para el mundo de hoy, el modelo unipolar no solo es inadecuado, sino totalmente imposible. Pero no porque los recursos político-militares ni los económicos sean suficientes para un solo liderazgo en el mundo de hoy. Lo que es más importante, el modelo en sí mismo resulta poco práctico porque no tiene una base propia y no puede ser la base moral de la civilización moderna”. Esas palabras fueron continuadas poco después con las sangrientas invasiones a Georgia y a Chechenia en 2008 y a Siria en 2013. El hecho de que la mayoría de los gobernantes europeos haya mirado para otro lado, no aminora la claridad de las palabras del dictador ruso. En efecto, podemos estar muy en contra de Putin, pero no podemos decir que el dictador ha ocultado sus intenciones expansionistas.
De más está decir que el orden unipolar que Putin ha comenzado a cambiar sangrientamente, es solo el mundo político. En lo económico, en 2007, el mundo ya era económicamente bipolar (EE. UU-Europa y China) y militarmente tripolar (Rusia, China y los EE. UU). Por lo demás, fueron las agresiones militares de Rusia a partir de 2008 las que provocaron la gran ampliación de la OTAN en 2009, las que dejaron fuera, como un gesto de consideración con Rusia, a Ucrania.
Ni siquiera después de la invasión a Ucrania del 2014, Occidente intentó hacer ingresar a Ucrania. Cuando los plumarios de Putin afirman que EE. UU. “sembró la guerra en Europa movilizando a sus títeres de la OTAN”, o lo dicen acatando órdenes rusas o buscando congraciarse con las autocracias de sus países. Esos miserables pasan por alto que, así como fueron alemanes quienes derribaron el muro de Berlín, fueron ucranianos quienes en 1991 votaron por la independencia de su país, nada menos que el 80 %. Fueron ucranianos los que mantuvieron en contra de Rusia una guerra de posiciones desde 2014 hasta 2022. Fueron ucranianos quienes pidieron su ingreso a la UE, y luego armas para defender a su país del agresor. Afirmar que Ucrania ha sido utilizada por los EE. UU y la OTAN para expandir las fronteras de Occidente, es de una vileza sin nombre. Ni una ayuda a Ucrania ha sido hecha sin la aprobación, incluso sin la exigencia, del legítimo Gobierno del país.
Una lectura honesta de los hechos lleva en cambio a pensar en una conclusión contraria. Gracias a que Europa no incorporó a Ucrania a la OTAN, Putin se atrevió a invadirla en 2022.
Teniendo en cuenta estos sucesos —no son opiniones personales— podemos decir que en las guerras de Putin a Chechenia y a Georgia, ya estaba contenido el propósito consumado de 2014, cuando Putin anexó Crimea y convirtió a los territorios del Dombás en base de operaciones con vista a Kiev para, desde ahí, librar una “guerra santa” (Kiril dixit) en contra del Occidente político, y en nombre de lo que él llama un nuevo orden político mundial.
Fue el canciller alemán Olaf Scholz en su epocal discurso de 2022 titulado Zeitwende (punto de inflexión) quien captó perfectamente que, lo que intentaba iniciar Putin a partir de Ucrania, era una revancha histórica contra Europa y los EE. UU, en fin contra Occidente, por haber colaborado (en su imaginación tortuosa) en la disolución del imperio ruso, fuera en su forma zarista o en su forma estalinista. En breve, la agresión de Putin a Ucrania no solo fue un acto de piratería territorial, sino un “avance tardío” en contra de la nueva Europa surgida desde las revoluciones democráticas de 1989-1990 a cuya tradición pertenecen en Ucrania “la revolución naranja” de 2004 y la revolución del Maidán de 2014 (“golpes de Estado” según la narrativa de los servidores de Putin) .
Otro mandatario, antes que Scholz, Joe Biden, se dio cuenta de que el carácter imperialista de las movilizaciones militares de Putin era apoyado por diversos regímenes antidemocráticos. Por eso planteó, ya en 2021, que la contradicción fundamental de nuestro tiempo era la que se daba entre democracia y autocracia. División que en su aparente simpleza es muy importante para entender la geoestrategia norteamericana frente a las potencias Rusia y China. Por de pronto, nos permite situar el tema de la agresión de Putin a Ucrania en el plano político, pero no solo como una lucha entre culturas “a la Huntington”, tampoco como una contradicción entre dos formas económicas según la lectura marxista, sino como una tensión entre dos formas de gobiernos excluyentes entre sí, una que se da no solo entre naciones, sino al interior de cada nación.
