23 de agosto 2022
La continuidad de las crisis políticas en Centroamérica mantendrán a estos países con una migración promedio de seiscientos mil centroamericanos saliendo de la región cada año los próximos tres años, un continuo letargo económico menor de 3.5% de crecimiento que no se ajusta con inflación y la modernización económica y social, una violencia social con promedios de diez homicidios diarios y con extorsión significativa, ataques con violaciones de derechos humanos a periodistas, sociedad civil, partidos políticos, fragmentación política, continua impunidad, con exagerado presidencialismo posesivo. La indiferencia de si los países son democráticos o no aumenta de 23% en 2008, el período más estable recientemente en la región, a 32% en 2020.
La razón de ser de lo que ocurre en Centroamérica es básicamente el resultado de la interpretación de los líderes locales de un modelo democrático diferente al que los ha atado el Estado de derecho en la era global de cooperación compleja y en vez lo 'tropicalizan' al tradicional caudillismo mediante el clientelismo, populismo, coerción y política del descrédito. El resultado es un desastre político, llámese dictadura, autoritarismo, comunismo, lo que sea. Pero básicamente los líderes han yuxtapuesto la popularidad con la legitimidad como modelos alternativos democráticos, cuando los dos se apoyan entre sí en una democracia.
Primero, el deterioro sustancial de esta crisis es devastador para la sociedad y con consecuencias epidémicas. Las consecuencias a mediano plazo son de una región menos desarrollada, participativa y equitativa en un momento que la sociedad moderna requiere de la cooperación compleja para lograr éxito, para ello la democracia sigue siendo ese vehículo. Segundo, los costos de crear cambios ante tanto deterioro son mucho mayores que con esfuerzos de mitigar esta crisis. Y esto último no se ha tomado en serio.
La sociedad centroamericana y la comunidad internacional tienen que buscar frenar esta tendencia. El riesgo de sufrir más costos del desastre que se está desarrollando es mayor que el de intervenir de manera proporcional a la magnitud de esos problemas. La indiferencia genera retraso económico y mayor daño a su población, incluyendo aspectos de impunidad.
El punto de partida es llegar a reconocer que la nación es primero, que sus ciudadanos van por delante en todo este conflicto, y reconocer los puntos de encuentro y las vías de reconciliación. Cada país ha pasado por sendas tensiones con heridas adicionales a las que no cerraron la década de los conflictos y guerras de los ochenta.
El Salvador no tuvo descanso de su guerra civil, y entró a una ‘guerra entre hermanos’, pero no de bananos, sino de maras. Bukele ha usado a las pandillas como excusa para concentrar la autoridad en su poder. Honduras resistió su modernización y eventualmente cayó en un golpe militar que polarizó a su población a un punto que la desconfianza en líderes es profunda. Ahora los ‘zelayistas’ solo quieren desquitarse. Guatemala que pasó de guerra civil a extorsión y narcotráfico, entre poderes fácticos y comisiones internacionales, no ha visto luz verde de vida sin impunidad. Sus élites han entrado en una polarización en donde los grupos tradicionales temen un triunfo político maya, un tema que les aterroriza porque temen que afectará los privilegios con los que han vivido. Nicaragua no ha salido del caudillismo político que ha prevalecido desde principios de siglo XX con la costumbre de montar dinastías con juego represivo impune.
Para colmo, es una región que, a pesar de tener una alianza comercial con el poder económico más grande del mundo, en vez de crear riqueza para todos, profundizó la presencia de oligopolios, y más bien no ha producido el progreso económico y mantiene fuerte desigualdad social. Bajo CAFTA las exportaciones a Estados Unidos se han concentrado en pocas empresas, donde el 90% de las exportaciones proviene de diez mercancías (y el 50% de textiles en Zonas Francas). En 2001 era la mitad de esa cifra.
Arrestos, asesinatos, migración, inseguridad humana, descalificaciones legales, o ninguneo a fichas claves, guerra de rumores y ataques personales, protestas callejeras o silenciosas, es lo que cubre la noticia de estos países. Las tensiones no van a reducirse, más bien aumentarán junto con la desconfianza que surge con la polarización, el descontento y la indiferencia.
De hecho la probabilidad de que haya continuidad y profundización de estos abusos es alta porque el nivel de polarización, corrupción y transgresiones es más que generalizado y sistemático, es el orden del día. Esta probabilidad se explica en gran parte porque en cada país de la región el liderazgo es soberbio e inmaduro, prefieren optar por el insulto y el uso de la fuerza sobre el consenso y la gente está más preocupada por cómo sobrevivir—eventualmente terminan migrando, aceptando el estatus quo o alineándose con las autocracias o el crimen organizado. Nada bueno.
Pero hay que buscar formas de detener este empeoramiento porque lo que será de la región es una sociedad atrasada, dividida, desconfiada, empobrecida y cargada de crimen organizado.
Empezar por el principio
Es importante que todas las partes en conflicto echen un paso atrás, y saquen lo mejor de su madurez política pensando en el futuro de la región y las consecuencias de estas divisiones. No hay tal que la radicalización de la polarización, del conflicto político, termine en reconciliación y bienestar nacional.
Pero las cosas se pueden mejorar con un mínimo de voluntad política.
Primero, es imperativo dar a conocer la magnitud del problema, los riesgos y las consecuencias del empeoramiento de la situación en cada país. A lo mínimo es importante montar un foro sobre la problemática nacional, ya sea promovido por entidades regionales o internacionales. Pero dimensionar esta crisis tiene que ser el primer orden del día.
