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Las huellas de una familia

No alcanzo a saber cuánto deben a la niña Estelvina, los estudiantes que hospedaron en su casa. No tengo dudas que la recordarán con afecto

Las profesoras Estelvina Lanzas, Margarita Aguilar, delegada municipal del MED y María Teresa Hurtado

Guillermo Rothschuh Villanueva

30 de octubre 2022

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A Estelvina Lanzas Villanueva,
maestra y ciudadana ejemplar.

I

Muchas personas hemos recibido la influencia beneficiosa de familias que ejercieron su magisterio en nuestras vidas. Su impronta quedó grabada en nuestra manera de ser o conducirnos. Un influjo muchas veces proveniente fuera de las aulas de clase. Con su sabiduría marcaron nuestro futuro. Sus gestos, hechos y realizaciones, nos sirvieron de inspiración. Nos enseñaron a alzar la mirada para divisar bien el horizonte. Entre ese apretado número de personas se cuentan profesores que nos impartieron clase de manera informal. Con sus enseñanzas y ejemplo guiaron nuestros pasos, empezábamos a caminar a tientas en búsqueda de alcanzar nuestros sueños. Se esmeraron para que fuésemos ciudadanos útiles a la comunidad y dignos hijos de nuestros padres. Ese era su norte.

Dueños de una sensibilidad especial, su legado trasciende en el tiempo, su visión se extendía más allá de los linderos de la escuela. Ajenas a todo egoísmo, querían que nos interesáramos por el destino de nuestra ciudad. Sentían apremio por moldear nuestro carácter, despojándolo de rasgos oportunistas. Sus enseñanzas nunca se redujeron al aprendizaje de las primeras letras, nos forjaron para que sintiéramos en carne propia, el martirio y desesperanza de los otros. Sus lecturas se habían asomado a las páginas de grandes preceptores. Aspiraban a que aceptáramos sus premisas como homenaje a quienes habían hecho suyo el dolor y sentimiento ajenos. El futuro de la humanidad no debería sernos indiferente. Deberíamos asumir estos principios como credo insobornable.

Citas recurrentes de ciertos filósofos, eran convertidas en el pan nuestro de todos los días. Algunas las repetían tanto que con el paso de los años las recuerdo como un decálogo laico. Letanías que pasábamos a integrar en nuestro acervo cívico. Perlas que dejaban caer sobre nosotros, con la intención de que fructificarán en nuestro espíritu. Una de las sentencias que más me impactó, fue el proverbio latino de Publio Terencio Africano. “Soy un hombre, nada humano me es ajeno”. La niña Estelvina Lanzas Villanueva la citaba a cada momento. Se adhirió a mi piel como un mantra sagrado. Terminé memorizándola. Tenía nueve años cuando se la escuché por vez primera. La siguió recitando de manera parecida a la forma que hacía sus rezos cotidianos mi tía Paulina Villanueva, su progenitora.

La educadora Estelvina Lanzas y la profesora Margarita Aguilar


Mi madre me enviaba religiosamente a su casa para que me ayudara a estudiar y revisar las tareas que me dejaban en clase. El peregrinaje comenzó desde que la familia Lanzas Villanueva se estableció en casa de Rolando Arosteguí, esquina opuesta a la venta de doña Chepita Leal. En un bulto de cuero crudo metía lápices, libros y cuadernos. Mi dejadez era única. El tiempo se alargaba indefinidamente, solo podía regresar, una vez que tomara y aprobara la lección. Sentía que el tiempo se detenía. La niña Estelvina heredó el gusto por el magisterio de su madre. Mi tía Paulina tenía una escuelita de párvulos, migraba de lugar cada vez que cambiaban de casa. Sus alumnos no pasaban de cinco. Sus edades oscilaban entre cuatro y cinco años. Educación personalizada.

En Juigalpa, con apenas diez mil habitantes, las familias convertían el aprendizaje de hijas e hijos en una exigencia inaplazable. Los buenos maestros eran objeto de culto. Sus nombres andaban de boca en boca. Se peleaban para que fuesen sus profesores. Una fama bien ganada. La mayoría de docentes en las escuelas de primaria eran mujeres. Muy pocos hombres impartían clases. Eran firmes creyentes que la letra entraba con sangre. Los jalones de orejas y los reglazos formaban parte del proceso educativo. Los padres de familia estaban claros que si nos castigaban era porque lo merecíamos. Un día mi hermano Vladimir se quejó ante mi madre, que mi tía Leopoldina le había jalado las orejas. Su protesta no surtió efecto, por algo lo hizo, no tengo dudas, le respondió.

