29 de septiembre 2022
En las instancias previas a las elecciones presidenciales brasileñas del mes que viene, el actual mandatario, Jair Bolsonaro, prepara su propia versión de la «gran mentira» que planteó el expresidente estadounidense Donald Trump: si pierde en las urnas será porque hubo fraude. Los gobernantes que adoptan esta táctica pueden sencillamente negarse a admitir la derrota e irse en silencio, o, algo más peligroso, fomentar el escándalo e incluso incitar a sus seguidores a la violencia.
No sorprende que Bolsonaro, cuyo apodo es «Trump tropical», lo emule también en esto. Trump demostró cómo después de perder las elecciones alguien puede retener su poder —y hasta convertirse en una fuerza dominante— en la política de un país. Pero aceptar el resultado de las elecciones es uno de los elementos más básicos de una democracia. Si negar las derrotas electorales es una nueva tendencia mundial, la pregunta es por qué tantos ciudadanos aceptarían a los líderes que se quejan del fraude en forma fraudulenta.
Bolsonaro enfrenta a Luiz Inácio Lula da Silva (más conocido como Lula), un expresidente de izquierda aún muy popular, como lo demuestra su amplia y sostenida ventaja en las encuestas de opinión. Aunque la diferencia podría reducirse, se prevé que Bolsonaro, de la extrema derecha, perderá. Pero pasó años preparando a sus partidarios para que no acepten ese resultado.
Más alarmante aún es que sembró dudas sobre el sistema de voto electrónico brasileño, que se usa desde el año 2000 y es ampliamente considerado como confiable y eficiente. Después de la insurrección del 6 de enero de 2021 en Washington D. C. advirtió: «si no usamos boletas electorales impresas en 2022, algo que permite auditar los votos, tendremos más problemas que EE. UU.». Su hijo, también político, Eduardo Bolsonaro, notó con aprobación que si los sediciosos del Capitolio estadounidense hubieran estado mejor organizados y armados, hubieran tenido éxito.
De hecho, es más probable que los perdedores populistas denuncien fraudes porque basan su atractivo en afirmar que ellos, y solo ellos, representan al «pueblo verdadero» (o a «la mayoría silenciosa»). De ello se deduce que todos los rivales que les disputan el poder son corruptos y los ciudadanos que no apoyan al líder populista no pertenecen realmente al pueblo (y, por lo tanto, que sus votos no son legítimos). No solo implica criticar a las élites (algo que a menudo está justificado), sino que es una postura fundamentalmente antipluralista: los populistas pretenden ser la única voz con autoridad de un pueblo completamente homogéneo, al que ellos mismos congregaron.
Según esta lógica, si los populistas son los únicos representantes auténticos del pueblo, su derrota en las elecciones debe significar que alguien (las elites liberales) hizo algo (amañaron las elecciones) para coartar la voluntad de la supuesta mayoría. Por ejemplo, cuando su partido perdió inesperadamente las elecciones presidenciales de 2002, el actual primer ministro húngaro Viktor Orbán afirmó: «no es posible que la patria se oponga». Y tras su fracasado intento para llegar a la presidencia mexicana en 2006, el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, anunció que «la victoria de la derecha es moralmente imposible». Después de congregar al pueblo verdadero (es decir, sus partidarios) en las calles de la Ciudad de México, se declaró «legítimo presidente de México».
Es importante reconocer la manera en que la retórica populista socava la cultura política democrática de los países aun cuando las elecciones no lleven a insurrecciones como la del 6 de enero. Los políticos populistas adoctrinan a sus partidarios para que nunca crean en el sistema y supongan siempre que las élites están manipulando los resultados tras bambalinas.
Con esto no quiero decir que las leyes y procesos electorales sean impecables. Especialmente en Estados Unidos, se pueden criticar todo, desde las normas que rigen el financiamiento de las campañas hasta las dificultades de índole práctico que enfrentan los ciudadanos para votar (muchas de las cuales son consecuencia de leyes creadas para dificultar el voto). Pero criticar las características no democráticas del sistema no es lo mismo que declarar que esa empresa en su conjunto no es democrática sencillamente porque perdiste. Lo primero bien podría fortalecer a la democracia, mientras que lo segundo solo procura debilitarla.
El rechazo a las elecciones se torna más probable cuando el electorado está polarizado, porque eso genera oportunidades para los emprendedores políticos como Trump y Bolsonaro (ninguno de ellos está atado a un partido político). Bolsonaro pasó de un partido a otro y durante su presidencia no estuvo afiliado a ningún partido durante dos años; y aunque Trump ahora domina al partido republicano, no le ha mostrado lealtad alguna (solía ser demócrata). Ambos crearon, a través de las redes sociales, grupos de seguidores semejantes a cultos (eliminando así la necesidad de un verdadero aparato partidario, que solía ser esencial para las grandes movilizaciones políticas).
Ante la ausencia de partidos que funcionen adecuadamente, ninguno de ellos enfrenta a rivales de su mismo signo político que puedan limitarlos, ni cuentan con verdaderas filosofías de gobierno o programas políticos. Ambos representan fundamentalmente una guerra cultural interminable de personalidades, si tuvieran un programa partidario que realmente les importara podrían estar dispuestos a dar un paso al costado y dejar espacio a los rivales dentro del partido con más chances de ganar las elecciones en el futuro e implementarlo.
Es esperable que esa figuras lo arriesguen todo y nieguen las derrotas de las que, en realidad, son conscientes. Mucho más importante es la forma en que actúan los demás. Trump logró convertir al apoyo a la «gran mentira» en la confirmación de que alguien es un verdadero republicano. Así, muchos candidatos republicanos a diputados, senadores y gobernadores se niegan a responder si aceptarán una derrota electoral en noviembre. En Brasil, el bolsonarismo sigue siendo una postura minoritaria, pero su protagonista estuvo maniobrando para poner a los militares de su lado y cuenta con un apoyo significativo entre los policías.
Aquello que los populistas presentan como la «mayoría silenciosa» suele ser una minoría vocinglera, como los trumpistas y bolsonaristas. Y aunque las minorías tienen todo el derecho a ser escuchadas, a la verdadera mayoría le corresponde romper el silencio cuando una minoría se torna antidemocrática y violenta.
Texto original publicado por Project Syndicate