Para decirlo con un ejemplo: Cuando gobernantes como Lukashenko o Maduro, Orban o Erdogan, dan su apoyo a Putin, lo hacen no solo a favor de Putin sino en contra de los movimientos democráticos que existen al interior de sus países. El hecho de que la mayoría, si no todos los Gobiernos que han dado apoyo explícito o tácito a la invasión de Putin, sean dictaduras o autocracias, refuerza la veracidad de la demarcatoria política propuesta por Biden.
Quienes, a diferencias de Scholz y Biden no entendieron el peligro que representan las guerras de Putin para el mundo democrático, fueron también dos presidentes, dominados ambos por una mentalidad predominantemente tecnocrática. Me refiero a Macron en Francia y a Lula en Brasil. Para ambos mandatarios, en efecto, los conflictos entre naciones tienen siempre una ratio económica y por lo mismo son superables si se muestra al enemigo buena voluntad para negociar respectivos intereses. De acuerdo a esa reducción economicista de la política, los dos mandatarios han intentado crear nexos de entendimiento con Putin apelando a la dictadura china, a la que ofrecen expectativas económicas a cambio de una interferencia a favor de la paz que permita aplacar las ambiciones territoriales del dictador ruso.
Por cierto, todas las negociaciones en aras de la paz son importantes, pero lo que no logra captar la insensibilidad política de presidentes como Lula y Macron, es que estas negociaciones no pueden hacerse a espaldas de quienes en estos momentos están luchando no solo por ellos sino por toda Europa: los ucranianos. Tampoco a espaldas de los EE. UU, nación que, al otorgar más ayuda militar a Ucrania que todos los países europeos juntos, ha impedido que Ucrania se convierta en una simple provincia rusa. Y ni por nada del mundo estas negociaciones deben dejar afuera a los Gobiernos de las naciones del Este europeo, amenazadas desde muy cerca por las tropas de Putin. Intentar negociar con Putin por cuenta propia, es —hay que decirlo con todas sus letras— romper la unidad democrática occidental, haciéndose eco de un propósito perseguido por Putin y Xi.
Lo global y lo local
La afirmación de Biden relativa a que la contradicción predominante de nuestro tiempo es la que se da entre autocracias y democracias, tanto a nivel local, como a nivel internacional, tiene además el mérito de otorgar un sentido histórico global a las luchas políticas libradas al interior de cada nación. Con esto se quiere afirmar que, aunque no lo digan, incluso, aunque no lo sepan, quienes forman parte o apoyan a los movimientos antiautocráticos al interior de cada nación —sea esta el Irán de los ayatolas, la Turquía de Erdogan, la Bielorrusia de Lukashenko, la Nicaragua de Ortega, El Salvador de Bukele, la Cuba de Díaz Canel, la Venezuela de Maduro, y otras antidemocracias— están librando una lucha objetiva a favor de un orden político mundial donde primarán las democracias y no las autocracias y, en este sentido, ayudando también, objetivamente, a la Ucrania de Zelenski.
La política local ya no es una contradicción con respecto a la política global. Mas bien la primera es condición de la segunda. La guerra en contra del imperio ruso, o lo que podría ser peor, contra un orden político mundial dirigido por tres dictaduras atómicas (China, Irán y Rusia), no tiene lugar en las galaxias —para decirlo según la fantasía cinematográfica de Reagan— sino también al interior de cada nación, en cada región, en cada comuna, en cada voto por la democracia, en cualquier reducto desconocido de cualquier país en donde se dé una lucha en contra de algún autócrata. Más todavía si se tiene en cuenta que, apelando a la utopía negativa del nuevo orden mundial, Putin y Xi han logrado articular a la mayoría de las naciones regidas por Gobiernos autocráticos, en un sistema de alianzas globales. Un ejemplo lo hemos visto en esos últimos días con en el reingreso de la autocracia de Siria a la Liga Árabe. Ahí, evidentemente, están las manos de Xi y de Putin.
Sé que es una verdad elemental, pero no por eso menos olvidada: no se puede estar en contra de una autocracia nacional sin estar en contra de Putin y la invasión a Ucrania. O dicho a la inversa: no se puede estar en contra de Putin y la invasión a Ucrania sin estar en contra de una autocracia nacional.
*PS – Estas líneas las escribo dos días antes de las elecciones presidenciales en la Turquía de Erdogan. Un acontecimiento que desde Europa será seguido con tanta o mayor atención que las elecciones norteamericanas. En el pasado reciente esas elecciones habrían sido solo una entre tantas más. Hoy, cualquiera sea el resultado de ellas, sabemos que pueden incidir en el ordenamiento político de Europa y quizás del mundo. Eso quiere decir que vivimos, nos guste o no, en una era “glocal”, donde lo global es local y lo local es global.
**Artículo publicado originalmente en el Blog Polis: Política y cultura