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Managua en nuestra memoria

Guillermo Rothschuh Villanueva

11 de diciembre 2022

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Cuando estés sentado ahí en tu mesa
donde abundará vino y caviar
piensa que en la cárcel hay hermanos
que por ti luchando están.
Ellos no tendrán este diciembre
ni relleno ni champán
pero brindarán desde sus celdas
con la copa de su ideal.
Carlos Mejía Godoy-

Todos guardamos nuestro propio recuerdo del terremoto que tumbó a Managua, la madrugada del 23 de diciembre de 1972. Un recuerdo trágico, lleno de tristeza. Insoportable y doloroso. El país venía de celebrar el Mundial Nica 72. Carlos García, el mejor dirigente deportivo de Nicaragua hasta el día de hoy, realizó la proeza. Escuelas, colegios y universidades suspendieron clases. Una pausa en el calendario, para que todos pudiéramos sumarnos a la fiesta del béisbol. Los exámenes de finales de curso fueron pospuestos en la Universidad Centroamericana (UCA). ¿Cómo olvidarlo? La tarde del 22 de diciembre tendríamos que vernos las caras con Gonzalo Solórzano Belli. La prueba estaba planificada para las tres de la tarde. Chalo nos impartía derecho mercantil.

Enamoradizo al fin, tenía programada una cita con Claudia, a las cuatro de la tarde. Pasaría recogiéndola por su casa en Las Colinas. Había conseguido prestado el jeep de Gustavo Tablada, con el compromiso de llevárselo a más tardar a las siete de la noche. Mientras yo desesperaba, Chalo se apareció hasta las seis de la tarde, fresco y relajado. Cursaba cuarto año de derecho. Estábamos mal dispuestos. Sentimos que era una burla para nosotros aparecerse hasta esa hora. Como llevaba buenas notas decidí realizar el examen lo más rápido posible. Sentía apremio por estar con Claudia, una potranca de caderas rotundas, pómulos redondos, mirada enternecedora y andar en celo. Sus bluyines resaltaban su belleza. Periódicos, radios y televisoras, presagiaban la tragedia.

Para muchos el anuncio del Ing. Carlos Santos Berroterán, dando por un hecho el sismo, pareció inaceptable. Muy pocas personas dieron pábulo a su disertación científica. Era imposible que alguien pudiera predecir semejante calamidad. Ni siquiera los especialistas en Estados Unidos se habían atrevido a tanto. Eso que tienen que vivir expectantes por la falla de San Andrés, frente a las costas de California. El ambiente que se vivía en Nicaragua era festivo. Dispuesto a acelerar el tiempo, respondí el examen con la velocidad del rayo, rozando las 7 p.m. salí en busca de la dama de mis obsesiones. Previsora como toda madre, doña Ena nos pidió que no saliéramos de las fronteras de Las Colinas. Pasadas las 10 p. m. estábamos juntos cuando sentimos el primer trallazo.

II


Dos acontecimientos cruciales ocurrieron en mi vida durante diciembre 72. Pedro Joaquín Chamorro Cardenal me pidió ingresar a La Prensa y la forma cómo respondí a Edgar Tijerino Mantilla, cuando me señaló a Ida García del Solar, con la intención de presentármela. Vámonos, no perdamos tiempo, le dije esa noche durante uno de los juegos del campeonato mundial de béisbol amateur. Ni siquiera supe quiénes jugaban. Cosas de la vida, mi paso por La Prensa influyó para que estudiara, una vez graduado en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UCA, sociología de la comunicación. Jamás hubiera imaginado que dos años después, me sentiría atraído la belleza de Idita y que me desposaría con ella en abril de 1975. Edgar fue nuestro padrino de bodas.

Edición La Prensa del 23 de diciembre de 1972, no circuló ese día por el terremoto.

Los estudiantes del Movimiento Cristiano Revolucionario (MCR), conscientes de lo mal que la estaban pasando los presos políticos en las ergástulas somocistas, se habían tomado la catedral de Managua para realizar un ayuno ecuménico. La consigna que enarbolaban era por una Navidad sin presos políticos. Entre los detenidos estaba el comandante Daniel Ortega y varios miembros que formarían parte después de su círculo de colaboradores más cercanos. Al frente de los estudiantes cristianos estaban los sacerdotes católicos Fernando Cardenal y Edgard Parrales, así como el pastor bautista, José Miguel Torres. Parrales, hoy detenido, junto a docenas de personas, era mi compañero de banca en la UCA. Con estoicismo ha afrontado las consecuencias de su posición política.

