Guillermo Rothschuh Villanueva
16 de octubre 2022
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Casi toda mi generación leía gozosa historietas y novelas de vaqueros
Foto: Cortesía
I
Durante mi infancia y primeros años de adolescencia, si algo prendió en mi espíritu, fueron los pasquines, resultaban un manjar. Mi tía Leopoldina se había encargado de enseñarme las primeras letras y asomarme a los comics o pasquines significó descubrir un mundo nuevo. La atracción se debía a que buena parte de sus héroes mitológicos eran vaqueros, en un pueblo donde campistos, finqueros y hacendados, atravesaban las calles montados sobre sus cabalgaduras. Nada más cercano a nuestros sentimientos. Chontales era el departamento ganadero más importante de Nicaragua. El desprendimiento de Boaco en 1935, no afectó las estadísticas pecuarias. Los jueves desfilaban por las calles, caballos, machos y mulas, inundando el paisaje. Era el día de compra-venta y realización de los productos lácteos. Un día especial.
Casi toda mi generación leía gozosa historietas y novelas de vaqueros. Siendo apenas un niño, encontrarme con la Biblioteca Infantil, fundada en 1953 por el Clan Intelectual de Chontales, supuso un hallazgo feliz. Mi padre se había encargado en Managua de hacer la selección y adquisición de libros: poesía, cuentos, novelas clásicas y de aventuras, biografías, ensayos literarios, filosofía, sociología, entre las compras incluyó los pasquines. No tuvo reparos. Vivíamos a escasos cien metros del Parque Central, donde funcionaba la Biblioteca Infantil, propiamente en la esquina noroeste del Instituto Nacional de Chontales, Josefa Toledo de Aguerri, (INCh). Mi madre me dejaba ir siempre que fuese acompañado por Felito, alguien a quien sigo recordando con cariño. A los cinco años, guiado de su mano, aprendí a manejar la bicicleta.
En sus años gloriosos, la Biblioteca Infantil estuvo capitaneada por la profesora Elaisa Sandoval Vargas. Con dedicación espartana, la niña Elaisita abría el local a las cinco en punto de la tarde. Sábados y domingos el horario comenzaba desde tempranas horas de la tarde. Elaisa Sandoval Vargas nació para la enseñanza. Con sabiduría impartía clases de Álgebra, Química Orgánica e Inorgánica en el INCh. Centenares de chontaleños recibimos su savia. Dueña de una formación rigurosa, en 1946 se incorporó como la primera mujer docente-fundadora del INCh. Los hijos que no tuvo fueron sus sobrinas y sobrinos, a quienes consagró los mejores años de su vida. Una entrega sin límites. Su pasión por el magisterio fue para siempre. La niña Elaisita tenía la cualidad de darse por entero a sus alumnos. Aplaudimos su herencia.
Mi segunda biblioteca durante la niñez y adolescencia, fue el puesto de alquileres de pasquines y novelitas de vaqueros, que abrió en su casa Salvador Ayala Moncada. Una decisión bien pensada, tenía apenas 10 años de edad, Salvador se había quedado huérfano a los siete. El local funcionaba en casa de su abuela Ninfa, a cien varas de nuestra casa en Palo Solo. Llenó el vació que produjo en mis lecturas, el traslado de la Biblioteca Infantil hacia su nuevo hogar. Salvador, en un rapto de inspiración, pensó que alquilando pasquines podría obtener algo de plata. Logró que Lolito Alvarado, fuerte transportista de esa época, le cobrara siete córdobas por viajar de ida y vuelta a Managua. Costaba ocho solo de ida, luego pasó a nueve. El futuro músico revelaba su estirpe. Los beneficios llegaron al mes de empezar su osadía. Era todo un ganador.
II
Salvador viajaba cada semana a la capital para adquirir veinte o treinta pasquines y una docena de novelitas de vaqueros, con el propósito de satisfacer la creciente demanda. Cuando veíamos saturados los dos cordeles colgados a lo largo de la sala de su casa, estábamos seguros que podríamos disfrutar las novedades que ponía a nuestro alcance. No era difícil satisfacer nuestros gustos. Los pasquines más apetecidos estaban relacionados con las aventuras de los vaqueros del oeste estadounidense. Nuestros predilectos eran Gene Autry, Hopalong Cassidy, El llanero solitario y Roy Rogers. Mi identificación con El llanero solitario, se debía a la relación cómplice que había logrado establecer con Plata, su caballo blanco. Con solo silbarle obedecía a su llamado. Una maravilla. Soñaba con tener algún día un caballo parecido. Jamás tuve uno.
La cruzada civilizatoria, matando indios a destajo, no provocaba efecto en mi conciencia. Lo veía como algo natural. Nadie podía oponerse al desarrollo del progreso. La amistad establecida por Toro con el Llanero, venía a demostrarme que los indios podían asumir una posición parecida. Mi escasa formación impedía percatarme que se trataba de acciones punitivas. No comprendía la avaricia que provocaba entre banqueros y ferrocarrileros del oeste estadounidense, la explotación del oro en California. El tiempo se encargó de poner las cosas en su lugar. ¿A qué se debió que no enajenarán mi conciencia? Siempre los leí como simple pasatiempo. Los tragaba de un solo tirón. Concluida la lectura de uno, sin solución de continuidad, me empinaba de inmediato el otro. Podía leerme hasta seis u ocho pasquines seguidos.
