Guillermo Rothschuh Villanueva
5 de marzo 2023
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Rosa, mi aventajada maestra, me inició en los secretos de la cama, una maestra consagrada en el oficio
A Luis Fulgencio Báez Lacayo
Doña Otilia estaba convencida que era dueña de un lugar apetecido, la calidad de los visitantes confirmaba la certeza de sus sentimientos. Muchos preferían entrar al local de manera subrepticia, el dinero y los puestos que ocupaban dentro de la nomenclatura burocrática y social, bastaban para comprender que se trataba de altos personeros, quienes lo visitaban de manera constante. Una casa de alta cumbrera, con dos puertas frente a la calle pintadas de rojo, blancas paredes, techo de tejas y una amplia entrada por el patio vacío, ubicado hacia el sur de la vivienda. Las pajaritas asomaban a la calle por la celosía. La familia Bermúdez todavía las recuerdan. Los visitantes podían ingresar al local a cualquier hora del día o de la noche. Muy pocos se animaban a hacerlo por las mañanas o por las tardes. La mayoría prefería pasadas las seis de la tarde.
La casa quedaba en el barrio Pueblo Nuevo, a cincuenta metros de la esquina donde tenía instalado su negocio, don Leoncio Suárez, famoso entre la muchachada, preferían llamarlo por el apodo que le había endilgado no se sabe quién. Pija de fierro era dueño de su propia historia, también se decía que tomaba yohimbina, la viagra de aquellos años. Vivía en la esquina que marcaba los dominios del barrio bravo. Uno de los más populosos. Su historia era familiar entre nosotros. Se convirtió en leyenda urbana. Su fama de macho cabrío solo era comparable con la de don Horacio Balladares. En Juigalpa se decía que solo ellos alcanzaban el grado de general. Con los años las nuevas generaciones se sorprenden cuando alguien rememora su prestigio. Con admiración recuerdan a los jóvenes que sus nombres eran reverenciados hasta por los más bragados.
El metedero de doña Otilia disponía de una bandada de pajaritas de diversos colores y tamaños, en muy poco tiempo terminó siendo el nido más codiciado de todo Chontales. La matrona inspiraba respeto, desenvuelta y locuaz, no padecía de complejos. Algunas personas la miraban de reojo, no sabemos si por desprecio o envidia. Metida en vestidos de una sola pieza, pelo teñido en café claro, blanca, menudita y de ojos saltones, rasgo biológico que heredaría a su hijo Orlando y a su nieto del mismo nombre. Parecía un ser impasible, casi imperturbable, muy serena. Cada treinta o cuarenta días renovaba su cuerpo de pajaritas, viajaba a la capital y se aparecía con tres o cuatro jóvenes que trastornaban a los hombres. Morenas de largas piernas y miradas tristes, blancas lechosas de ojos azules y negras de traseros respingados, satisfacían los más diversos caprichos.
Al local no accedía cualquiera, una diferencia sustantiva en relación con los otros mataderos ubicados en la Zona Roja. El costo era el principal obstáculo que los visitantes tenían que sortear. Sin reservarse derecho de admisión, tenía el cuidado de no aceptar a nadie que pudiese resultar escandaloso. Sus vecinos por largos años, las familias Suárez, Bermúdez y Mendoza, dan fe de la tranquilidad que emanaba el lugar. A diferencia de lo que ocurría en los algunos locales de la Zona Roja, evitaba que los ruidos se filtraran a la calle. La roconola parecía que tenía graduados los decibeles. Apenas se escuchaba. Sus reglas eran inviolables. No deseaba mal disponerse con nadie, menos con las autoridades. Esperaban el menor tropiezo, para subirle el cobro mensual que religiosamente remitía en sobre cerrado como paga, al comandante departamental de la Guardia Nacional (GN).
