Guillermo Rothschuh Villanueva
23 de octubre 2022
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Rosa Montero pertenece a la pequeña legión de escritores capaces de desnudarse ante nosotros, asumiendo los riesgos que podrían derivarse
Las mujeres de los hombres más despiadados y mentirosos de la historia universal de la infamia
“Escribo como si fuera a salvar la vida
de alguien. Probablemente mi propia vida”.
Clarice Lispector
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I
Una vez más pude comprobar que la española Rosa Montero, es una de las grandes ensayistas contemporáneas. Siempre he pensado que es mejor ensayista que novelista. Dos grandes textos lo confirman. La loca de la casa, Alfaguara, (2003) y El peligro de estar cuerda, Seix Barral, (2022), muestran la altura que alcanza en su propósito por develar las causas primarias de la escritura. Una profesión de fe sobre una de las pasiones más reveladoras de la condición humana. Meterse a escudriñar en los recovecos de autores consagrados, para plantear las circunstancias y escenarios en las que escribieron sus obras, nos aproxima a sus estados de ánimos. ¿Por qué lo hace? ¿Cuáles son los motivos que la empujaron a plantarse frente a sus vidas, para develar que al momento de escribir muchos autores no estaban en sus cabales? Por eso estudió sicología.
Cualquier escritor te pone de su lado, si al momento de abordar temas escabrosos, no teme analizarlos y se atreve a poner ante tus ojos su estado mental, al iniciar la escritura de sus novelas, cuentos o poemas. Rosa Montero pertenece a la pequeña legión de escritores capaces de desnudarse ante nosotros, asumiendo los riesgos que podrían derivarse por revelar cómo estaba su siquis al momento de escribir sus obras. Esta confesión confiere autoridad moral a los resultados de sus investigaciones literarias y/o científicas. Expone el peligro de estar cuerda a propósito de ella misma. Todos somos portadores de un gramo de locura en nuestro ADN. Rosa Montero tiene la valentía no solo de meterse a estudiar el fenómeno. Con sobrada honestidad se incluye entre las mujeres atormentadas y desgarradas al momento de pergeñar sus creaciones.
Era inevitable que dijera que escribir le ayudó a superar sus pesadillas. Leer y escribir son dos maneras distintas y únicas de curar nuestros males. Se conduele y limpia sus heridas. ¿Una forma directa de identificación con quiénes sufren el horror de sentirse mutilados? Para evitar suspicacias, Montero examina distintas versiones vinculadas con los patrones de conducta elaborados para saber quiénes están cuerdos y quiénes no. Su conclusión inmediata consiste en pasar por alto estas disquisiciones. En desatenderlas. Con humor se llama inmadura y celebra estarlo. El cerebro del artista, ensayo de la microbióloga, Mara Dierssen, muestra que la máquina de pensar tiene 86 mil millones de neuronas. A Montero no le “extraña que a veces el cableado de algún problemilla”. Es plausible que nuestro sistema neurológico sufra cortocircuitos. Nadie está a salvo de cualquier percance.
II
Como a la novelista española interesaba discernir las relaciones de la locura con el arte, Dierssen se pregunta si los humanos tenemos necesidad física de ver y producir arte o, interrogarse a la vez, ¿para qué sirve el arte? Ante la falta de una respuesta definitiva, Montero saca curiosas apreciaciones de su coterránea. La música activa las mismas respuestas cerebrales que el sexo o comer con hambre. Tal vez lo más cálido de las afirmaciones de Dierssen, sea que el placer artístico “podría entenderse como un mecanismo evolutivo para sobrevivir”. Los seres humanos hemos requerido de cosas que van más allá de saciar nuestro estómago. No solo de pan vive el hombre. El arte es una de las formas más sutiles de humanización. Evita el embrutecimiento y nos sensibiliza. Los registros históricos demuestran que ninguna civilización ha sido ajena al arte.
