25 de agosto 2022
Donald Trump y sus adláteres del Partido Republicano presentaron un desbarajuste de explicaciones, evasiones, acusaciones y mentiras sobre los documentos clasificados como confidenciales —entre ellos, archivos ultrasecretos— que los agentes federales recuperaron del sótano de su mansión Mar-a-Lago. Pero, en última instancia, su mejor defensa en caso de que lo acusen de actividades criminales, será el chantaje.
Nunca antes se había registrado la vivienda de un expresidente. Este caso, autorizado por el fiscal general Merrick Garland, se basó en una orden judicial aprobada por un juez federal, que incluyó posibles violaciones a la Ley de Espionaje y otra legislación. Durante meses el Departamento de Justicia de EE. UU. intentó trabajar con el equipo de Trump para conseguir todos los documentos, pero solo consiguió mentiras. La amplia justificación legal de la orden judicial sugiere que Trump corre el riesgo de ser acusado de haber puesto en peligro la seguridad nacional. Eso se sumaría a una ya larga lista de otros posibles cargos penales y civiles provenientes de diversas investigaciones federales, estatales y locales en curso.
Dada la profunda ignorancia de Trump sobre los asuntos internacionales y su desprecio por las agencias de seguridad nacional mientras ejerció el cargo, que haya intentado esconder algunos de los mayores secretos de esos organismos da lugar a obvias preguntas de contrainteligencia sobre sus motivos. Esto confirma una vez más que Trump no hace más que desdeñar la integridad de las agencias, y las leyes y normas por las cuales se rigen. Y nos recuerda que Trump constituiría una amenaza directa a la seguridad nacional si fuera nuevamente presidente en 2024.
Al contrario de lo que afirma, los documentos que hurtó no son suyos. En 1978, el Congreso aprobó la Ley de Archivos Presidenciales, que amplía y refuerza una ley pos-Watergate de 1974 que otorgó a los Archivos Nacionales —no al presidente saliente— la custodia y propiedad indivisa de todos los documentos de la Casa Blanca. También es falsa la afirmación de que Trump había cambiado la clasificación confidencial de los documentos que estaban en las once cajas que se llevó el FBI. No hay registro de ello y, de haberlo, tampoco importaría: El retiro no autorizado de documentos de la Casa Blanca —clasificados o no como confidenciales— es ilegal y los expresidentes no tienen autoridad para cambiar esa clasificación.
Los funcionarios de la Casa Blanca de nivel ministerial que desobedecieron las normas de seguridad nacional en el pasado pagaron por ello. En 1996, después de que John M. Deutch dejó el cargo de director de la CIA, se descubrió que había almacenado con frecuencia información de inteligencia clasificada como confidencial en una computadora personal insegura, que supuestamente también se usó para visitar sitios pornográficos en Internet. Le revocaron las autorizaciones de seguridad y Deutch finalmente aceptó declararse culpable del mal manejo de información clasificada (aunque el presidente Bill Clinton lo indultó antes de que los fiscales federales pudieran presentar el caso).
En 2005, Sandy Berger, ex asesor de Clinton para la seguridad nacional, debió pagar una multa de USD 50 000 y perdió sus autorizaciones de seguridad por tres años tras declararse culpable de retirar documentos secretos de los Archivos Nacionales. Y en 2015, David Petraeus —otro exdirector de la CIA— se declaró culpable del delito menor de infracciones notorias de seguridad (evitando así cargos por delitos graves). Tuvo que pagar USD 40 000 y estuvo dos años en libertad condicional por permitir que su biógrafa, quien luego sería su amante, viera cuadernos que contenían secretos que podrían haber causado «daños excepcionalmente graves» si se hubieran filtrado.
Pero el caso de Petraeus es un ejemplo de las dificultades que enfrentan los fiscales federales y de los peligros que implica acusar a Trump del mal manejo de información secreta. El Departamento de Justicia le ofreció a Petraeus una sentencia de conformidad porque temía lo que podría divulgarse en los tribunales (nombres de agentes clandestinos, operaciones clasificadas y vínculos sensibles con los servicios de inteligencia extranjeros). Más allá de las duras multas, las penas reducidas de Petraeus y Berger muestran cuán lejos están dispuestos a llegar los fiscales para evitar esos riesgos. (La liviandad de las penas también manifiesta el doble estándar del que disfrutan los funcionarios de alto rango frente a los empleados comunes, que suelen ir a prisión por infracciones similares).
Obviamente, Trump jugará esas mismas cartas para evitar ir a juicio o una condena penal. Su historial de comportamientos erráticos e irresponsables habla por sí solo. Desde revelar injustificadamente una operación sensible de antiterrorismo al ministro ruso de Asuntos Exteriores hasta publicar imágenes satelitales confidenciales en Twitter, su presidencia fue la definición de la irresponsabilidad. Al presidente Joe Biden no le quedó otra opción que prohibir que Trump recibiera informes de inteligencia hace dos años. Aunque a ningún otro expresidente se le negó esta cortesía, ninguno de ellos representó un peligro tan claro y patente para los intereses de EE. UU. (ni intentó dar un golpe de estado, ya que estamos).
Sigue siendo una incógnita qué pensaba hacer Trump con los documentos secretos (algo que, es de suponer, es una prioridad para los investigadores). Según la respuesta y los cargos resultantes, de haberlos, algo es seguro: Trump será implacable, ampliará sus denuncias como víctima a manos de un ficticio Estado profundo, y negará el dolo en la sustracción de los documentos. Sus mentiras e hipérboles sin embargo, no significan que no buscará una sentencia de conformidad. En sus enredos previos con la ley, como la estafa de la Universidad de Trump, aceptó pagar una compensación a las víctimas (en ese caso, de USD 25 millones) cuando se agotaron sus mentiras.
Considerando el comportamiento anterior y las ambiciones de Trump para 2024, los descubrimientos del FBI en Mar-a-Lago debieran preocupar a todos los estadounidenses y a sus aliados. Como mínimo, confirman aún más el ostensible desprecio de Trump por la seguridad nacional de EE. UU. Para los funcionarios de seguridad nacional e inteligencia que debieron lidiar con la inestabilidad y ambiciones autoritarias de Trump durante cuatro años, un segundo mandato presentaría desafíos formidables (especialmente para su capacidad de cumplir los juramentos de hacer respetar la Constitución y cumplir con la ley).
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.