Guillermo Rothschuh Villanueva
12 de febrero 2023
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El novelista no muestra el mínimo interés por dotarlo de los atributos que definen a un revolucionario en todas sus letras
Arturo Pérez-Reverte, durante la presentación de su nueva novela. Foto: EFE | Confidencial
“… pero mira en lo que se ha convertido lo que empezamos
en Juárez con el difunto Madero… Ahora cada cual va a lo suyo,
buscando poder y dinero, y del pueblo nos ocuparemos otro día.”
Arturo Pérez-Reverte
En esos giros repentinos a los que ya nos tiene acostumbrado, Arturo Pérez-Reverte decidió escribir una obra de 460 páginas, para volcar su imaginación sobre uno de los episodios histórico-políticos más sobresalientes del siglo pasado en tierra americana: la revolución mexicana. Como apunta Carlos Fuentes, en su monumental ensayo, La gran novela latinoamericana, (Alfaguara, México, 2011), la novela mexicana del siglo veinte, estuvo dominada por el acontecimiento más trascendente ocurrido en tierra de los mexicas: la revolución social, política y cultural de 1910-1920. Cuando nadie lo esperaba, Pérez Reverte vuelve a fabular sobre la ruptura política enraizada en esa vasta geografía. Un fogonazo que alumbró el camino de otros pueblos para sacudirse el oprobio.
La incursión del cartaginés rememora el entusiasmo provocado en los confines del mundo, por un puñado de revolucionarios decididos a poner fin al predominio del conservadurismo —el llamado Porfiriato— enquistado en el poder durante tres décadas consecutivas. Sacudirse del yugo de Porfirio Díaz, se había convertido en obsesión. La suya es una recreación literaria que aviva el fuego de la pasión. Revolución, (Alfaguara, México, octubre, 2022), así a secas, sin ningún ornamento literario, nombra Pérez-Reverte al evento histórico que ganó la mente y el corazón de los mexicanos. Tenía como finalidad eliminar una dictadura que pervirtió —a través del gamonalismo exacerbado— el tejido social, político, económico y cultural de la sociedad mexicana.
Con esa tendencia de partir de hechos concretos que rozan su incumbencia, el personaje central de su disquisición histórica —el ingeniero en minas, Martín Garret Ortiz— fue creado a partir de reminiscencias evocadas por su abuelo, quien hablaba en casa de un español metido en los entretelones de la epopeya mexicana. El recuerdo invita al novelista a fantasear a su gusto. Es consciente de sus límites. Sus elucubraciones deben resultar creíbles. El joven Garret Ortiz entra de soslayo en uno de los capítulos más celebrados hasta ahora, en la vida de los mexicanos. No ingresa bajo convencimiento ideológico. La circunstancia que lo induce a unirse a los rebeldes fue fortuita. No tenía ni la más mínima idea en lo que se estaba implicando. ¿Curiosidad? ¿Espíritu aventurero?
Uno de los aspectos más sensibles de su relato, no emerge de una decisión reflexionada. ¡No! Garret Ortiz entra de sopetón en un momento crucial de la refriega revolucionaria: el asalto al banco de Cholula. Atraído por los balazos sale en búsqueda de información. Es el inicio. Expone el pellejo sin aspirar a ninguna recompensa. No tenía la más mínima información de lo que era una revolución. Podría afirmar que entró un poco por curiosidad y también coaccionado. Su experiencia en explosivos sirvió de carta de presentación. Una vez conocido su oficio, fue invitado a unirse a la causa. Era más que necesario. Tal vez este sea el aspecto más inusitado: la incorporación de un hombre en las filas guerrilleras, sin tener el más mínimo interés de involucrarse en la contienda.
Los ortodoxos resentirán que Pérez-Reverte haya creado un personaje, que a riesgo de su vida, participa en una revolución, sin otras credenciales que la de ser funcionario de la mina española “La Norteña”. Un joven de veinticuatro años aterriza en medio de la convulsión histórica sin tener claro el horizonte. Para los intereses de los armados, Garret Ortiz resultaba providencial. El novelista no muestra el mínimo interés por dotarlo de los atributos que definen a un revolucionario en todas sus letras. Evita construir el perfil de un militante hecho a la medida, en los hornos de la factoría revolucionaria. Con el tiempo, Garret Ortiz se percata que participa en un hecho histórico de consecuencias múltiples para los mexicanos. Una sacudida amarga, embebida en sangre.
En el estruendo de los combates y la decisión inapelable de los revolucionarios de continuar adelante, comienza a germinar la idea del triunfo revolucionario. La admiración de Garret Ortiz por las tropas insurgentes, tiende a crecer y expandirse. Más allá de algunas expresiones negativas, cae seducido por el ejemplo que emana de sus filas. La mayoría de los miembros de la guerrilla participa sin otro motivo que disponer en el futuro de un pedazo de tierra. Una finca, unas vaquitas y algunos caballos. ¿Cómo no admirar a quiénes portaban como divisa respetar la vida de sus adversarios? Agredir a las mujeres suponía la pena de muerte, códigos inflexibles a los que ajustaban su conducta los guerrilleros. Garret Ortiz comprueba que actúan con disciplina y convicción.