Mi hartazgo dependía de mis disponibilidades económicas, el alquiler costaba diez centavos. Si tenía recursos podía leer hasta colmar mi apetito. En el puesto de alquiler fundado por Salvador di el siguiente paso: empecé a devorar novelitas de vaqueros. Alternaba las lecturas. Mis gustos habían mudado de piel. Para esa época, Santo, el enmascarado de Plata y Chanoc, pasaron a convertirse en una de mis mayores atracciones. Al adentrarme en la lectura de las novelas de vaqueros sentí que mi sensibilidad era otra. Me divertían más. Mi predilecto era Marcial Lafuente Estefanía. El uso de la hipérbole era su marca de identidad. Sus héroes medían más de seis pies de altura, podían derribar un caballo con un solo golpe en la frente y mataban a sus rivales sin sacar la pistola de la funda. Eran implacables e invencibles.
Estefanía era un caso aparte, Silver Kane, Tex Taylor y Key Luger se mostraban más comedidos. El denominador de sus propuestas era la matriz civilizatoria. Sin duda eran los mejores aliados de banqueros y ferrocarrileros. Sus héroes evitaban que las diligencias que llevaban las alforjas llenas de dinero fuesen asaltadas. Eran los más firmes garantes de sus intereses económicos. En la narrativa sobresalían dos elementos discursivos, el suspense y la intriga. Con arrojo emprendían la cacería de delincuentes y asaltantes de bancos. Dueños de una audacia y sangre fría temerarias, podían dedicar meses en la persecución de los forajidos. Siempre andaban con un cigarrillo encendido entre los labios, otros mordisqueaban palillos de dientes. Ese mundo me embriagó durante casi dos años. El alquiler de las novelitas costaba veinte centavos.
III
Para mantener su empresa, Ayala Moncada regresaba de Managua con nuevos títulos de pasquines y novelitas de vaqueros. Pocas veces se proveyó en la Librería Universal. Solo lo hacía cuando no encontraba novedades donde Tito, quien rentaba y vendía pasquines y novelas de vaqueros en su puesto de lustrador, ubicado del Cine Luciérnaga dos cuadras abajo. Tito salía de los pasquines vendiéndolos a Salvador a cincuenta centavos, nuevos costaban un córdoba. Salvador los vendía a ochenta centavos. Una forma de salir del viejo inventario. Su audacia constituía un desafío para la competencia. A ochenta metros de su casa, tenía su negocio doña Otilia Gutiérrez, ayudaba a vender y distribuir Vanidades, Bohemia, Ecran, Selecciones, novelas de vaqueros y pasquines, a su yerno y representante local, Augusto Vargas Villanueva.
Una mañana la desgracia tocó a la puerta, al levantarse y caminar unos pasos hacia la sala de lecturas, Salvador se percató que no había ni un solo pasquín en su santísimo lugar. Gritó dolorido: —Abuelita, el Chele se me robó los pasquines. —No estés acusando a nadie si no sabes, replicó doña Ninfa. No terminaba de rumiar su amargura, cuando don Arnulfo Mendoza, gritó a grandes voces en la puerta de la casa: —El Chele Moncada, anda vendiendo pasquines en el barrio Pueblo Nuevo. Su lazarillo y fiel consentidora, dispuso su ánimo y pidió a su nieto que le acompañara. No iba a dejar que Salvador fuese robado por Eduardo Moncada Suazo, nieto también de doña Ninfa y primo hermano de Salvador. El Chele se los había vendido a Hugo Suárez, en cinco córdobas. Una nadería. Doña Ninfa pago la suma que permitió respirar a Salvador.
Las historietas en sus distintas vertientes (Porky, La pequeña Lulú, Rico Mc Pato, El pájaro loco, Tuco y Tico, El gato con botas, Tarzán, Superman, Batman y Robin, etc.), representan las huellas de un tiempo. Alimentaron nuestra imaginación y nos hicieron ver la posibilidad de crear otros mundos, más bellos o atroces sobre la conducta humana. Las condenas a su existencia tronaron en las trincheras de la pureza ideológica. Pasaron a ser objeto de análisis y encendidas polémicas. En América Latina, el estudio de Armand Mattelart y Ariel Dorfman, Para leer el Pato Donald (1971), se convirtió en un clásico. Mucho antes Umberto Eco había elaborado algo más sofisticado en Apocalípticos e integrados (1964). Ludovico Silva destacaría En teoría y práctica de la ideología (1971), la condición misógina de los héroes populares de las historietas.
Cuando cumplí trece, mi padre me pasó de soslayo La vorágine, diciéndome que tendría ocasión de caminar por lugares más abruptos que la serranía de Amerrique. Al leerla sentí un goce diferente. Después me dio a leer Huasipungo. Me encontré con otra forma de violencia humana, aplicada por sacerdotes católicos, administradores entonces de los cementerios. Ofertaban estos lugares a diferentes precios, al indio que llegaba con su muerto, buscando donde sepultar a la criatura. Me supo un artificio mucho más cruel que la forma cómo se dirimían los conflictos en las novelas de vaqueros. Si lo enterraba en el primer tramo, su hijo iría directo al cielo, en el segundo, tardaría más, en el tercero no le garantizaba nada. Sentí que había llegado el momento de entrar a mi tercera biblioteca: a la biblioteca de mi padre. Era el paso indicado.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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