1 de abril 2023
Los bancos pueden quebrar, y así suele suceder. No obstante, siempre que ello ocurre, pretendemos estar sorprendidos. Peor aún, buscamos villanos y culpables, incluso cuando no los hay. Especuladores amantes del riesgo, inversionistas codiciosos, reguladores que se han quedado dormidos: alguien tiene que ser el malo. Esto aplaca nuestro deseo de asignar culpas de carácter moral, pero no es una buena base para formular políticas.
La verdad es más simple y más inquietante. Los bancos son instituciones peculiares. Reciben depósitos que pueden ser retirados en cualquier momento, e invierten en préstamos y bonos que no pueden rescatarse con la misma rapidez, a menos que se incurra en pérdidas cuantiosas. Este mecanismo de “transformación de los vencimientos” tiene gran valor social: da a los emprendedores acceso a préstamos a largo plazo que son menos costosos que las alternativas porque se financian con depósitos a la vista que no pagan interés.
Es decir, los bancos no son vulnerables por error sino por diseño. Ningún banco tiene suficiente efectivo en su bóveda para satisfacer las demandas de todos sus depositantes. Cualquier banco –por muy conservadores que sean sus administradores y muy prudentes sus prácticas para otorgar préstamos– puede quebrar si todos sus depositantes deciden retirar sus fondos de manera simultánea.
El Silicon Valley Bank no era conservador ni prudente, pero no necesariamente habría quebrado si no hubiera sufrido una corrida. Es verdad que el alza en las tasas de interés de mercado generó cuantiosas pérdidas contables en la cartera de bonos a largo plazo del banco. Pero ese descalce en los vencimientos –destacado hasta el cansancio por todo tipo de expertos– es normal en el negocio de un banco. No tiene por qué constituir un certificado de defunción.
Imaginemos un banco que consiste de depósitos a la vista por US$100. Supongamos, además, que el banco emplea el dinero para adquirir un bono del Gobierno que paga el 1% de interés anual, y cuyo capital se pagará en dos años. Si en el primer día del segundo año la tasa de interés de mercado se eleva al 5%, cualquier intento que haga el banco por vender el bono rendirá solo US$ 96 (el precio al cual lo que el bono paga en interés constituye un rendimiento de 5%). Esta es la pérdida que los expertos reiteran una y otra vez.
Pero, solo se trata de una pérdida de papel, porque si los depositantes mantienen su dinero en el banco, al finalizar el segundo año el Gobierno pagará los US$ 100 más el interés adeudado. Los depositantes recuperarán sus fondos sin haber perdido un centavo, mientras el banco se queda con el interés como ganancia. Una crisis ocurre si y solo si los depositantes entran en pánico y exigen su dinero. En ese caso, el banco tiene que vender el bono y los depositantes reciben sólo US$ 96, con lo que se confirman sus peores temores.
Todo esto significa que los bancos dependen crucialmente de la confianza. Es por ello que en la imaginación popular los banqueros necesitan ser tipos impasibles y de aspecto bien cuidado. Pensemos, por ejemplo, en los prestamistas de bigotes del juego Monopolio, o en George Banks (también premunido de pilosidad facial) en la película Mary Poppins.
Por dar a esta lógica una representación matemática formal, Duglas Diamond y Philip Dybvig obtuvieron el Premio Nobel de Economía en 2022. No obstante, los reguladores insisten en crear reglamentos que no abordan la vulnerabilidad subyacente. En Estados Unidos, el seguro federal de los depósitos se instauró en respuesta a la Gran Depresión, cuando quebraron más de 9000 bancos. Solamente cubre los depósitos de US$ 250 000 o menos, lo que parece razonablemente igualitario. Sin embargo, en la práctica, son los grandes depositantes (que, nerviosos, salen corriendo hacia la salida ante la primera señal de problemas) quienes suelen hacer quebrar a los bancos. El seguro universal ofrecido en respuesta a las corridas contra el Silicon Valley Bank y el Signature Bank debería haberse aplicado hace años, junto con regulaciones estrictas diseñadas para evitar los abusos.