Todos los miércoles las pajaritas eran enviadas en horas de la mañana, a pasar revisión médica a la sanidad. Desprenderse desde Pueblo Nuevo rumbo al examen era un espectáculo. Algunos se apostaban en la barbería del Maitro Blanco para verlas pasar y apreciar sus encantos, otros se ubicaban en el Parque Central. Parecía un pacto concertado. A ellas gustaba subir por las gradas ubicadas en el sector noroeste, otras optaban por doblar hacia el este en la esquina de don Liberato Fernández, luego hacia el sur en la esquina de don Virgilio Martínez. Los jóvenes las veían con recato. Las miradas lujuriosas provenían de los viejos. Muchos se apostaban con el propósito de enterarse si el cuerpo de pajaritas había sido renovado. Los mirones congregados en el parque esperaban su regreso, para continuar apreciándolas y juzgando su belleza.
Entre distintos comentarios, unos estaban dirigidos a admirar el trabajo realizado por el doctor Adán Barillas Huete, el Capi era el encargado de realizar los exámenes a las divas. “No crees vos que el Capi se ponga mal, son tan bellas, que alguna cosquillita debe sentir en su estómago”. “No hombre, el trabajo que realiza es de un profesional”. “No te andes creyendo”, ripostó de forma inmediata Mauricio. A la mayoría de los curiosos les satisfacía verlas pasar de ida y regreso. Entre los pocos que visitaban el local de doña Otilia, solo los más pudientes se daban el lujo de recalar varias veces por el sitio sagrado. La línea divisoria obedecía a la cantidad de ingresos disponibles. El lugar se veía abarrotado a finales de mes, cuando ocurría la paga de la burocracia local. Se aparecían en diferentes días. Parte de su distracción consistía en caer por la noche y gozar del placer que les deparaban.
Otro motivo para visitar el local de doña Otilia, era que los asiduos se sabían libres de enfermedades sexuales infectocontagiosas. Ella misma se esmeraba para que fueran a sanidad a pasar la revisión de rigor. Permanecía atenta a los resultados. Siempre los pedía. No iba correr el riesgo de ser objeto de críticas o recriminaciones. Cuidaba su prestigio. Nunca lo pondría en entredicho. La mayoría de los asiduos gozaba del poder suficiente como para acudir a las autoridades sanitarias y militares a solicitar el cierre. Un motivo más que distanciaba a doña Otilia de las formas operativas de otros locales. Sentía orgullo de saberse distinta. No ponía reparos en atender la salud de las pajaritas. Eran su fuente de ingreso. Para qué meterse en apuros. Mientras llovían las quejas contra las pobladoras de la Zona Roja, el silencio cubría con su manto al local de doña Otilia.
El lugar reverenciado mudó de pronto, se trasladó de donde la Felipa Obando, media cuadra al norte. ¿A qué se debió el cambio? Doña Otilia, callada como siempre, jamás iba a revelar las razones. Aunque otras más resabidas, daban por hecho que sus presiones habían dado resultado. En una ciudad con una moral mojigata, las pajaritas eran vistas de menos. Los ingresos de sus amantes, novios o maridos, se escurrían a través de ese pasadizo. Para ellas la culpa era de las jóvenes no de sus parejas. Al inicio de los años setenta, comenzó una campaña ruidosa contra la existencia de estos locales. Doña Otilia creyó que, yéndose más hacia el fondo de la ciudad, podía amainar el temporal. Tenía tacto. No quería entrar en contradicción con clérigos, que desde el púlpito hacían campaña en contra de estos lugares. Optó por ser prudente. Una retirada estratégica.
Situadas en un lugar distante del centro de la ciudad, en vez de sufrir un revés, la nueva ubicación resultó ventajosa para sus propósitos. Ajeno de miradas aviesas, el número de visitantes creció. La discreción es norma en este tipo de negocio. Tenía conciencia de su quehacer. Trataba de esquivar golpes inmerecidos. Acostumbrada a renovar el cortejo, seguía viajando a Managua a traer nuevas beldades. Ella misma se encargaba de escogerlas. No dejó que su hijo Orlando interfiriera en el negocio, quería mantenerlo ajeno a estas actividades, no obstante que ambos vivían bajo el mismo techo. La mudanza fue determinante para que nombrase una administradora, deseaba quedarse a vivir en el lugar de siempre. Su vida experimentó un cambio radical. Para evitar pérdidas, escogía además a una de las pajaritas, para que le informara de todo lo acontecido.
