27 de febrero 2023
De cuando en cuando, se materializan hechos históricos que encarnan utopías con tanta fuerza que terminan fijándose en memorias colectivas, a pesar de que el avance del tiempo erosione a sus protagonistas o revele en ellos una naturaleza distinta de la que la narración de la gesta les atribuyó.
El triunfo de la revolución sandinista en 1979 se convirtió en la victoria de millones de personas en todo el mundo, cansadas de que el poderío estadounidense utilizara a los centroamericanos como carne de cañón para su guerra fría; particularmente en una América Latina que ya había sufrido el golpe de Estado contra Jacobo Árbenz en 1954 y el que derrocó a Salvador Allende en 1973, ambos perpetrados con las garras del Tío Sam.
Nicaragua encarnó en 1979 la vuelta de aquellos golpes, nuestro Vietnam latinoamericano, inspiración y esperanza de movimientos de liberación tan remotos como Timor del Este, el Sáhara o Palestina. Un pueblo pobre, pero firme y decidido, le plantaba cara al imperio.
La imagen romántica de la revolución sandinista despertó tal euforia en el mundo que aún hoy, cuarenta años después y con Daniel Ortega Saavedra convertido en remedo del dictador Anastasio Somoza, viejos izquierdistas en Europa y América encuentran dificultades en admitir que el comandante de aquella revolución, que aún les inspira suspiros románticos, se convirtió en cruel dictador. Su amor por aquella lucha les impide ver esta abominación.
La semana pasada, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, sentó por primera vez posición pública sobre la crisis nicaragüense y confesó un dilema existencial: "El caso de los sandinistas es para nosotros muy complicado. Todos de una forma u otra vivimos lo que fue el movimiento sandinista y nos da mucha tristeza la división que se produjo". Para explicar mejor su comentario, citó un poemínimo de Efraín Huerta: A mis / Viejos / Maestros / De marxismo / No los puedo / Entender: / Unos están / En la Cárcel / Otros están / En el / Poder.
Hace medio siglo Daniel Ortega realizó el viaje del héroe: de militante a caudillo y cabeza de una revolución que reivindicó su dignidad en abierto desafío a la mayor potencia del mundo; y transformó las estructuras de un país pobre, desigual e injusto. Aquella revolución, que tenía por vicepresidente a un escritor; por canciller a un sacerdote; por Comandante 2 a una mítica y brillante guerrillera; por ministro de cultura y constructor de utopías en Solentiname a un místico poeta ordenado sacerdote; y por protagonista a un pueblo, mutó rápidamente a un uróboros que comenzó a devorarse a sí misma, empujada por la corrupción de un grupo en el poder encabezado por Ortega.
La izquierda internacional no quiso ver esa "pecata minuta" para no desprestigiar la lucha. Prefirió, en cambio, condenar al poeta Octavio Paz, quien advertía ya el talante poco democrático de aquellos comandantes. "La revolución fue confiscada por una élite de dirigentes revolucionarios", acusó en su famoso discurso de Frankfurt; y advirtió a los defensores del régimen nicaragüense: "¿Por qué aprueban la implantación en Nicaragua de un sistema que les parecería intolerable en su propio país?"
La pregunta cobra especial vigencia ahora, que tantos izquierdistas como López Obrador siguen enfrascados en el falso dilema de no atacar a Ortega para no desprestigiar una de sus máximas banderas históricas. Pero no hay tal cosa. El viaje de Daniel Ortega no terminó en el heroísmo, porque se siguió de frente hasta volcarse y dar la vuelta. Aquel comandante en uniforme de campaña de los años ochentas corrompió a la revolución y al sandinismo hasta matarlos. Hace años ya que se convirtió en antípoda de sus propias proclamas y encaminó sus pasos hacia la satrapía.
Daniel Ortega mantiene como vicepresidenta a su esposa, Rosario Murillo, y todos los hijos de la pareja están empleados en el gobierno, con excepción de Zoilamérica, hija de Murillo, que acusó a Ortega de haber abusado sexualmente de ella y de haberla violado y tuvo que marcharse al exilio.
Nicaragua sigue siendo el país más pobre de América continental mientras Ortega y su familia encabezan la lista de los más ricos de ese país. (En pleno delirio de dictadura tropical, los Ortega han llegado al extremo de llevar desde Italia a Managua compañías de Ópera para que uno de los hijos del comandante, con aspiraciones de tenor, cante en teatros nicaragüenses).