La cercanía con el mayor Genovevo Garza y demás guerrilleros bajo su mando, catalizaron la conciencia de Garret Ortiz. La amistad surgida al fragor de la guerra y la forma cómo actuaban las mujeres, fue una lección contagiosa. Un imán para sentirse atraído por las filas revolucionarias. Aprendió a admirarlos. A sentir aprecio por quienes acompañaban a sus hombres, junto a sus hijos, en una lucha sin cuartel. Maclovia Ángeles, la mujer de Genovevo, era expresión cabal del grupo de mujeres, que asidas a sus hombres, participan en lo más áspero de los combates. La amistad, más que la política o la ideología, cimenta la relación entre Garret Ortiz y Genovevo Garza. Entre ellos surge una corriente de camaradería, sellada por el aprecio y mutua admiración.
Minería y hacienda fueron eslabones mancomunados para que se diera la expoliación de la riqueza mexicana. Dos instituciones que drenaron sus recursos y la causa por lo que sucumbieron millones de personas. El involucramiento de Garret Ortiz en la toma de Ciudad Juárez, le permitió conocer al presidente Francisco I. Madero y a su hermano Raúl. Los dueños de la compañía minera deseaban aprovechar esta relación, para continuar recibiendo prebendas del nuevo gobierno. No se había apagado el humo de las metrallas, cuando los empresarios ya habían decidido apostar a favor del relevo gubernamental. Una prueba contundente de que las crisis constituyen verdaderas antesalas para que los negociantes de toda la vida, puedan seguir sacando ventaja.
Francisco I. Madero acrisola su prestigio en la honradez, en una causa político- militar que arrastra a millones de personas, convencidas como estaban de la urgencia de salir de Porfirio Díaz. Pérez- Reverte exalta el liderazgo del general Francisco Villa. El Centauro del Norte, sigue siendo objeto de veneración entre buena parte de los mexicanos. Su figura se agranda en el tiempo, igual que la de Emiliano Zapata. Son artífices militares de una revolución que sedujo a millones. Una clarinada en las tinieblas. Solo la claque conservadora los vituperaba, llenaba de lodo y podredumbre. Sus asesinatos fueron fraguados en los aposentos de una clase política deseosa de mantener sus privilegios. Saldaron sus cuentas mandándoles al matadero. El castigo estipulado por su osadía.
Percibimos el trepidar de las bombas, la angustia de los heridos y la resolución de los combatientes. El compromiso de los alzados burla fronteras. Entraron como tromba en el torbellino de la revolución. El tableteo de las ametralladoras martirizaba los oídos. Las conspiraciones y rivalidades anidaban en cada esquina. Las dudas de Madero, sus flaquezas recurrentes y probada honradez, no congeniaban para nada con el ánimo de quienes se sumaron a la revolución, únicamente para disfrutar del almíbar del poder. No lo hicieron para redistribuir la tierra entre el campesinado, menos para abatir la injusticia. Victoriano Huerta, matrero y corrupto, enarboló las banderas de la ignominia y la traición embustera. Continúa ocupando un lugar destacado entre los usurpadores.
Como en los partos anteriores, el novelista español utiliza con gracia el habla mexicana. Deje y expresiones confieren sabor especial a la narración. Este mismo recurso usó en Sidi, Línea de fuego y El italiano, técnica que da prestancia a su disertación. Para degustar cualquier plato, uno debe recurrir a los ingredientes que usan los diversos pueblos para sazonarlos. Entre más apegado permanezca un relato a los giros idiomáticos de un conglomerado humano, gozará de mayor eficacia y solidez. El duro aprendizaje alecciona a Garret Ortiz: “—Ya lo dicen ustedes los mexicanos. Cuanto te toca, ni aunque te quites; y cuando no te toca, ni aunque te pongas”. No es así mí chula. Para que les digo que no, si sí, mis cuates. Vayan haciéndose un campito para degustar Revolución.
Para reafirmar las razones que guiaron a Garret Ortiz a involucrarse en esta gesta, el novelista creo justo rematar con un diálogo. El último tanteo tampoco conduce a aclarar su involucramiento en las acciones militares. Con habitual desfachatez, Pancho Villa cuenta al español, que en innumerables ocasiones preguntó a Genovevo: “—Tú que lo tratas, qué chingados busca ese gachupín. Y él siempre se encogía de hombros… Solo una vez que yo me acuerde, dijo algo. Busca que lo truenen o comprender las cosas… Eso fue lo que me dijo mi compadre”. Los mandos revolucionarios nunca lograron despejar los motivos por los cuales Martín Garret Ortiz se sumó a la reyerta. Esa duda persistente constituye uno de los logros más sobresalientes y reveladores de la condición humana.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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