1 de febrero 2023
“Señor
recibe a esta muchacha conocida en toda la tierra con el
nombre de Marilyn Monroe
aunque ése no era su verdadero nombre
(pero Tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita
violada a los 9 años…)
… su vida fue irreal como un sueño que un psiquiatra interpreta y archiva…
Señor
quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar
y no llamó (y tal vez no era nadie
o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de Los Ángeles)
¡contesta Tú el teléfono!”
Los de arriba son extractos del poema “Oración por Marilyn Monroe” escrito por Ernesto Cardenal, quien lo publicara en 1965, tres años después de la trágica muerte—a causa de una sobredosis de barbitúricos— de esta afamada actriz de la época dorada del cine hollywoodense cuyo verdadero nombre fue Norma Jeane.
Los que ya conocemos el poema y los que lo fueran a leer por primera vez a través del enlace proporcionado allá arriba, se darán cuenta que Cardenal ya nos había anunciado hace casi sesenta años lo que en que en su película “Blonde” (“Rubia”), el director de cine, Andrew Dominique, nos está tratando de anunciar a martillazos: el largometraje de lo que fue la vida de un ser humano— destruido por parte de la industria cinematográfica del Hollywood de los años cincuenta, la prensa y el público que lo aplaudió. “Blonde” es una película dificilísima, para qué les voy a mentir. Y aunque disfruto del cine crítico y “difícil”, decir que he disfrutado de esta producción de Netflix de casi tres horas, basada en la novela de la estadounidense Joyce Carol Oates, “Blonde” (1999), sería una gran mentira.
El que se atreva siquiera a sentarse a mirar los primeros treinta minutos de esta cinta, le deseo toda la suerte del mundo. ¿La razón?: con la ayuda de ciertos recursos estéticos cinematográficos, Andrew finalmente despedaza los mitos que creó el patriarcado hollywoodense alrededor de seis décadas, sobre este personaje ficticio que todos conocemos como “Marilyn Monroe”—. Y digerirlo (para los que logran sobrevivir los 166 minutos que dura la cinta), no es bonito. Lejos de la idea de la mujer bella, glamurosa y feliz que Hollywood empaquetó y vendió como “símbolo sexual”, Andrew nos retrata a una mujer-espejo, increíblemente frágil (posiblemente bipolar), que parece que va a quebrarse en mil pedazos con el menor tacto. Y todo parece remontarse al abandono que sufrió por parte de sus padres siendo una niña (su padre desapareció de la noche a la mañana y la madre fue internada en un hospital psiquiátrico debido a la esquizofrenia que le habían diagnosticado).
Luego a los 9 años sería violada en el mismo orfanato donde fue a parar. Y para el colmo de los colmos, Hollywood la recoge en su regazo, pero con la condición de que se pinte el cabello de rubio, se cambie el nombre y que sólo protagonice cintas estúpidas en donde tiene que decir, para deleite de los productores y del público, frases humillantes como estas que vocifera en la película de 1955 “La comezón del séptimo año”: ¿sabes lo que hago cuando hace un calor así? Pongo mis calzones en la nevera”. “Creo que es elegante tener imaginación. Pero yo no tengo imaginación en absoluto. Tengo muchas otras cosas, pero no tengo imaginación”.
El filme de Andrews retrata un poco de esto, y más. Cosas que para algunos críticos, es pura ficción, y por tanto, carece de validez. Aquí me refiero a las escenas en donde Norma Jeane es presuntamente traficada por agentes de seguridad del presidente John F. Kennedy (se darán cuenta que este fue un señor muy sucio) para darle sexo oral. Si esto ocurrió o no, eso nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que cuando John F. Kennedy se aburrió de Norma, se la pasó a su hermano, Bobby Kennedy que por entonces fungía como Fiscal General en el Departamento de Justicia de los Estados Unidos.
Para retratar todo ese dolor interno que sufrió Jeane debido a la horrenda niñez que le tocó vivir, además de la forma en que fue usada por la industria cinematográfica, los hermanos Kennedy, el desprecio, humillación y violencia doméstica que sufrió por parte de su segundo marido, el jugador de los Yankees, Joe DiMaggio (la llamó “puta”), su fallido matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller y un interminable etcétera de sufrimientos, Andrew, como el artista que es, recurre a recursos artísticos para poder plasmar su visión sobre el objetivo de esta su última obra: Norma Jeane. Siendo el cine un arte visual, los cineastas se preguntaron: ¿Cómo trasladar el dolor de un ser humano a una pantalla? La respuesta fue sencilla: llorar.
Pero los cineastas que viven en estos tiempos en donde reina la indiferencia hacia el dolor del otro, el creador tiene la tarea aún más difícil porque resulta que llorar en una pantalla ya no es suficiente para trasmitir dolor. ¿Cuántas lágrimas de cocodrilo no ha presenciado la teleaudiencia de estos tiempos en esos programas de televisión vulgares de la “telerrealidad”? Si lo que a un/una cineasta le interesa es que su público se meta en los zapatos de sus personajes, y más si se trata de un personaje tan sufrido como el que nos ocupa aquí, este verdaderamente se las tiene que jugar todas. Por eso me parece tonto que los críticos le sigan dedicando tanto tiempo a la “veracidad de los hechos” de “Blonde” cuando el tema principal de la cinta es la carnecería que se hizo con esta pobre mujer que lejos de ser una mujer sin imaginación, tenía una sensibilidad enorme en la actuación. La protagonista del filme, Ana de Armas, lo transmite de una forma bella, pero a la vez perturbadora. De ahí que aplauda la nominación al Oscar que ha recibido como mejor actriz. Ojalá gane. Se lo merece.
En cambio, no aplaudo el que se siga perpetuando la sexualización de Norma Jeane como lo ha hecho EL PAIS hace un par de meses en un artículo que publicó sobre un viaje que la actriz hiciera a México cinco meses antes de su muerte. En el artículo (por razones obvias no incluyo el enlace), se cita a un fotógrafo (hoy es ya es casi un nonagenario) que tuvo la “astucia” de tomarle una foto a Norma en una conferencia de prensa en Ciudad de México de ese mismo viaje mientras descruzaba las piernas dejando su sexo al descubierto. Fotografías como esas, en la era del movimiento “Me Too” (Gracias, señor, porque finalmente las mujeres de la industria cinematográfica despertaron y pusieron en el banquillo a todos esos señores sucios), no se deberían publicar jamás de esta mujer que murió con un teléfono en la mano pidiendo ayuda, auxilio, que alguien se apiadara de ella y de la inmensa soledad a la que condenaron.
*La autora es colaboradora con la revista HISPANORAMA.