Sergio Ramírez, el escritor que fuera su vicepresidente, vive hoy exiliado y despojado de su nacionalidad nicaragüense por decreto del tirano; lo mismo que la mítica comandante 2, Dora María Téllez, recién salida de la cárcel directamente a un avión que la llevó al destierro. El poeta de Solentiname, Ernesto Cardenal, murió perseguido por Ortega, que le montó un juicio.
Las tropas revolucionarias vitoreadas tras su ingreso a Managua, en 1979, sentaron las bases de las Fuerzas Armadas de la actual Nicaragua, cómplices de la represión y corrupción del dictador. Las cárceles se han llenado en los últimos años de presos políticos y cientos de nicaragüenses han muerto en las jornadas represivas de las fuerzas de seguridad orteguistas contra manifestantes. Los principales organismos internacionales a cargo de velar por los derechos humanos (El Centro Nicaragüense para los Derechos Humanos, la CIDH, OACNUDH, Amnistía Internacional, Human Rights Watch…) han denunciado las graves violaciones de la dictadura de Ortega.
Ha cerrado todos los medios de comunicación críticos con el poder y encarcelado a estudiantes, campesinos, sacerdotes, periodistas, activistas y defensores de derechos humanos, opositores y críticos. Daniel Ortega lleva más tiempo en el poder que Somoza.
Sus últimos actos, que incluyen el destierro de más de 200 presos políticos y el retiro de la nacionalidad y embargo de bienes de más de 250 personas, solo terminan de cavar el lugar infame que la historia tiene reservada para Ortega y sus cómplices, que incluyen prominentes empresarios dispuestos a apadrinar la pérdida de la democracia, la justicia, las libertades y la vida de los nicaragüenses a cambio de obtener grandes ganancias.
No hay márgenes para la confusión. Ortega se convirtió en lo que el sandinismo combatió hace medio siglo. De todas aquellas banderas, que incluían la paz, la igualdad, la dignidad, la solidaridad y la libertad, solo queda el estandarte rojo y negro con las letras del FSLN, que hoy ondea en todas las oficinas públicas y los discursos del tirano.
Lo entendió mejor Gustavo Petro, el exguerrillero colombiano que hoy preside su país y que se pronunció con la contundencia que cabría esperar de los mandatarios de otras naciones como México o Brasil: "Colombia ha registrado con repulsión las medidas tomadas de manera arbitraria por el jefe de gobierno de la hermana y sufrida República de Nicaragua contra ciudadanos de su propio país cuyo único delito ha sido defender la democracia, el derecho a la crítica y los derechos humanos universales".
Esto parecen entender latinoamericanos como Petro y el presidente chileno, Gabriel Boric, que también condenó duramente al gobierno nicaragüense: Un revolucionario que masacra a su propio pueblo y lo mantiene en la miseria mientras hace del país que gobierna un feudo familiar y lo somete y reprime, no es revolucionario. Y una izquierda que no condena esa farsa y las masivas violaciones a los derechos humanos, no es izquierda.
El sandinismo fue un movimiento de principios e ideas, no de personas, que tenía como primer objetivo liberar a Nicaragua de una dictadura. Ortega hace mucho que traicionó esas ideas y esos principios. Si hace medio siglo el escritor Carlos Fuentes decía que Daniel Ortega hablaba por los latinoamericanos, hoy lo hace solo en nombre de su dictadura, de su propia familia y de las riquezas que han acumulado. Hace tiempo que los Ortega Murillo cruzaron la línea de no retorno, porque si sueltan el poder les espera un tribunal.
Hace pocos días, Dora María Téllez, la Comandante 2, recién aterrizada para iniciar el destierro que le impuso su antiguo compañero de armas, describió al periodista Wilfredo Miranda el momento de su detención, que dio inicio a casi dos años de cautiverio: "Venían con los AK, chalecos antibalas, botando puertas, en posición de combate. Allí estábamos tranquilamente, esperándolos, con nuestros perritos. Fue todo una fantasía: la fantasía de los que tienen miedo". De los que tienen miedo. No a la muerte a la que se le pone el pecho en una revolución; tampoco a la muerte de la revolución que ya está muerta. El de Ortega es el miedo a dejar el poder y que lo vayan a traer. Miedo a terminar en una celda. Sin nadie afuera que espere sus palabras para actuar. Sin poder. Eso, para este hombre que ha completado el viaje de héroe a tirano, sería peor que la muerte.
*Publicado originalmente en El Faro