19 de enero 2023
Vivimos inmersos en una sobreabundancia de buena y mala información. El volumen de ambas, pero sobre todo de la segunda, genera incertidumbre y confusión. Y tales estados pueden llevarnos a tres tipos de reacciones: esforzarnos deliberadamente por conocer y entender los ámbitos de realidad que consideramos importantes; renunciar a hacerlo, desconectarnos de lo que ocurre a nuestro alrededor y encerrarnos en la vida personal; caer en la trampa de las explicaciones reduccionistas, simplistas y distorsionadoras.
Cuando esto último ocurre, somos presas propicias para la desinformación. Lo peor es que, quizá, ni siquiera nos demos cuenta de ello, porque a menudo caemos en sus redes a partir de impulsos, percepciones o prejuicios personales de los que no somos conscientes.
La desinformación es un fenómeno de muy vieja data. Sin embargo, se ha acelerado en los últimos años —en Costa Rica, meses— de la mano de factores sociopolíticos; coyunturas impactantes, como la pandemia y los desastres naturales; agentes deliberados; y la explosión de las redes sociales.
Por razones profesionales, me he dedicado a estudiarla. De allí salió, hace un año, mi libro Realidades embusteras (de acceso libre en el sitio web de la Academia de Centroamérica); de allí también estos diez apuntes muy concretos, que espero contribuyan a lidiar con ella.
1. La desinformación es peor que la mentira. En ese esencia mentir es ocultar o negar la verdad. Desinformar es algo peor: el intento de generar realidades ficticias o embusteras para incidir intencionalmente en las decisiones o percepciones de otros. Su propósito final es capturar o secuestrar la discusión pública abierta. Esto la convierte en un recurso de poder.
2. Activa varios hilos. Mentir forma parte de ellos, claro, pero hay muchos más: fabricar acciones, relatos o conspiraciones inexistentes; abrumar, desbordar y generar confusión sobre hechos datos o situaciones; estimular desconfianza entre la gente y hacia fuentes de autoridad reconocida; hostigar, acallar o deslustrar a quienes se identifican como adversarios.
3. Deteriora los procesos democráticos. La buena información es necesaria en democracia, cuando menos, en dos sentidos: como insumo para conocer, debatir, valorar, disentir y decidir, y como vía para explicar, relatar, conocer y convencer sobre las decisiones. Su calidad, credibilidad, fidelidad, relevancia y fluidez facilitan ambas dinámicas; su distorsión, confusión o manipulación las degradan. Por esto, la desinformación es un ejercicio antidemocrático.
4. Tiene carácter sistémico. es solo resultado de las plataformas digitales, las redes sociales y su manipulación. Estas han sido poderosas optimizadoras contemporáneas de la desinformación. Pero otros factores son determinantes, entre ellos, los procesos de erosión y falta de transparencia institucional, el desencanto con la democracia, las coyunturas de alto impacto que generan incertidumbre, el descrédito de los actores políticos, económicos y sociales, y el debilitamiento de los medios de comunicación con estándares éticos y profesionales.
5. La intencionalidad es clave. Si no existieran agentes que manipulan los factores determinantes de la desinformación para capturar el debate público, esta no tendría relevancia política o social. Se quedaría en impulsos o acciones individuales o aisladas. El problema es (en presente nacional) que esos actores existen, están activos y se valen de instrumentos múltiples, que a menudo trascienden la comunicación.
6. Su repertorio es abundante. Entre los instrumentos más usados por los desinformadores están inventar enemigos y atribuirles propósitos perversos, generar polarización, presentar como medios de comunicación plataformas de propaganda, activar linchamientos digitales, utilizar lenguaje de odio, traspasar umbrales de respeto y pudor, crear —e instrumentalizar— chats, páginas o grupos en las plataformas digitales. También, por supuesto, activar troles.
7. Hay muchos tipos de troles. Aquellos que actúan en solitario y por voluntad propia son molestos, pero no peligrosos. El problema es cuando reciben paga, borran su verdadera identidad y se ponen al servicio de causas que, por inconfesables, se esconden tras personalidades falsas —incluso algoritmos automatizados— y, además, son piezas de tramas que usan otros recursos o herramientas para distorsionar el ecosistema de comunicación social.
8. También existen muchos tipos de redes. Identifico cuatro esenciales. Dos tienen un carácter público: los sitios web con control interno y las plataformas web abiertas, como Facebook, Instagram, Twitter o TikTok. La relativa ventaja es que sabemos qué y quiénes publican en ellas, y existen posibilidades de que moderen sus contenidos. Los páginas o grupos que se crean en esas plataformas son privados, pero con alguna permeabilidad. En cambio, los servicios de mensajería, como WhatsApp, Messenger o Telegram, tienen carácter totalmente cerrado. Son la cañería —o cloaca— oculta de las redes. Por esto, no solo se prestan para la peor desinformación, sino también para estimular directamente la violencia. Brasil es un ejemplo.
9. Existen formas de contrarrestarla. En lo sistémico: reforzar los anclajes democráticos y la cohesión social, fortalecer la legitimidad y la transparencia institucionales, mejorar la educación en general, impulsar la alfabetización mediática, fortalecer a las organizaciones y el quehacer periodístico profesional, activar sitios para la verificación informativa, exigir transparencia a las plataformas digitales y el uso de sus algoritmos. Cuando las autoridades públicas desdeñan o boicotean estos intentos, la sociedad civil está en el deber de impulsarlos.
10. Debemos activas las acciones individuales. El repertorio de lo personal es enorme, pero menciono algunas opciones de fácil aplicación para evitar que la desinformación se extienda: borrar y bloquear toda cuenta que huela a trol, no seguir cuentas o sitios si no conocemos su procedencia y naturaleza, ignorar el hostigamiento mediático y a quienes lo ejercen, no dejar el campo abierto a los desinformadores y participar en las redes con mensajes oportunos, respetuosos y racionales; no reproducir mensajes sin verificar, por lo menos, la veracidad de su fuente original, participar solo en chats ajenos a los rumores y noticias falsas, evitar encerrarnos en “tribus” emotivas o cognitivas y, en su lugar, diversificar nuestros contactos, tanto virtuales como reales.
En resumen. Al igual que el deterioro ambiental, la desinformación obedece, esencialmente, a una serie de factores estructurales que escapan a nuestro control individual. Sin embargo, es mucho lo que podemos y debemos hacer para frenarla, si coincidimos en que deteriora la calidad de la democracia y la convivencia humana. Entenderla es un primer paso, pero de allí debemos pasar, al menos, a acciones mínimas de nuestra parte.
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Publicado originalmente en La Nación de Costa Rica