Transcurrido poco más de un año, tuvo que mudarse de nuevo, esta vez a orillas de la carretera al Rama, a unos doscientos metros de la gasolinera Esso de don Teodoro Quintero. Ubicado en la mera esquina, las dimensiones del local eran menores a las que tenía el metedero anterior. Igual que siempre, se cuidó que los servicios no decayeran. Creía haber encontrado el lugar adecuado. Juigalpa empezaba a poblarse por los alrededores. La distancia de las casas, en relación al sitio sagrado, era como de cien metros. Los lugares más cercanos eran la ladrillería de Gustavo Bendaña Jerez, el taller de mecánica del Maitro Anderson y el comedor de las Madrigales. La clientela comenzó nuevamente a desbordarse, prueba del goce que deparaba a los visitantes. Si antes no iban eran porque los miraban, no por otros motivos. La fama del local permanecía inalterable.
La presión contra la existencia de estos lugares arreció, las autoridades recomendaban a sus dueñas hacia donde ir a reubicarse. En menos de lo que canta un gallo, doña Otilia se trasladó a un local cercano a la gasolinera Texaco, de don Wenceslao Gadea Arosteguí. La paga del alquiler era igual, remozó el local. Las pajaritas aumentaron en número y belleza. Cursaba quinto de secundaria, junto con mis compañeros de estudios, llegábamos al local a regocijarnos con su presencia. Algunos se tomaban dos o tres cervezas o pedían media de ron. Evelin gozaba toqueteándolas. Para esa época empecé a hacer mis primeras incursiones, mi tío Mauricio Villanueva, me alcahueteaba. Me llevaba en su jeep verde descapotable. Muchas veces tuve que pagarle peaje. Una media de Santa Cecilia, servida con dos bocas, entonces eran gratis ahora se pagan. Un cambio radical.
Al año siguiente me convertí en asiduo, al regreso de El Salto, junto con mi amigo Róger Suárez Flores, después de haber nadado un par de horas, en la poza más codiciada por los juigalpinos, metía el jeep de mi padre por la parte trasera. No quería que alguien pudiera pensar que mi viejo era el visitante. Dinora, su administradora, estaba embarazada, como mis vacaciones universitarias coincidían con el verano, la cosecha de mangos estaba en apogeo, los cortábamos sazones para llevárselos de regalo. Entre risas y carcajadas, le decíamos que solo ella y la amante de Anastasio Somoza Debayle, tenían la dicha de tener ese nombre. Con los mangos capeábamos el cobro por el uso del cuarto.
A esa hora, a las cuatro de la tarde, las pajaritas estaban recién bañadas, congregadas junto a una mesa, conversando sobre el comportamiento de algunos de sus visitantes.
Para esos días conocí a Rosa, mi aventajada maestra, me inició en los secretos de la cama, una maestra consagrada en el oficio. Dinora ejercía su labor de administradora con puño de hierro. De lunes a viernes, durante esas vacaciones, nuestra presencia era infaltable. Con las muchachas surgió una especie de camaradería. Mangos había para todas. Los mejores estaban reservados para Dinora. En las siguientes vacaciones ya no regresé al sitio sagrado. En Juigalpa, doña Otilia alcanzó una gran notoriedad. Conquistó fama y altura. Cosas de la vida, ocho años después, recién el triunfo revolucionario, un mediodía bajé al primer piso, con la intención de almorzar con la tropa del Ministerio del Interior. Para mi sorpresa, divisé a Rosa en la cocina. Salí en su búsqueda. Me dijo que estaba felizmente casada. Nos dimos un fuerte abrazo, ante el inesperado reencuentro.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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