Además, el Ejecutivo en cada país puede contribuir a construir la confianza de sus contrapartes ofreciendo gestos mínimos de voluntad. La lección de las protestas en Ecuador y Panamá muestran a sus líderes accediendo unilateralmente a dar concesiones. Estas concesiones contribuyen a mitigar el escalamiento de los conflictos y ofrecen una extra de oxígeno. Participar en este foro con un tono de conocer el problema es muestra mínima.
Segundo, mientras los gestos se dan, es importante abrir la puerta a un diálogo nacional, un esfuerzo de reconciliación con reglas de juego delimitadas, en donde ni el poder ni la justicia se negocian, pero se discute el problema, el desagravio y las heridas que existen entre los miembros y exploran opciones de unidad nacional que alberguen el riesgo político de apostarle al país. El diálogo no es un espacio de negociación, pero el vehículo mediante el cual la confianza mutua puede conformar una base para negociar acuerdos políticos. Es a través de un diálogo nacional que las partes puede expresar qué están dispuestos a contribuir por el bien nacional y qué no. Hay que acompañar mesas de trabajo para consultas focales. En cada país hay serios problemas que afectan a sus ciudadanos, entre ellos están la corrupción, el transfuguismo, la concentración del poder, la falta de recursos para modernizar la economía, el deterioro ambiental, entre otros.
En cada país falta una agenda nacional de trabajo que refleje el sentir nacional, más que la voluntad del Ejecutivo. Lo imperativo está en forjar esta agenda, empezando tal vez por modular el lenguaje confrontativo. Cada país tiene interlocutores legítimos que están dentro y fuera del sistema de partidos y reflejan el sentir del espíritu nacional de cada país. Esas voces las conoce el resto del mundo, aunque no siempre las está legitimando. Es tiempo que ya lo hagan para dar paso a un encuentro ‘entre dos’.
Y junto a esto está la rendición de cuentas y transparencia sigue agobiando a todos los países, y su ausencia refleja los vacíos causados por la negligencia a respetar el Estado de derecho. A lo mínimo, entes independientes y autónomos necesitan vigilar la integridad fiscal y financiera de estos países y las reformas estatales empiezan por tener una auditoria de los auditores mismos. Finalmente, el verdadero reflejo de compromiso por el país pasa por la contribución de esfuerzos hacia los sectores más vulnerables.
¿Cómo llegar ahí?
Es cierto que pocos líderes o gobernantes quieren ceder su posición en este momento, ya sea por estar en la defensiva y otros por creer que tienen el sartén por el mango. No hay voluntad de ceder en este momento. Sin contar con un contrapeso político es difícil transitar a esos pasos.
El contrapeso recae sobre un consenso de parte del sector privado, las autoridades religiosas, la comunidad internacional, y líderes de la sociedad civil y política, en comprometerse de trabajar en llevar a cabo estas tareas, no con ánimo de venganza o ajuste de cuentas, pero con una voluntad política que es consciente que el contrapeso de estas fuerzas puede incidir sobre el Ejecutivo y aliados congresistas.
El rol de la comunidad internacional es vital porque ellos pueden presionar a que se dé cumplimiento a estos pasos, haciendo uso de la condicionalidad cruzada como mecanismo de contrapeso acompañado de una coalición multisectorial. Esto no es nuevo, pero la urgencia de actuar ahora es vital.
El llamado un diálogo en Nicaragua de parte del papa es importante y empieza con el cumplimiento del acuerdo de negociación política de 2019 y liberando a los prisioneros políticos.
Hay tres candados importantes que acompañen el esfuerzo de dialogar.
Primero, la oferta de diálogo debe ir acompañada de un poder transaccional de las fuerzas cívicas en torno a cómo cooperar en medio del clima de abuso de autoridad. Desafortunadamente cuando el balance de poder es desfavorable hacia el espíritu cívico, los grupos sociales están esquinados de ofrecer el diálogo a cambio de treguas de presión, moralización, pero acompañados con muestras y gestos de voluntad de parte de los Gobiernos de turno. En el caso de Nicaragua, la crisis política tiene que mitigarse con el Gobierno cambiando el tono y retomando los acuerdos. Los grupos cívicos están cambiando su posición de poder mediante la solidificación de una alianza cívica, con una oferta de diálogo con condiciones mínimas. Pueden trabajar en visibilizar su presencia. Segundo, la comunidad internacional tiene que cambiar su retórica de neutralidad, aumentando su riesgo de presionar a los regímenes, acercándose más a los grupos cívicos dándoles legitimidad y apegándose al rendimiento de cuentas al que están obligados a hacer frente a sus constituyentes: no se puede otorgar donación y préstamos a países que violan los acuerdos mismos. Tercero, la comunidad internacional junto con el engranaje de los grupos cívicos tiene que incidir sobre el cálculo político de los líderes que ellos deben de pensar dos veces antes de seguir actuando en impunidad. La impunidad no paga en el largo plazo, eventualmente los transgresores caen, y con ellos cae su sociedad a un abismo del que es difícil salirse en el corto plazo. Económicamente estos países, y Nicaragua en particular, en la ruta que siguen no tienen salida hacia arriba. Políticamente, la política toxica y de polarización solo profundizará la desconfianza y la división, la cual rompe con cualquier posibilidad de construir naciones.
Estos gestos no ponen en riesgo los planes políticos de continuidad de sus actores, pero si mitigarán el hundimiento de la región a un estatus de desorden, violencia, y pobreza sistémica.