Montero busca conferir sentido —vea que cosa— a la eterna interrogante sobre los entrecruzamientos entre creación y locura. Vargas Llosa sostiene que la creación obedece a una disociación con el mundo. Una rebeldía nacida de la insatisfacción, ya sea por no haber conocido a nuestros padres o por haberlos conocido demasiado tarde, como fue su caso. Montero piensa que ser un poco más raro de lo habitual no es infrecuente entre los creadores. El peligro de estar cuerda gira en círculos concéntricos entre la creatividad y cierta extravagancia. Cree conveniente demostrar los vínculos de la creatividad con las alucinaciones. Para corroborar su tesis se vale de docenas de autores. Como se viene sosteniendo desde tiempos inmemoriales, insiste en buscar los nexos entre el artista y el desequilibrio mental. Una situación a la que ofrece respuestas.
Jamás se aparta de su propósito, desde el primer capítulo (Chupando cobre), auxiliada por autores no solo de ficción y neurociencia, evidencia la conexión entre locura y creación. Al primero que recurre es a Séneca. “Ningún genio fue grande sin un toque de locura”, sentencia el filósofo griego. Luego dirige la mirada hacia Denis Diderot, célebre redactor de la Enciclopedia francesa. “Cuan parecidos son el genio y la locura”, alega el portento. Montero aclara qué entiende por genio. “Y por genio, insisto, hay que entender todo tipo de individuo creativo. Sea de la calidad que sea… estoy convencida de que el peor artista y el más sublime, comparten la misma estructura mental básica”. El ejercicio de Montero supone un viaje a las profundidades de la sique humana. Se obsesiona en descubrir la cuarta pata de la mesa. Algunos escritores han hecho lo mismo. Difieren en los resultados.
III
A lo largo de El peligro de estar cuerda sentimos resonancias de La loca de la casa. Especialmente de su antigua creencia —la cual comparto plenamente— que escribir nos salva la vida. El ejemplo del que se asiste es conmovedor. La escritora neozelandesa Janet Frame (1924-2004), fue diagnosticada esquizofrénica. Víctima de electrochoques sin relajantes y anestesia, encerrada erróneamente durante ocho años en una clínica. Después los médicos decidieron hacerle una lobotomía, (cortan al paciente parte del cerebro). El doctor Blake Palmer, jefe del hospital, la salvó del tormento. Fue a visitarla a su pabellón y para asombro, le preguntó: “¿Ha visto la última hora de Star?”. ¡Claro que no! No les estaba permitido la lectura. “Ha ganado usted el premio Hubert Church al mejor trabajo en prosa”. Luego añadió: “Vamos a sacarla de este pabellón y nada de lobotomía”.
Con inusitada alegría, Montero vuelve a recalcar: “Todos tenemos claro que escribir nos salva. O al menos, a todos aquellos que nos vemos forzados a juntar palabras para aguantar el miedo de las noches y la vacuidad de las mañanas”. El germano-estadounidense Charles Bukowski, en La enfermedad de escribir (Anagrama, 2020), mete un gancho al hígado a quienes escriben por el prurito de escribir. “Parece que los escritores han perdido el norte, escriben para darse a conocer y no porque estén al borde de la desesperación”. Aparte de los consagrados, algunos publican más de lo que escriben. Obsesivos compulsivos a diario publican sus engendros. No se toman una pausa para pasarles la lija o el esmeril. Otros desean estar permanente en las pasarelas de Facebook. Como sostiene Montero, “para la mayoría, seamos buenos o malos, la escritura es un esqueleto exógeno, que nos mantiene en pie”. Ni más ni menos.
Rosa Montero asumió una tarea ciclópea, conmovedora, plena de realidades y sospechas. Su travesía convierte El peligro de estar cuerda, en un texto al que debemos a asomarnos con la finalidad de acompañarla a los infiernos. No hace apología de la locura. Lejos está de esa pretensión. Saca de la oscuridad las canalladas cometidas contra seres humanos en nombre de la ciencia. Una honrosa proeza. Descorre el velo con que cubren sus infamias los cuerdos de toda la vida. Los abanderados de la razón se creen impolutos. Desentrañar las relaciones entre creación y locura, exigía leer un buen lote de libros de distintas especialidades. Un trabajo que estremecerá a los insulsos. Ahora disponemos de un espejo en el cual podemos ver reflejadas las turbulencias que han tenido que afrontar, escritores y artistas, para volver más placentera nuestra existencia.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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