La crisis financiera de 2008-2009 llevó a las autoridades a concluir que solamente los bancos muy grandes son “sistémicamente importantes”. Respondiendo a la presión ejercida por el Gobierno de Donald Trump y defensores de la industria como Greg Becker, el CEO del Silicon Valley Bank, en 2018 el congreso de Estados Unidos elevó el margen para que un banco sea considerado “sistémicamente importante” de US$ 50 mil millones a US$ 250 mil millones en activos. Los eventos recientes han demostrado que esto fue un error. Cuando quebró, el Silicon Valley Bank disponía de US$ 209 mil millones, o menos del 1% de los activos del sistema bancario estadounidense, sin embargo, la Reserva Federal debió intervenir para evitar el peligro de un contagio. De acuerdo a la lógica de Diamond y Dybvig, nada de esto es sorprendente: puesto que todos los bancos han sido diseñados para ser vulnerables, hasta el más mínimo tropiezo puede desencadenar un pánico generalizado.
Tras crisis anteriores, las reformas se enfocaron en fortalecer el capital de los bancos. Esto ayuda, pero resuelve el problema equivocado. El capital de un banco asegura que los depositantes recibirán su dinero cuando, por ejemplo, parte de su cartera de préstamos se deteriora a causa de una recesión o porque se han cometido errores al efectuar préstamos. Pero, recordemos que, por diseño, el capital de un banco nunca puede ser suficiente para que todos los depositantes cobren todo su dinero al mismo tiempo. Una corrida es un problema de liquidez, y el capital de un banco se supone alivia los problemas de solvencia.
El meollo de este asunto reside en una pregunta: ¿es posible confiar en que los depositantes no huirán, llevándose su dinero del banco, cuando surge una turbulencia o cuando se elevan las tasas de interés en el mercado y se crean así oportunidades de invertir lucrativamente en otros lugares? En tiempos pasados, cuando el depositante promedio era un jubilado que, en un día de lluvia, no estaba dispuesto a ir al banco y hacer cola afuera, la respuesta a la pregunta era sí. Poder depender de una base constante de depósitos hacía que la mayoría de los bancos fuera estable y obtuviera ganancias cuantiosas.
Sin embargo, hoy día, cuando las noticias se transmiten instantáneamente y los depositantes pueden retirar sus fondos a través de sus teléfonos inteligentes, la respuesta a la pregunta es mucho menos obvia. Además, en la mayor parte del mundo las ganancias de los bancos provienen no de la brecha entre las tasas de interés de los depósitos y los préstamos, sino crecientemente de la prestación de servicios tales como tarjetas de crédito, gestión de activos e incluso seguros.
Dado que este dilema no tiene nada de nuevo, lo mismo sucede con sus posibles soluciones. Las reglas que gobiernan los depósitos pueden reformarse de modo que los depósitos se asemejen al capital –un derecho a una parte de los activos del banco, sea cual sea el valor de esos activos–, pero ello destruye la promesa de que un depósito es una reserva de valor simple y estable. La alternativa es lograr que los bancos sean seguros porque todos los depósitos estén respaldados por activos carentes de riesgo, pero ello elimina el papel de los bancos como “transformadores de vencimientos”. Estas alternativas obvias nunca se han adoptado por una buena razón: su costo social es alto.
Quizás algún día las monedas digitales de los bancos centrales desplacen por completo a los depósitos bancarios. Pero ese día está muy distante. Hasta entonces, lo mejor que se puede esperar es un seguro universal para los depósitos, disponibilidad de liquidez por parte de los bancos centrales (en su papel de prestamista de última instancia) y regulaciones estrictas. Pero no nos engañemos: tal combinación no es infalible. Nadie puede sorprenderse ni indignarse la próxima vez que un banco se vea en problemas.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.