26 de noviembre 2022
Razones no le faltaban a Elon Musk para sentirse tan insatisfecho que pagó 44 000 millones de dólares por la compra de Twitter. Fue pionero de los pagos en línea, revolucionó la industria automotriz y la espacial; hizo experimentos con ambiciosas interfaces cerebro‑computadora. Sus hazañas de tecnología avanzada lo convirtieron en el emprendedor más rico del mundo. Pero ni sus logros ni su riqueza le daban acceso a la nueva clase gobernante formada por quienes gozan de los poderes que confiere el capital basado en la nube. Twitter ofrece a Musk una oportunidad de remediarlo.
Desde los albores del capitalismo, el poder deriva de la posesión de bienes de capital: máquinas de vapor, hornos de Bessemer, robots industriales, etcétera. Hoy, es el capital basado en la nube, o capital‑nube para abreviar, lo que confiere a sus poseedores acceso a poderes antes inimaginables.
Tomemos el caso de Amazon, con su red de software, hardware y almacenes de datos; y con su dispositivo Alexa, una interfaz directa con la gente en la intimidad de sus hogares. Es un sistema basado en la nube, con capacidad para sondear nuestras emociones más allá de lo que haya podido cualquier publicista del pasado. Nos ofrece experiencias personalizadas, que usan nuestros sesgos para inducir respuestas, a las que a su vez responde; luego nosotros volvemos a responder, y al hacerlo entrenamos los algoritmos de aprendizaje por refuerzo, que activan otra oleada de respuestas.
A diferencia del capital analógico o físico a la vieja usanza, que es un medio producido para la fabricación de cosas deseadas por los consumidores, el capital‑nube actúa como un medio producido para la modificación de nuestra ciberconducta según los intereses de sus propietarios. Un único algoritmo que se ejecuta en un único laberinto de granjas de servidores, cables de fibra óptica y torres de telefonía móvil realiza una multiplicidad de milagros simultáneos.
El primer milagro del capital‑nube es conseguir que trabajemos gratis para renovarlo y hacerlo más productivo, con cada texto, reseña, foto o video que creamos y subimos a la red mediante sus interfaces. Así el capital‑nube ha convertido a cientos de millones de personas en siervos de la nube: productores no remunerados, que cultivan las parcelas digitales de los señores, creyendo, como los campesinos bajo el feudalismo, que esa labor (crear y compartir fotos y opiniones) es parte de su personalidad.
El segundo milagro es la capacidad del capital‑nube para vendernos aquello que nos enseña a desear. Para un ojo no entrenado, Amazon, Alibaba y sus muchos imitadores en todo el mundo pueden parecer mercados monopólicos; pero en realidad no son mercados, ni siquiera mercados digitales hipercapitalistas. Incluso allí donde un mercado está dominado por una sola empresa o persona, la gente puede interactuar con un grado razonable de libertad. Por el contrario, cuando uno entra a una plataforma como Amazon, el algoritmo lo aísla de los demás compradores y sólo le entrega la información que los dueños quieren que tenga.
Los compradores no pueden comunicarse, formar asociaciones ni organizarse en modo alguno para obligar al vendedor a reducir el precio o mejorar la calidad. Los vendedores también ingresan a una relación excluyente con el algoritmo, y deben pagar a su propietario para completar cada transacción. Todo lo intermedia no la desinteresada mano invisible del mercado, sino un algoritmo invisible que trabaja para una sola persona, o para una sola empresa, en lo que en esencia es un feudo en la nube.
Tal vez Musk fuera el único tecnoseñor que venía observando impotente, desde un costado, la marcha triunfal de este nuevo tecnofeudalismo. Su empresa de autos Tesla usa hábilmente la nube para convertir sus autos en una red digital que genera macrodatos y vincula a los conductores con los sistemas de Musk. Al tiempo que SpaceX, inundando la periferia del planeta con su bandada de satélites de baja altura, hace un aporte nada menor al desarrollo del capital‑nube de otros magnates.
¿Y Musk? Para frustración del enfant terrible del mundo empresarial, le faltaba una vía de acceso a las inmensas recompensas que puede ofrecer el capital‑nube. Pero ahora puede que Twitter sea esa puerta que no tenía.
Inmediatamente después de adueñarse de la empresa y proclamarse su tuitero en jefe, Musk afirmó su compromiso con asegurar que Twitter siga siendo un «ágora» en la que no hay nada que no pueda discutirse. Fue una táctica inteligente, que consiguió desviar la atención pública hacia un debate global interminable respecto de si está bien que el mundo le confíe su principal foro de mensajes abreviados a un magnate con antecedentes de no tenerle mucho respeto a la verdad en ese mismo foro.
Los comentaristas liberales protestan contra la rehabilitación de Donald Trump. La izquierda se estremece ante el ascenso de una versión tecnologizada de Rupert Murdoch. Gente decente de cualquier ideología deplora el maltrato a los empleados de Twitter. ¿Y Musk? Al parecer no pierde de vista el objetivo: en un tuit muy revelador, confesó su ambición de convertir a Twitter en una «aplicación universal».
Según mi definición, una «aplicación universal» es una vía de acceso al capital‑nube, que permite a su propietario modificar la conducta de los consumidores, extraer trabajo gratuito de los usuarios devenidos siervos de la nube y (sobre todo) cobrar a los vendedores una suerte de alquiler de la nube a cambio de vender sus mercancías. Hasta ahora, Musk no tenía nada que pudiera convertirse en «aplicación universal», ni modo de crear una desde cero.
Porque mientras estaba atareado buscando el modo de promocionar autos eléctricos de producción en masa y lucrar con la conquista del espacio exterior, Amazon, Google, Alibaba, Facebook y WeChat (de Tencent) se aseguraban el dominio de las plataformas e interfaces con potencial de convertirse en «aplicación universal». (Y de esas interfaces, sólo había una en venta.)
El desafío para Musk ahora es mejorar el capital‑nube de Twitter y conectarlo con la red de macrodatos de sus otras empresas, sin dejar de enriquecerla con la información reunida por los autos Tesla que surcan las rutas de la Tierra y los incontables satélites que surcan sus cielos. Suponiendo que pueda calmar los nervios de los empleados que aún siguen en Twitter, la próxima tarea para Musk será limpiar la red de bots y trolls, para que el Nuevo Twitter sepa (y posea) las identidades de sus usuarios.
En una carta a los anunciantes, Musk señaló acertadamente que publicidad no pertinente es spam y publicidad pertinente es contenido. En tiempos tecnofeudales, quiere decir que los mensajes que no pueden modificar conductas son spam; mientras que los que influyen en lo que piensa y hace la gente son el único contenido que importa: poder real.
Como feudo privado, Twitter jamás podrá ser el ágora del mundo. Pero nunca se trató de eso. Lo único que importaba era que le diera a su nuevo dueño un lugar asegurado en la nueva clase tecnofeudal gobernante.
*Artículo publicado originalmente enProject Syndicate.