Como a las 11.30 p.m. regresé el jeep a Gustavo, estaba resentido. Lo encontré en la acera de su casa echándose tragos con sus compañeros de estudios en la URSS. Estaban alegres celebrando la proximidad navideña. No te voy a ir a dejar, fueron sus únicas palabras. Solo tuve que caminar sesenta varas hacia el lago para tomar un taxi. Dos días antes había recibido la paga de La Prensa y me había ganado C$1500.00 en una demanda que introduje en contra de la Empresa Nacional de Luz y Fuerza (Enaluf). El viernes había estado presente junto con mi padre y mi hermano Jorge Eliécer, en el homenaje nacional tributado a Pablo Antonio Cuadra, en el antiguo Hotel Continental. Con Claudia convenimos vernos al día siguiente. Donde residía todos despiertos y con mucho miedo.

III

Jorge Eliécer viajó la noche del 22 a Juigalpa, aprovechando un aventón de Roberto Barillas, su compañero de estudios de Medicina Veterinaria. Cuando me dirigía a mi cuarto, hice guasa y expresé en voz alta: “Ahora a esperar el trancazo”. Arreglé mi valija y dejé fuera únicamente un blue jean, una camiseta y mi calzoneta. Apenas puse mi cabeza, sentí de pronto que Poseidón se revolcaba furioso. Al estirar la mano para encender la luz, me percaté que mi cama había salido disparada y las puertas del closet habían caído sobre la cama de Jorge Eliécer, me vestí con rapidez y salí corriendo hacia el porche. Como los cables de alta tensión pasaban frente a la casa de Teresita y don Max, dije a todos que no nos moviéramos del porche. Cuanto disparate. No había energía eléctrica.

A los cinco minutos escuché el silbido de mi padre, estaba frente a mí, en calzoncillos. Los estragos en la casa de mi tía Sabás eran severos. Todo el vecindario salió presuroso a ubicarse en el predio vacío donde jugábamos futbol. Decenas de personas comenzaron a llegar a pie, otros en sus carros. El terror en sus caras indicaba que vivían momentos de angustia. Las llamas alcanzaban a verse. Como la sangre no paraba hice un torniquete a mi padre en su mano derecha. La gente defecaba sin asomo de vergüenza. ¡Nada comparado con lo que acababan de vivir! La tierra seguía meciéndose. Las réplicas se sucedían unas a otras. El miedo seguía latente. No se disipaba. En minutos la manzana vacía ubicada en el reparto Largaespada estaba repleta. Todo era llanto y aflicción.

Para que mi padre pudiera vestirse hice varias incursiones dentro de la casa de mi tía Sabás. El suelo de la sala y el pasadizo estaban llenos de vidrios. El frío hería la piel. Todos comentaban la magnitud de lo ocurrido. Cuando estábamos en el porche de la casa de Teresita y don Max, vimos caer en pedazos la casa esquinera. Suerte que la suya resistió la arremetida. La casa del Ing. Agustín Chang también se sostuvo. El diario La Prensa del 23 de diciembre quedó impreso. Imposible que pudiera circular. El hecho telúrico ratificó que Managua era Nicaragua. Todos los poderes del Estado, las principales industrias y comercios, quedaban en la capital. Las personas con familias en los diferentes departamentos del país, salieron en busca de albergue. El éxodo era masivo.

IV

Los habitantes de los barrios periféricos no mudaron de sitio. Mientras el dolor partía las entrañas, millares de personas se dedicaban al saqueo. Todavía tres días después, cuando regresé a traer los enseres de mi padre, en compañía de mi amigo Róger Suárez, la robadera no paraba. Desde distintos puntos de las calles adyacentes a la carretera norte, bajaban cargados con colchones, refrigeradoras, televisores, radios, pailas, mesas, sillas, etc. La hemorragia era incontenible. La pobretería logró hacerse de lo inimaginable. El recuento de muertos no cesaba. El centro de la capital cedió a la embestida. Las dos estaciones de bomberos quedaron sepultadas entre los escombros. Las cisternas que llegaban a aplacar los incendios provenían de los departamentos vecinos.

