13 de julio 2022
Nadie lo previó, ningún analista lo incluyó en sus pronósticos y hasta los más optimistas habían aparcado hace años la posibilidad de una protesta popular en Cuba. "Ya la gente se acostumbró", "los jóvenes prefieren lanzarse al mar que manifestarse en una plaza", "les amputaron el civismo", "se han vuelto mansos y dóciles", eran algunas de las frases que nos decían desde todas partes, pero bastó la jornada del 11 de julio de 2021 para destrozar todos esos diagnósticos que nos hacían parecer un pueblo incapacitado para alzar su voz.
Aquella mañana de domingo, la chispa ni siquiera prendió en las dos ciudades más grandes del país, sino en las calles de San Antonio de los Baños, en la provincia de Artemisa, una comunidad que hasta ese momento se asociaba en nuestras mentes al río Ariguanabo, la villa del humor, su escuela internacional de cine y los largos apagones. Las primeras imágenes de la indignación popular nos llegaron a través de Facebook y Twitter, pero nuestro propio escepticismo aplacaba el entusiasmo y muchos pensábamos que era solo algo puntual y pequeño.
Luego el reclamo se extendió por Palma Soriano en Santiago de Cuba, Cárdenas en Matanzas, diferentes puntos de La Habana y otras tantas regiones. Lo que nadie había vaticinado estaba sucediendo. Para muchos, aquel fue uno de los días más importantes de sus vidas, hasta el punto de que todos en esta Isla recordamos qué estábamos haciendo cuando comenzaron las manifestaciones. Como la jornada en que nos nace un hijo, se nos muere un padre o en la que ocurre una catástrofe natural, aquel 11J ha dejado una marca en nuestras existencias.
Y entonces llegó la represión impulsada y aupada por Miguel Díaz-Canel y la "orden de combate" que impartió ante las cámaras de la televisión nacional, una convocatoria que podría llevarlo un día ante un tribunal para ser juzgado por azuzar la violencia y lanzar a los militares contra la gente desarmada. No solo vimos a los uniformados golpear con saña a jóvenes y adolescentes, sino que la prensa oficialista –que inicialmente se había quedado sin guion y no supo reaccionar ante el pueblo en las calles– comenzó a tratar de crear un relato diferente y paralelo a la realidad.
En esa narrativa dictada por la Plaza de la Revolución, las protestas eran pequeñas, violentas, protagonizadas por delincuentes, vándalos y marginales. Para imponer esa ficción apelaron al monopolio de la televisión, la radio y los periódicos impresos, pero ya la verdad del 11J se había colado en la retina de millones de personas gracias a las redes sociales y la prensa independiente. En las imágenes que salieron de cientos o miles de teléfonos móviles se ve a una ciudadanía que vuelve a probar, después de décadas amordazada, su voz cívica. Fue el día en que nos comimos el miedo, lo masticamos largamente y nos percatamos de que éramos mucho más los inconformes que los represores.
Después de aquellas horas luminosas, en que las protestas mostraron su talante libertario y masivo, llegó la larga noche de la represión, bajo la que seguimos ahora. Pero basta recordar aquel domingo del verano pasado para concluir que los cubanos ya no somos los mismos. Hemos gritado en las calles, hemos coreado libertad y hemos demostrado al mundo que ni cobardes ni doblegados, solo que una calculada dictadura nos impidió por mucho tiempo tomar nuestras plazas. El próximo estallido tampoco podrá preverse ni pronosticarse, pero quizás sea la última vez en que el régimen pueda aplastar el malestar y responder con golpes, disparos y tribunales. El 11J también aprendimos que el temor cambió de bando.
*Artículo publicado originalmente en 14ymedio.com