II

Cuando se inauguró el Centro Escolar Pablo Hurtado (1959), quinto y sexto grado estaban reservados para las profesoras Estelvina Lanzas Villanueva, Leda Montiel, Norma Barea y Rosa María Gadea. Las asignaciones y cargas académicas se basaban en sus ejecutorias como docentes. La niña Estelvina era una maestra distinguida. Entregada por entero a impartir el pan del saber, dueña de exposiciones claras e inclinada a hacer chanza de nuestros desatinos. Un humor dulce, terminaba por ganarnos. La veíamos con respeto. Para mí tenía reservadas sus clases en casa. Su entusiasmo y pasión eran sorprendentes. Sentía goce al transmitir sus conocimientos. Su autoridad traspasaba las fronteras de su centro de enseñanza. Igual ocurría con Ledita, Norma y Rosa María.

Mi siguiente peregrinaje fue seguirles hasta su nuevo hogar, alquilaron casa junto a don Salvador Moncada. Mi ritual comenzaba al final de la tarde. Para entonces el rio y las calles de Juigalpa, me ganaban. Dentro de mis preferencias, en una escala de cero a diez, los estudios alcanzaban seis. A las maestras lo único que les interesaba era que cambiáramos de actitud. Moldear a sus alumnos, era su más sagrado deber. Asumían el desafío como una cuestión personal. El compromiso de la niña Estelvina iba más allá de la paga recibida. Admiro su grandísima paciencia. Nunca desmayó. Su manera de proceder era un sentimiento compartido entre las educadoras chontaleñas. ¿Eran formadas para congeniar con la conducta enrevesada de sus estudiantes? Eso pienso.

Después pasaron a alquilar la parte sur de la casa del diputado Bemildo Díaz. Con la finalidad de mejorar su situación económica, ya habían comenzado a aceptar como huéspedes a estudiantes provenientes de distintas partes de Chontales. Mi tía Paulina tenía entonces dos alumnos a quienes recuerdo por modosos. Moncho y Eddy Díaz Chacón. Los hijos de Adilia y San Juan, llegaban vestidos de la misma forma. Sentado uno a orillas del otro, con paciencia franciscana, mi tía Paulina les enseñaba el abecedario, a sumar y cancanear en voz alta sus primeras lecturas. Creo que yo invertía más tiempo viendo sus apuros, que entregado a mis deberes. Sabía que mi regreso a casa dependía de que supiera la lección y hubiese concluido las tareas del día siguiente.

Iris Leiva, Estelvina y Cristián Ortega Lanzas

Los padres de familia escogían a mi tía Paulina, conscientes como estaban, que los dejaban en buenas manos. Desde el momento que eran recibidos, ellas asumían la responsabilidad de cuidarlos e inducirlos al estudio. La persistencia y sistematicidad con que la niña Estelvina se entregaba a su labor era ejemplar. En casa mi padre no se cansaba de repetirme: “Sin disciplina hasta el mejor talento se pierde”. Una lección con la que comulgo hasta el día de hoy. Ella irradiaba su apostolado, volcaba su energía para imprimir un rumbo cierto en nuestra conducta. Después de mi madre, creo que la niña Etelvina fue quien invirtió más tiempo, durante mi adolescencia, en enderezar mi rumbo. Mi deuda con ella es imperecedera. Su imagen continúa gravitando en mis recuerdos.

No alcanzo a saber cuánto deben a la niña Estelvina, los estudiantes que hospedaron en su casa. No tengo dudas que la recordarán con afecto. En mi caso este sentimiento va más allá, lo hago extensivo a la manera cómo me enseñó a comprender mi entorno y sus circunstancias. ¿Cómo la recordarán Andrés Enríquez Robleto, David y María Lidia Urbina? ¿Cuál sería su ascendiente sobre Bernardo Martínez, el vidente, a quien la niña Estelvina preparó, recién llegado de Cuapa, para que se incorporara a recibir clases en sexto grado con la niña Ledita? ¿La tendría Bernardo presente en sus oraciones, después que la virgen se le apareció en Cuapa, el 8 de mayo de 1980? Todavía lo recuerdo frente a la niña Ledita, sudoroso y apenado, parado en vertical, dándole la lección del día.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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