Para tener una visión aproximada sobre lo ocurrido esa noche, resulta imprescindible asomarnos a las páginas del libro, Terremoto 72: elites y pueblo, escrito por el doctor Francisco Laínez. Especialmente para conocer los abusos cometidos por el director del Comité de Emergencia Nacional, general de división, Anastasio Somoza Debayle. Aprovechó la desgracia para demostrar que él era quien mandaba en Nicaragua. El triunvirato que urdió antes de regresar al poder en 1974, era simplemente decorativo. Pienso que en este cincuenta aniversario, debemos releer: Oráculo sobre Managua, de Ernesto Cardenal; Richter 5, la novela de Pedro J. Chamorro Cardenal, y escuchar en la voz de Fabio Gadea Mantilla, Réquiem a una ciudad muerta, de Pedro Rafael Gutiérrez.

Después de cincuenta años todavía nadie está seguro sobre el número de fallecidos. Ni las autoridades ni las personas que perdieron a varios de sus familiares, terminaron poniéndose de acuerdo. Muchos cuerpos jamás fueron encontrados. Hay quienes abultan las cifras. Otros más conservadores hablan de diez mil. Managua tenía entonces un poco más de cuatrocientos mil habitantes. A las siete de la mañana, mi padre y yo, partimos rumbo a Juigalpa en un taxi. Muchos taxistas no dejaron de operar. Al pasar frente a la Mansión de Luis Somoza, tomé conciencia de la tragedia. Como parte de la falla de Tiscapa, la calle estaba partida en dos. En la cuartería hacia el norte del negocio de Papum, gente consternada apilaba ristras de cadáveres. Una escena dolorosa.

V

Sorteando escombros pudimos arrimar a la terminal de la Cotran, ubicada en el costado este de la Compañía Cervecera Nacional. Pedí al chofer de un microbús que hiciéramos viaje. Me dijo que su hora de salida era a las 2 p.m. No tenía ni la mínima idea de lo ocurrido. Tuve que explicarle varias veces que Managua estaba de rodillas, igual hicieron pasajeros que huían de la desdicha. Ante mi oferta de trescientos córdobas de aquel entonces, decidió enrumbar hacia Juigalpa. Las llamas todavía reverberaban. Al oeste de la ciudad, las columnas de humos subían hasta los cielos. Muchísimas casas de taquezal cedieron. El epicentro fue en lago Xolotlán, dos kilómetros hacia dentro de la planta eléctrica Managua, las casitas que quedaban a orillas del lago no cedieron al revolcón.

La crónica más incisiva sobre el infortunio, se debe a la pluma de Horacio Ruiz: Un ensayo del juicio final y el titular que la antecedía, En treinta segundos solo Hiroshima y Managua, a Danilo Aguirre Solís. Apareció el 1 de marzo de 1973, ese día La Prensa estuvo de regreso, después de sucumbir entre los escombros. Managua no se recuperó de la embestida. Sigue siendo una ciudad descentrada. Si hubiésemos hecho caso al poeta Pablo Antonio Cuadra, en las recomendaciones que formuló al arquitecto Eduardo Chamorro Coronel, la capital sería otra. Pusieron oídos sordos a los expertos acerca de la necesidad de reconstruir la capital en otro lugar. Los políticos dejaron que el tiempo corriera para que la desmemoria hiciera mella nuevamente en nuestra conciencia.

La Prensa el día de su reaparición, el 1 de marzo de 1973, Día Nacional del Periodista en Nicaragua.

Los managuas continúan idealizando a su ciudad, yo me muestro muy crítico con el caos imperante en Juigalpa. Mi padre repetía una y otra vez: Amor no quita conocimiento”. Ese cariño extremo nosotros lo heredamos. Nos obliga poner polo a tierra. La estrechez de las calles de Managua ratifica que no era como muchos la pintan. Los viejos hablan de una ciudad lejana en sus descripciones, a la ciudad que yo me esmeré en conocer. Puede en ellos más la añoranza. Para estos días el mito seguirá acrecentándose. Es inevitable. Todos nos identificamos con las ciudades donde nuestros mayores nacieron, crecieron y murieron. Sobre todo, si nos enseñaron a quererlas. Managua no podría ser la excepción. A buena parte de sus estudiosos se los ha venido comiendo la nostalgia.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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