4 de septiembre 2022
Siempre que se perfila una opción democrática en la izquierda latinoamericana, la ortodoxia disimula mal su incomodidad. La nueva Constitución chilena genera entusiasmo, pero también resistencias en sectores tradicionales de la región. Unos rechazan su progresismo social: paridad de género, ecologismo, plurinacionalidad, interculturalidad, diversidad sexual y familiar. Otros, su heterodoxia democrática: mecanismos participativos, directos, comunitarios y regionales.
La incomodidad con el texto constitucional, en zonas no conservadoras de la izquierda o la derecha, adopta a veces una argumentación lateral. En esos casos, lo que se reprocha a la Constitución no tiene que ver consigo misma sino con el proceso constituyente, la convocatoria al plebiscito, el desempeño del nuevo gobierno, la caída en la popularidad del presidente Gabriel Boric o su mal manejo de las demandas de la comunidad Mapuche o de las manifestaciones estudiantiles.
Fuera de esos dos círculos, el de los que rechazan ideológicamente y los que objetan políticamente, en el campo académico, jurídico y constitucionalista latinoamericano, aparecen inquietudes de mayor calado, que se relacionan, fundamentalmente, con la parte orgánica de la Constitución. Dos de las críticas más serias que he leído se enfocan en la regionalización de la representación legislativa y el reemplazo de funciones del Senado, que imprimen a la Constitución un acento monocameral.
El nuevo Poder Legislativo chileno se dividiría en un Congreso de diputadas y diputados y una Cámara de las Regiones. Esta última, que sustituye al Senado, cumpliría funciones deliberativas y legislativas en relación con asuntos territoriales, pero se le otorgan también potestades jurídicas en relación con procesos, acusaciones y juicios políticos presentados en el Congreso. De manera que, sin ser propiamente un Senado, la Cámara de las Regiones cumpliría funcionales senatoriales.
Más de allá de que algunas de estas críticas tengan sentido, la pregunta central, como han planteado Gabriel Negretto y Diego Gil, profesores de la Pontificia Universidad Católica de Chile, es si en esta Constitución, que desplaza a la de 1980, existen elementos de regresión autoritaria o de obstrucción del proceso democrático. Estos constitucionalistas aseguran que no, que, por el contrario, las propuestas de “fortalecer mayorías legislativas, descentralizar el poder, expandir derechos sociales y permitir la participación directa” fomentan “el pluralismo” y profundizan la democracia.
Otro académico, el historiador Gabriel Entin, profesor de la Universidad de Chile, insiste en la importancia histórica del gesto de suplantar una Constitución heredada de la dictadura de Augusto Pinochet, con grandes déficits tanto en demandas sociales como en libertades públicas, con una nueva Carta Magna, escrita en el lenguaje de los derechos humanos y el garantismo jurídico del siglo XXI. Ese valor histórico agregado justifica no sólo el proceso constituyente sino el plebiscito de este 4 de septiembre, como acto fundacional de la nueva democracia chilena.
En caso de que la desaprobación del texto constitucional gane la mayoría en este ejercicio de democracia directa, el proceso constituyente no habrá sido en vano. Las grandes innovaciones y los mayores avances de la Constitución de 2022 ya están instalados en el proceso de cambio político chileno y seguirán presionando hasta encontrar un cauce por la vía de la reforma constitucional o de un nuevo ciclo constituyente.
La nueva Constitución chilena ya ganó su lugar en la historia de la izquierda latinoamericana del siglo XXI. Falta que asegure ese lugar en la propia historia de Chile, en el presente y el futuro de esa nación suramericana, tan protagónica en los grandes conflictos de la Guerra Fría y las transiciones a la democracia.
*Artículo publicado originalmente en La Razón de México.